martes, 26 de julio de 2011

36

     Lo primero que hice cuando llegué a mi casa fue buscar el libro de Bécquer. Estaba donde yo creía recordar. Lo llevé a mi habitación, me recosté en la cama y busqué el poema. Lo leí. Casi escuchaba su voz en mi cabeza.
     Después me puse a trabajar en la lámina; quería dársela el lunes. A pesar de que estuve dibujando todo el fin de semana, no logré terminarla.



     —Hoy no voy para casa, Miguel —me dijo Lezcano cuando salimos—. Tengo que ir a lo de mi mamá. Igual no te preocupes que mi hermana iba a estar desde temprano.
     Nos despedimos y se fue para el lado de la estación Florida. Todo el día había estado distante.
     —¿Qué, no vas a lo de Lezcano? —me preguntó Tortonese.
     —Sí, pero ella va para otro lado.
     Me miró con extrañeza pero no dijo nada.
     Esperamos a que saliera Maidana, que había ido al baño, y empezamos a caminar. Íbamos en silencio. Cada tanto, Tortonese me miraba. Yo fingía no darme cuenta. Durante todo el día había evitado quedar a solas con él para que no me preguntara nada. Después del segundo recreo, en la clase de biología, me había escrito en un papelito: «¿Y? ¿Qué onda el viernes?». Yo le había escrito: «Después te cuento», y él había sonreído con picardía.
     Cuando llegamos a la puerta de su casa, Maidana me dijo:
     —El sábado es mi cumpleaños. Mi papá se fue de viaje y no vuelve hasta esa noche, así que voy a aprovechar que tengo la casa para mí solo y voy a hacer un festejo. ¿Querés venir?
     —Dale…
     —Vos también podés venir, eh…
     Tortonese asintió con la cabeza.
     —Y si alguno de los pibes se quiere prender, también está invitado.
     Asentí.
     Apenas nos despedimos de Maidana, Tortonese arremetió.
     —Dale, contame. ¿Qué pasó el viernes?
     Tardé unos segundos en responder.
     —Creo que lo arruiné todo…
     —¿Por qué?…
     —Te lo cuento mañana; la hermana de Lezcano me está esperando.
     —Vamos. Te acompaño hasta la avenida y me tomo el setenta y uno.
     Le relaté mi visita a lo de Lezcano con lujo de detalles. Permaneció en silencio hasta que terminé.
     —Nooo, chabóoon… Qué flojo que estuviste…
     No le respondí.
     —Te tiró la re-onda, boludo… ¿No te diste cuenta?
     —Me pareció… Pero no estaba seguro…
     Tortonese meneó la cabeza.
     —Qué chabón…
     Llegamos a la parada.
     —Ya que estoy acá, te acompaño hasta la casa —dijo.
     —Bueno…
     —¿Y para vos por eso se fue para el otro lado?
     Suspiré.
     —No sé… Me parece que sí…
     Hicimos una cuadra en silencio.
     —¿Qué vas a hacer?
     —No sé…
     —Hablale, boludo…
     No lo miré.
     —Decile que no te animaste a encararla porque es demasiado linda o algún chamuyo así…
     —Yo no sirvo para esas cosas, Tortonese…
     Abrió la boca para decir algo, pero después dudó y la volvió a cerrar.
     —¿No vas a hacer nada, entonces? —me preguntó después de unos segundos.
     Decidí contarle lo de la lámina. No parecía muy convencido con la idea, pero no dijo nada al respecto.
     —¿Y cuándo la terminás?
     —Calculo que esta semana.
     —Yo no sabía si decirte, pero mirá que el Turco andá atrás de ella…
     Lo miré.
     —¿Quién te dijo?
     —Nadie… Me doy cuenta, boludo…
     —¿Te parece?
     Asintió con la cabeza.
     —Esas cosas no se me escapan… Tendrías que ver la cara que pone cuando ella te elogia los dibujos.
     Me quedé en silencio.
     —Así que apurate —dijo—; no vaya a ser que te gane de mano… 

viernes, 22 de julio de 2011

35


     Subimos al ascensor. Antes de que pudiéramos cerrar la puerta, escuchamos que alguien nos chistaba. Esperamos y un muchacho sonriente llegó al trote.
     —Daniel…
     —Me hiciste correr… ¿Cómo andás?
     Juntaron las mejillas y besaron el aire.
     —Bien.
     Daniel cerró la puerta y pulsó el décimo.
     —Él es Daniel, el hijo de Marta.
     Era igual a como me lo había imaginado.
     —Él es Miguel, un amigo.
     Nos estrechamos la mano.
     —¿Él es el que dibuja?
     —Sí.
     —Che, muy buenos tus dibujos. Te felicito.
     —Gracias.
     —¿Aprendiste solo?
     Asentí.
     —Yo de chico también dibujaba —me dijo—. Copiaba bastante bien, pero no tenía mucha imaginación…
     No le contesté nada.
     —Después no dibujé más. Terminé dedicándome a la música.
     No le contesté nada.
     El resto del trayecto lo hicimos en silencio.
     —Bueno… Nos vemos, gente.
     —Decile a tu mamá que mañana paso a lavar algo de ropa.
     —Dale.
     —Chau.
     —Chau.
     Subimos un piso más y entramos en el departamento.
     —Te presento a mi papá.
     Tenía pinta de hippie.
     —Él es Miguel.
     Nos estrechamos la mano.
     —Mucho gusto.
     —¿Vos sos el que escucha música vieja?
     Sonreí.
     —Algo…
     —Bah… Vieja… De mi época.
     —Vieja —dijo Lezcano y se rió.
     —Mirá, pendeja… No me faltés el respeto delante de las visitas —dijo el padre y le revolvió el cabello.
     —¿Natalia?
     —No llegó todavía.
     —¿No sabés adónde fue?
     —No. Viste cómo es tu hermana… Yo llegué y ya se había ido. No dejó nota ni nada.
     —Qué boluda… Le dije que volviera antes de las seis…
     —Estará en lo de Claudio… O en lo de Majo… ¿Por qué no llamás?
     —La esperamos un rato y si no viene, llamo.
     —Pongo la pava, entonces. Así nos tomamos unos mates y charlamos de buena música con tu amigo.
     —Sonamos… —me susurró Lezcano.
     Sonreí.
     Durante media hora estuvimos hablando de música. En realidad, más que nada hablaba él. «¿Escuchaste a Tal?», me preguntaba. Si yo le contestaba que no, iba a su habitación a buscar un cassette y lo ponía. Me contaba la historia de la banda, quiénes eran los integrantes, en qué otras bandas habían tocado…
     Después Lezcano se empezó a impacientar.
     —Esta boluda no viene, che… —dijo—. No sé qué hacer…
     —¿Por qué no llamás a lo de Claudio? —le dijo el padre—. Si no está ahí, a lo mejor Claudio sabe dónde está…
     —Es que no sé si vale la pena… ¿Vos hasta qué hora te podías quedar?
     —Con que llegue a mi casa a las ocho, ocho y media, está bien… —respondí—. Más tarde mi vieja se preocupa.
     —Y con mucha razón —dijo el padre de Lezcano—. La calle está jodida.
     —Igual, si viene enseguida, tenemos tiempo… —dije—. ¿Son muy difíciles los dibujos?
     —Ni idea… —dijo Lezcano.
     —¿Y si te llevo con el auto? —preguntó el padre—. ¿Tu mamá tendrá problema de que llegues más tarde?
     —No… Si llego en auto, no…
     —Hacemos eso, entonces. ¿Te parece? Y de paso te quedás a comer.
     Dudé.
     —¿No ves que lo ponés en un compromiso, papá? Tal vez se quiere volver a la casa…
     —No… Por mí está bien, pero tampoco quiero molestar…
     —No seas tonto… —me reprendió Lezcano—. Mirá lo que decís…  Encima de que te hacemos venir a trabajar…
     —Tampoco es para tanto, che…
     —¿Entonces te quedás?
     —Bueno…
     —Vamos a lo de Marta, entonces. Así yo trato de ubicar a Natalia y vos llamás a tu casa para avisar.
     —Dale.
     Llamamos por teléfono y volvimos.
     —¿Y? ¿La encontraste?
     —No, pero ya salió para acá. Estaba en lo de Claudio.
     El padre de Lezcano siguió poniendo cassettes y hablándome de música hasta que llegó Natalia.
     —Así que este es el famoso Miguel…
     Sonreí.
     —Bueno, chicos… —dijo el padre—. Yo me voy a tirar un rato. Despiértenme cuando esté la comida.
     La hermana de Lezcano me explicó lo que había que hacer. Eran cuatro o cinco dibujos en una cartulina para ilustrar un texto que hablaba de peso, altura y cosas así. Me acuerdo que tuve que dibujar un hombre con un huevo en la mano y otro parado sobre una columna que tenía que medir tres veces su altura.
     —Vos nada más dibujalos que después los coloreo yo.
     —¿Sabés que Miguel habla francés? —dijo Lezcano.
     —¿En serio?
     —En serio. Decile algo, Miguel.
     Sonreí pero no dije nada.
     —Lo que pasa es que le da vergüenza, pero sabe hablar re-bien…
     La hermana me sonrió.
     Mientras yo dibujaba, tomábamos mate y charlábamos. Se hizo la hora de comer y yo todavía no había terminado.
     —Dejalo, Miguel. Lo seguís otro día.
     —Si querés, lo termino en mi casa y después se lo doy a Roxana.
     —Como quieras. Si no, te venís el lunes y lo terminás acá. Así de paso te tomás unos mates.
     Dudé.
     —Te va a decir que no quiere molestar.
     La hermana de Lezcano se rió.
     —Cómo lo conocés, eh… No es ninguna molestia, Miguel. Además, si hacemos así, puedo aprovechar para ir coloreando los dibujos que ya hiciste.
     —Bueno…
     —¿Vos te quedás? —le preguntó Lezcano a su hermana.
     —No. Yo me voy a comer a lo de Majo y después salimos con las chicas.
     La hermana se fue a cambiar y Lezcano se fijó qué había para comer.
     —Puedo hacer fideos con tuco o pedimos unas pizzas. ¿Qué preferís?
     —Lo que quieras…
     —Elegí vos, que sos la visita. ¿Qué tenés ganas de comer?
     —En serio, me da lo mismo…
     —Bueno. Si no te da miedo comer lo que yo cocine, hago los fideos.
     —¿Cómo me va a dar miedo? Seguro que cocinás muy rico.
     —¿Cómo estás tan seguro?
     Dudé.
     —Intuición masculina.
     Me encantaba hacerla reír.
     —Está bien. Hago los fideos, entonces.    
     La hermana de Lezcano ya estaba lista.
     —Bueno… Entonces nos vemos el lunes, Miguel. Hasta mañana, Ro.
     —Acordate de decirle a Paz que me devuelva el anillo.
     —O.K.
     —¿Me acompañás a la cocina?
     —Dale… ¿Necesitás que te ayude en algo?
     —No… Nada más haceme compañía.
     Corrí una silla para sentarme y encontré una gata acostada sobre ella.
     —Uy, acá hay un integrante de la familia que no me presentaste.
     Lezcano se dio vuelta.
     —Ah, la misha…
     Me senté en otra silla y acaricié a la gata.
     —¿Cómo se llama?
     —Le pusimos varios nombres, pero al final siempre la llamamos misha.
     —Un compañero mío de la primaria le puso al gato Con la mano.
     —¿Con la mano?
     —Sí. Porque cuando recién se lo habían regalado, él le estaba sirviendo leche en un plato y le preguntó a la madre: «¿Cómo le pongo?». Él estaba hablando del nombre, pero la madre estaba distraída y pensó que le hablaba de la leche. Y le dijo: «Con la mano…».
     Se rió.
     —Una amiga de mi hermana tiene un gato que se llama Mister President —dijo—. Le puso así porque una vez soñó que el gato era presidente.
     Me reí.
     —¿Y por qué en inglés?
     —Qué sé yo… Supongo que porque sonaba mejor.
     —¿Seguro que no necesitás que te ayude?
     —Seguro. Vos sos la visita; quedate sentado y dejame que te atienda.
     Ella estaba de espaldas a mí, cortando verduras y salchichas para ponerle a la salsa. Yo no le quitaba la vista de encima. Se había recogido el cabello en un rodete y lo había sujetado con un palito. Le miraba la nuca descubierta. Me imaginaba besándosela. Me levantaba, me acercaba sigiloso, le rodeaba la cintura con mis brazos y le daba un beso. Ella se sobresaltaba; pero después se quedaba inmóvil, como invitándome a seguir. En un momento se dio vuelta. Me parece que se dio cuenta de que la estaba mirando. Yo me hice el boludo y me puse a acariciar a la gata.
     —¿Te gustan los gatos? —me preguntó.
     —Sí —le respondí sin levantar la vista.
     —A mí me encantan. Son tan elegantes… tan… no sé… como sensuales. ¿No te parece?
     —Sí…
     Y en ese sentido vos sos muy felina, pensé.
     Cuando terminó de hacer los fideos, enrolló algunos en un tenedor y me los ofreció.
     —A ver… Fijate si están bien de sal.
     Abrí la boca y me los dio.
     —¿Están bien?
     Asentí.
     Durante la comida, el padre no emitió palabra. Cada tanto cabeceaba. Finalmente, se quedó quieto con el tenedor en la mano y los ojos cerrados. Lezcano le tocó el brazo.
     —Pa…
     El padre se sobresaltó.
     —¿Mmh?
     —Te quedaste dormido.
     —No, estaba despierto.
     Lezcano se lo quedó mirando.
     —¿Vas a poder llevarlo a Miguel a la casa? —le preguntó.
     —Sí —dijo él—. ¿Cómo no voy a poder? Haceme un café.
     Se fue a lavar la cara. Cuando volvió parecía más despierto, pero mientras tomaba el café se quedó dormido de nuevo.
     —Ay, Dios… —dijo—. Estoy hecho mierda. También… si estoy despierto desde las cinco. —Me miró—. ¿Tu mamá tendrá problema de que te quedes a dormir?
     Se me aceleró el pulso.
     —No creo…
     —¿Vos tenés problema de que se quede, Roxana?
     —No… ¿Qué problema voy a tener?
     —Hacemos así, entonces. Porque en el estado en que estoy, tal vez ni llegamos… —Se rió—. Yo mañana salgo con el auto a eso de las diez. —Era taxista—. Te llevo a tu casa y después sigo camino.
     —No hace falta —dije—; vivo cerca. Hasta puedo ir caminando.
     —Te llevo con el auto… Si no me cuesta nada. —Se levantó—. Bueno… Yo me voy a lo de Marta. Acompañame, Miguel, así le avisás a tu mamá.
     Después de que hice el llamado, sonó el teléfono y atendió Marta.
     —Avisale a Roxana que en cinco minutos la llama Macarena.
     Volví al departamento.
     —Perdonalo —me dijo Lezcano cuando abrió la puerta—; es medio chanta pero es bueno.
     —Te llamó Macarena —dije—. En cinco minutos te vuelve a llamar.
     —No te molesta quedarte solo, ¿no?
     —Para nada.
     —Si querés, poné la pava y andá preparando el mate que yo enseguida vuelvo. Está todo encima de la mesada.
     Una vez que el mate estuvo listo, me senté a esperarla.
     Ahora va a volver y vamos a estar los dos solos. Parece una de mis fantasías. Es la ocasión ideal para hablarle.
     La gata me miró y bostezó.
     Sería la ocasión ideal si yo fuera otro… Yo no sabría qué decirle. Y mucho menos en su casa; sería un bajón que me rechazara acá… Después tendríamos que pasar toda la noche juntos aunque no quisiéramos. Ni siquiera sé si le cayó bien la idea de que me quedara a dormir. Tal vez le dijo al padre que no tenía problema para no quedar mal…
     Hirvió la pava. La vacié un poco y le agregué agua fría.
     ¿Qué le voy a decir si anda atrás del pibe ese?… Está enojada con él, pero ese es el tipo de hombre que le gusta. Alguien como él o como Jerónimo. Mirá si se va a fijar en mí…
     La gata saltó a la mesada y se puso a maullarme. La acaricié.
     Quedate sentado y dejame que te atienda… Eso me dijo…
     Pensé.
     Eso no quiere decir nada. Es amable nada más.
     Me senté.
     Me dio de comer en la boca…
     Me quedé pensando en eso hasta que ella volvió.
     —Te dejé re-colgado. Perdoname; es que Macarena estaba re-mal.
     Pasó el agua de la pava a un termo. La gata le maullaba.
     —No seas hincha, misha… Ya comiste. —Me miró—. Si fuera por ella, estaría comiendo todo el día. ¿Viste qué gorda que está?
     Sonreí.
     —Vamos al living que es más cómodo —dijo.
     Nos sentamos en el sofá y empezó a cebar los mates.
     —Tortonese la llamó para pedirle perdón. Parece que la llama todos los días. Qué desubicado… Después de lo que le hizo…
     Me miró. Levanté las cejas.
     —¿A vos no te cuenta nada? —me preguntó.
     Negué con la cabeza.
     Mentira. Me hablaba de Onzari todo el tiempo.
     —Qué feo que te hagan eso… —dijo—. Yo me muero… No sé cómo haría para volver al colegio.
     La gata se acercó a nosotros.
     —Qué feo, ¿no, misha? —dijo Lezcano, y la acarició. Después se levantó—. Esperá que te quiero mostrar algo.
     Avanzó unos pasos y se detuvo.
     —O mejor vení, así de paso conocés mi pieza.
     Lo primero que vi cuando entré fue un mueble, tipo cajonera pero con estantes arriba. En los estantes: libros, ositos y otros muñecos, entre ellos un Pequeño Pony. En las paredes tenía pegados algunos posters. Bon Jovi, Aerosmith, Guns N’ Roses… Me llamó la atención encontrar uno de los Doors, probablemente un gusto heredado del padre. Acostado en la cama había un oso enorme y al lado de él un libro.
     —Se quedó dormido leyendo —dije, y ella se rió—. Permiso.
     Agarré el libro. Crónica de una muerte anunciada.
     —¿Lo leíste? —me preguntó.
     —No. Lo único que leí de él es el que estamos leyendo en el colegio.
     —Este está bárbaro. Me gusta más que el otro todavía… Me lo pasó mi hermana. A ella se lo hicieron leer en segundo año. Cuando lo termine te lo paso, si querés.
     —Bueno…
     Abrió un cajón y agarró dos carpetas.
     —¿Qué son? —le pregunté—. ¿Dibujos?
     Asintió con la cabeza.
     —Y poemas.
     —¿Tuyos?
     —Sí.
     —No sabía que escribías…
     Sonrió.
     —Vamos al living que te muestro.
     Empezó con los dibujos. Uno en especial me llamó la atención. Una mujer de espaldas, sentada junto a un árbol.
     —¿No hiciste uno así en la clase de dibujo?
     Fingí tener dudas pero en realidad estaba seguro.
     —Sí. Mirá cómo te acordás… Tengo varios parecidos.
     Me los mostró.
     —Es una imagen que veo en sueños.
     La miré.
     —En serio… —me dijo.
     —Te creo… Contame…
     —Voy caminando por un campo y a lo lejos veo a esta mujer, así como está en el dibujo: de espaldas a mí, sentada al lado de un árbol. A veces se está peinando, pero la mayoría de las veces está sentada sin hacer nada. De repente me dan ganas de mirarle la cara, pero antes de alcanzarla siempre me distrae algo. Algún animal que pasa, el grito de un pájaro… Y cuando vuelvo a mirar para adelante, ya no está más. —Pensé en Valtar—. Algunas veces hasta desaparece el árbol. ¿Qué significará?
     Puse cara de no saber.
     —¿Vos tenés algún sueño recurrente? —me preguntó.
     —No… Lo único que me pasa a veces es que me despierto, me vuelvo a dormir y sigo soñando lo mismo.
     Estuvimos hablando de sueños durante una hora, más o menos. Después me leyó algunos de sus poemas. Me costó prestarles atención. Me distraía mirando el movimiento de sus labios, los gestos que hacía; incluso escuchando el sonido de su voz pero sin entender lo que decía. Sólo cada tanto alcanzaba a comprender alguna frase suelta: algo sobre los pájaros y la lluvia, algo sobre una flor pisada por unos soldados… Cuando terminó, le dije que me habían gustado.
     —¿Leíste algo de Bécquer? No me acuerdo si te pregunté.
     —No. No leí mucha poesía.
     —Esperá que ya vengo.
     Fue a su habitación y volvió con un libro.
     —A mí me encanta Bécquer. Esperá que te quiero leer uno en especial.
     Pasó las páginas hasta que lo encontró.
     —Acá está. Es el que más me gusta.
     Se aclaró la garganta y leyó.

  
               Te vi un punto, y flotando ante mis ojos
la imagen de tus ojos se quedó,
como la mancha oscura, orlada en fuego,
que flota y ciega si se mira al sol.

   Adonde quiera que la vista fijo
torno a ver tus pupilas llamear;
mas no te encuentro a ti, que es tu mirada:
unos ojos, los tuyos, nada más.

                           De mi alcoba en el ángulo los miro
desasidos fantásticos lucir;
cuando duermo los siento que se ciernen
de par en par abiertos sobre mí.

                           Yo sé que hay fuegos fatuos, que en la noche
llevan al caminante a perecer;
yo me siento arrastrado por tus ojos;
pero adónde me arrastran, no lo sé.

     Cerró el libro. Me miró.
     —¿Te gustó?
     Me sentía como borracho.
     —Sí.
     Después buscó otro poema y lo empezó a leer, pero, antes de terminarlo, pegó un grito y se fue corriendo al balcón.
     —¡Misha!
     La gata estaba haciendo equilibrio sobre la baranda. Cuando escuchó el grito, bajó al piso y se puso a maullar como quejándose. Lezcano la alzó.
     —Gata tonta…
     Me acerqué a ella.
     —Lo hace siempre —me dijo—. Hay que tener un cuidado… No me di cuenta de que la ventana estaba abierta.
     Me asomé al balcón.
     —Se ve el río…
     —Sí… ¿Desde tu departamento no se ve? ¿O no tenés ventanas para ese lado?
     —Sí, pero estoy en el segundo piso.
     —¿Y tu edificio no tiene terraza?
     —Siempre estuvo clausurada. No sé por qué.
     —Desde la terraza se ve mejor. ¿Querés que te muestre?
     —Bueno…
     Entramos al living. El libro se había caído al piso; Lezcano lo levantó.  
     —¿Querés que te lo preste?
     —No hace falta; creo que mi vieja lo tiene. ¿Cómo se llama?
     —Rimas.
     —Me fijo y cualquier cosa te lo pido.
     —Dale. ¿Me esperás un ratito?
     Asentí con la cabeza.
     Entró al baño. Escuché cómo se lavaba los dientes.
     —¿Vamos?
     —Vamos…
     Subimos a la terraza.
     —¡Mirá la luna! —dijo ella.
     Estaba llena, enorme.
     Nos apoyamos en una baranda y miramos hacia el lado del río.
     —¿Viste qué linda vista?
     Asentí.
     Nos quedamos en silencio. Ella mirando el río; yo mirándola a ella, cada tanto. El viento le revolvía el cabello, la luna le iluminaba la cara. Pensé en decirle algo. Que la noche le quedaba hermosa. O que ella le quedaba hermosa a la noche. Pero no le dije nada.
     Después de un rato largo, dijo sin mirarme:
     —Cuando la luna está así, a veces la miro fijo. La miro fijo hasta que todo alrededor se vuelve negro… Entonces me da la sensación de que estoy en un túnel… Y la luna es la luz al otro lado… Como lo que ves cuando te morís. —Me miró—. O lo que dicen que ves. ¿Nunca lo escuchaste a Víctor Sueiro?
     Asentí. Bostezó.
     —Bueno… —dijo—. Vamos yendo que mañana me tengo que levantar temprano.
     Me contagió el bostezo.
     —¿Por?
     —Tengo gimnasia.
     —Ah, cierto que ustedes tienen gimnasia los sábados… Qué bajón, ¿no?
     —Sí…
     Volvimos al departamento.
     —Papá me dijo que duermas en su cama.
     —Bueno…
     Me acompañó a la habitación.
     —¿Querés que te dé un pijama de él?
     —No te hagás problema…
     —No es ningún problema…
     Buscó en un cajón.
     —Tomá.
     —Gracias.
     —Me dijo papá que mañana te despierta a eso de las nueve y media, para que tengas tiempo de tomarte unos mates antes de salir.
     Pensé en decirle que me despertara antes, así desayunábamos juntos, pero no me animé.
     —Bueno… Nos vemos el lunes, Miguel.
     —Nos vemos el lunes.
     Juntamos las mejillas y besamos el aire.
     —Que duermas bien —le dije.
     —Gracias. Vos también.
     Cerró la puerta y me hundí en la cama.

lunes, 18 de julio de 2011

34

     —¿Te prendés, Benzaquén?
     —No, ya estoy hasta la pija con las faltas. Voy a ver si me macheteo.
     —¿Adónde vamos?
    —Yo tengo una idea —dijo Tortonese—. Vayamos al centro a visitar puteríos.
     Fiorentino y Olivera lo miraron para ver si hablaba en serio.
     —Pero no para coger, boludo; para romper las pelotas… Yo a veces lo hago con unos amigos. Te cagás de la risa.
     —¿Pero qué hacen?
     —Pedimos que nos muestren las minas, preguntamos precios, qué cosas te hacen…
     —¿Y después? ¿Decís que no te gustaron?
     —No, boludo… A ver si lo toman a mal… Después les decimos que el viejo de uno de nosotros tiene la plata y nos está esperando abajo.
     —¿Y te creen?
     —Sí, boludo. Yo les digo que mi viejo se quedó dando vueltas con el auto porque no encontró dónde estacionar. Siempre me creen.
     Nos tomamos el tren en la estación Florida. En Retiro, Tortonese compró el diario y armó el itinerario. Por miedo a que lo reconocieran, descartó los que recordaba haber visitado. Había de todo. Desde minas solas en su propio departamento hasta uno en el que te las mostraban por computadora. Algunos eran cabarets. En uno de esos nos matamos de la risa mirando a un viejo que bailaba con las putas.
     El último que visitamos era un departamento particular. Nos atendió una gordita muy atractiva vestida con un baby doll transparente. Nos hizo pasar al living. En un sillón estaban sentados una chica más y un travesti.
     La gordita nos invitó a tomar asiento y nos miró con picardía.
     —Bueno… Ustedes dirán…
     —Queríamos saber qué hacés por el precio que aparece en el aviso —dijo Tortonese.
     —Lo que quieran: sexo oral, vaginal… Y si alguno quiere probar, entregamos la colita. ¿Son todos vírgenes?
     —Ellos sí. Yo no, pero lo hice con mi vieja.
     La gordita sonrió.
     —En serio —dijo Tortonese—, no es una broma. La pusieron presa. Fue algo muy traumático para mí. Por eso ando buscando una chica dulce y cariñosa que me haga vivir el sexo de otra manera.
     —En ese caso, viniste al lugar indicado —dijo la gordita sin dejar de sonreír—. Acá te vamos a tratar con mucha dulzura. Vas a vivir una experiencia inolvidable.
     Fiorentino estaba tentado y miraba el piso. Olivera miraba de reojo al travesti.
     —Nosotros vinimos con mi viejo —prosiguió Tortonese—; se quedó esperando abajo. Te hago una pregunta.
     —Las que quieras.
     —¿Podemos hacerlo de a tres: mi viejo, vos y yo?
     —Mirá, yo ya tuve un par de combinados en el día y, la verdad, estoy medio cansada. ¿Vos, Vero, te animás?
     La otra chica asintió con la cabeza.
     —Qué callada que es tu amiga… —dijo Tortonese.
     —Sí, pero así calladita como la ves, en la cama es una fiera.
     —¿En serio?
     —Si querés, podés probar…
     —¿Nos la podemos coger los cuatro a la vez?
     —Y, mirá… Solamente tiene tres agujeros.
     El travesti se rió.
     —¿Y el cuarto se puede masturbar mientras mira? —preguntó Tortonese.
     —Puede hacer lo que quiera —dijo la gordita.
    —Masturboooy… —dijo Tortonese y lo palmeó a Fiorentino—. Le decimos así porque es el superhéroe de la paja. Se masturba de las más variadas formas. Hasta escribió un libro, el kamasturba, que es como el kamasutra pero de la paja. —El travesti se mataba de la risa—. Contales, Masturboy.
     Fiorentino sonrió pero no dijo nada. Tortonese prosiguió.
     —Che, y si nos garchamos los cuatro a Vero, ¿nos hacés precio?
     —No —respondió la gordita—. Cada uno paga lo suyo.
     —Pero si estamos usando una sola…
     La gordita se lo quedó mirando fijo. Iba a decir algo, pero intervino Olivera.
    —Te hago una consulta. ¿Tu amiga es hombre o mujer? —preguntó señalando al travesti.
     Tardó en contestar.
     —Por dentro es mujer.
     —¿Qué, tiene útero y esas cosas?
     La gordita se levantó.
     —¿Ustedes vinieron a coger o a bardear, loco?
     Instintivamente nos pusimos de pie.
     —No te enojes —dijo Olivera—; lo pregunto por curiosidad… Yo de esas cosas no sé…
     —¿Te puedo hacer otra pregunta? —intervino Tortonese.
     —No. Basta de preguntas. Acá estamos laburando; si vinieron a bardear se van.
     —No vinimos a bardear…
     —A ver, mostrame la plata.
     —La tiene mi viejo.
     —No me vengas con ese verso.
     —En serio… Además es cliente tuyo…
     —¿Qué te pensás? ¿Que soy pelotuda? Si me dijiste que venías por el aviso…
     —Mientras me la garcho a Vero, ¿puedo mirar como se la chupás al traves…? Digo… a tu amiga. ¿Cómo te llamabas?
     La gordita lo agarró del brazo.
     —¡Se van!
     —Te lo pregunto en serio… Si hay que pagar más, mi viejo te paga…
     —¿No la escucharon? —dijo el travesti, y se paró. Medía como un metro noventa—. Les dijo que se vayan.
     Pensé que se armaba. Empezamos a caminar hacia la puerta, pero Tortonese seguía hablando.
     —¿Cómo nos vas a echar? Mi papá es cliente…
     Sin decir una palabra, la gordita abrió la puerta y la volvió a cerrar una vez que estuvimos afuera.
     Aguantamos la risa hasta subir al ascensor.
  


     —Balín, sentate acá que necesito que me soples —dijo el Tano.
     —Mirá que es recuperatorio… —le advirtió Angeleri—. La profesora dijo que nada más se la tomaba a los que necesitaban nota.
     —Vos hacete el boludo. Si te raja, mala leche.
     Angeleri se cambió de banco.
     —¿Y yo? —preguntó el Turco.
     —Vos sentate con el otro pelotudo y que te pase él.
     El Turco se sentó con Maidana. Al rato llegó la de matemática.
     —Bueno… —dijo en cuanto terminó de acomodar sus cosas—. Los que tienen la materia aprobada se pueden retirar.
     Se fue la mitad del curso y comenzó la prueba. Después de unos minutos, Angeleri intentó decirle algo al Tano. La profesora lo escuchó.
     —¿Por qué está hablando con el compañero?
     —¿Yo?      
     —Sí, usted. ¿Cuál es su apellido?
     —Angeleri.
     La profesora revisó las notas.
     —Usted tiene la materia aprobada. ¿Por qué se quedó?
     Angeleri no supo qué contestar.
     —Se retira inmediatamente.
     Empezó a juntar sus cosas. Cuando se iba a calzar la mochila, dudó y la volvió a apoyar sobre la silla. La abrió y se puso a revisarla. El Tano aprovechó para preguntarle algo. La profesora se dio cuenta.
     —¡¿Qué está haciendo?! ¡Le dije que se vaya!
     —Espere que me falta algo, profesora…
     —Apúrese.
     Angeleri revisó el banco. Después buscó por el suelo. Resoplaba y se quejaba por lo bajo. La profesora se le paró al lado.
     —¡Le dije que se apure!
     —¡No tiene por qué gritarme, profesora! —estalló Angeleri.
     —¡Hace diez minutos que le estoy diciendo que se retire!
     —¡Y yo le dije que se me perdió algo!
     —¡No le creo! ¡Usted está haciendo tiempo para soplarle al compañero!
    —¡Usted se queja de que le faltan el respeto, pero usted me lo está faltando a mí! ¡Me está gritando y me está tratando de mentiroso! ¡Si tiene problemas con el resto, no tiene por qué agarrársela conmigo!
     La profesora puso cara de vomitar.
     —¡Si no se retira ahora mismo, voy a llamar a la rectora!
     Angeleri salió del aula sin decir una palabra.
     Como era última hora, los que terminaban antes se podían ir a sus casas. Lezcano terminó antes que yo, pero se quedó esperándome en la puerta.
     —Me había olvidado de decirte: mi hermana me pidió que te pregunte si le podías hacer unos dibujos para un trabajo práctico de francés.
     —Sí, no hay problema… ¿De qué son?
     —Ni idea… Me dijo que, si podías, te invitara a casa para que ella te explique.
     Se me aceleró el pulso.
     —Dale…
     —¿Vos mañana podés?
     —Sí.
     —Y de paso nos tomamos unos mates, ¿te parece?
     —Me encantaría.