viernes, 16 de septiembre de 2011

43

     A ver… «Para mi querida Roxana…»
     Dudé.
     No, suena muy a viejo… ¿Entonces qué?
     Pensé.
     «Roxana, dos puntos.» Así nomás. «Roxana, dos puntos. Te preguntarás el porqué de este regalo.»
     Taché.
     Choto. A ver… «Roxana, dos puntos. El motivo de este presente… de este humilde presente… es el de agradecerte la linda noche… la hermosa noche que me hiciste pasar.»
     Taché.
     Parece que me la hubiera garchado… ¡¿Qué mierda le pongo?! ¡La puta madre! A ver… «… agradecerte tu hospitalidad.» No. «… tu amabilidad.» No. «… lo bien que me hiciste sentir… la otra noche en tu casa. Digo humilde porque no creo que con él te pueda hacer sentir lo mismo que me hiciste sentir.» Sentir, sentir, sentir…
     Taché.
     «… no creo que con él te pueda compensar…» No. «… transmitir…» No. «… producir… tanta satisfacción… como la que vos me hiciste sentir.»
     Dudé.
     Bueno, por lo menos le saqué un sentir… «Ojalá me equivoque.» ¿Qué más?… «Quiero que sepas… que nunca me voy a olvidar… de tu voz… de tu dulce voz… recitando el poema de Bécquer…»
     Taché.
     «… recitando tus poemas, de tu ternura cuando acariciabas a tu gata, de tu cara iluminada por la luna…» ¿Qué más?… «Hay cosas que es mejor hablarlas en persona, pero…»
     Dudé.
     «… pero es tanto lo que siento por vos que no sé cómo expresarlo con palabras.»
     Estuve a punto de tacharlo.
     «Por eso preferí hacerlo dibujando. Por eso y porque es lo único que sé hacer.»
     Releí todo.
     «Te quiero mucho…»
     Dudé.
     «Te quiere mucho… Miguel.»



     En un bosque: treinta y cuatro mamíferos, veinte aves, siete reptiles, doce anfibios, quince insectos, tres arácnidos y cinco moluscos.
     Lo metí en uno se esos tubos que se usan para guardar planos y lo puse en mi mochila, envuelto en un buzo para cubrir el extremo que sobresalía. Había esperado hasta ese día para dárselo porque sabía que Domínguez iba a faltar. Quería aprovechar para agarrarla sola.
     —Hoy voy para lo de mi amigo; te acompaño.
     —Yo voy para el otro lado. Tengo que ir a lo de mi mamá.
     —Ah…
     Me saludó con la mano mientras se alejaba.
     —Chau.
     —Chau.



     Nunca me habló de la madre… Si hasta llegué a pensar que estaba muerta, como la de Maidana…



     —¡Cambiá la silla, boludo! —dijo Benzaquén.
     Antes de que Mendoza pudiera levantarse, la de lengua entró al aula.
     —Buenas tardes —nos dijo a todos.
     La silla con la pata rota se la habían puesto a la de cívica, pero la hija de puta no se había sentado en toda la clase. «Lo adivinó porque es bruja», dijo después el Gato.
     La de lengua apoyó la cartera sobre el banco y comenzó a desabrocharse el saquito que llevaba puesto. Algunos se miraron.
     Domínguez le estaba mostrando a Lezcano las fotos de su sobrinito. «Decile a Godín que le avise que la silla está rota», le iba a decir a Lezcano. Apenas le toqué el brazo, se dio vuelta, me miró con bronca y me dijo:
     —¿No ves que estoy hablando con ella?



     Esa noche estuve a punto de romper la lámina. Me contuve, pero los bordes quedaron arrugados. Después me hundí en la cama y me puse a llorar.
     Tortonese tiene razón: había onda y lo arruiné todo…
     ¿Qué sabe Tortonese? Si no estuvo ahí…
     ¿Entonces por qué me trata así?
     Me quedé pensando un rato largo.
     Hay una sola manera de sacarme la duda: darle la lámina. Mañana la encaro a la salida. Si me dice que se tiene que ir a lo de la madre, le digo que me dé un minuto. Que le tengo que decir algo importante.
     ¿Y si está con Domínguez?
     Le digo que quiero hablar a solas.



     —Esta vez ustedes tres van a hacer el trabajo con otros compañeros —nos dijo la de biología.
     —¿Por qué? —preguntó Angeleri.
     —Porque todo el año estudiaron juntos y uno de los objetivos de los trabajos grupales es hacer que los alumnos interactúen entre sí. —Sonrió—. Además ustedes son alumnos muy aplicados y quiero ver si me contagian al resto.
     —Nosotros tres, Balín —dijo alguien.
     —No —dijo la profesora—, los grupos los voy a armar yo.
     A mí me puso con Javier y Tortonese, a Angeleri con Fernández y Mendoza, a Maidana con el Gato y Boglioli.
     Cuando sonó el timbre, yo ya tenía todo guardado; no quería que Lezcano se me escapara. Salí antes que ella y me quedé esperándola en la puerta.
     —Che, Balín… —dijo Mendoza—. Yo no tengo ganas de interactuar con vos.
     Fernández se rió.
     —Yo tampoco… —dijo—. A ver si nos contagiás…
     Mendoza se rió.
     —Así que el trabajo hacelo vos y después nos pasás lo que tenemos que estudiar.
     ¿Qué pasa que no sale?
     Miré para adentro. Javier y Tortonese venían hablando.
     —Nos vamos a juntar en mi casa —me dijo Tortonese—. ¿Vos el viernes podés?
     —Sí.
     —Quedamos para el viernes, entonces.
     —Bueno —dijo Javier.
     Tortonese me preguntó si iba para mi casa. Le estaba por responder que no cuando la vi salir a Lezcano. Venía de la mano con el Turco.
     —¿Eh?
     —Que si vas para tu casa.
     Tardé unos segundos en responderle.
     —Sí.
     Tortonese me miraba con cara de «Yo te dije».

domingo, 4 de septiembre de 2011

42


     «Os lo advertí: no hay que confiar en los enanos. Esos pequeños bribones son capaces de vender a su propia madre por un par de monedas de oro.»
     En realidad, cuando conocimos a Grim, Galhor no dijo una palabra. Solamente lo miró con mala cara. Estábamos en la taberna del Oso Verde, planeando el modo de entrar a la Torre sin Nombre, morada de Gorkänd Ghûl. Sabíamos de la existencia de un camino subterráneo, a través del cual se podía acceder a las mazmorras, pero no conocíamos su ubicación exacta. Hablábamos de eso cuando una voz nos interrumpió.
     «Mis respetos, caballeros. Grim, hijo de Groim, hijo de Gram, para serviros… Disculpad mi atrevimiento; no pude evitar escuchar vuestra conversación. El camino del cual habláis fue excavado por mi gente mucho antes de que el Señor de los Demonios edificara su fortaleza. Si vosotros lo quisierais, yo podría ser vuestro guía.»
     Aceptamos su propuesta. Horas después, caíamos en una emboscada y éramos conducidos a esta celda.
     «Nada bueno puede esperarse de un enano…», prosigue Galhor.
     Kallard, que todavía conserva su forma de lobo, emite un gruñido como dándole la razón. Él es el cuarto de los aliados que menciona la profecía. Puede transformarse en lobo a voluntad, pero también hay ocasiones en las que no puede evitarlo. «¿En las noches de luna llena, por ejemplo?», le preguntó Javier el día que lo conocimos en la Quebrada de las Sombras. Kallard le respondió que esas eran boludeces. No lo dijo así; lo dijo con sus palabras. No puede evitar transformarse cuando siente emociones violentas. Se ve que le duran los nervios del combate que tuvimos.
     «Lo que no entiendo es por qué no nos mataron…»
     «Gorkänd Ghûl debe tener otros planes», me responde Azbeth.
     Todavía no he logrado acostumbrarme a su aspecto. Ese algo demoníaco en la mirada; la boca hermosa, siempre torcida en un gesto de ironía; los colmillos un tanto más largos que los de una persona normal… Y eso por no hablar de sus alas de murciélago… Azbeth es hija de una doncella élfica que fue violada por un demonio. Ella es nuestro quinto aliado; no Grim, como creímos en un principio. La conocimos en el Camino de los Enanos, cuando caímos en la emboscada. Se unió a nosotros en el combate pero fue en vano; los orcos eran demasiados.
     «¿Qué clase de planes?»
     «Seguramente quiere obtener información sobre las armas de vuestro mundo. La bomba atómica y las otras de las cuales me hablaste. Debe haber leído algo sobre ellas en la mente de vuestro compañero.»
     «¡Pero nosotros no sabemos nada sobre esas cosas! ¡No somos más que adolescentes!»
     «Así es, pero él lo ignora.»
     «¿Y por qué no lee nuestras mentes?»
     «No puede hacerlo a la distancia si no estáis atemorizados. Tendrá que venir hasta aquí.»
     «¿Y qué sucederá cuando descubra que no tenemos lo que busca?»
     Azbeth no me responde; se limita a mirarme con expresión sombría.
     No puedo creer que hayamos enfrentado tantos peligros solo para terminar de este modo. Miro a mis compañeros con tristeza. Y entonces, recién en ese momento, caigo en la cuenta de algo. Tanto el Gato como Lezcano conservan sus armas. Claro… Los orcos deben haber pensado que eran prendas de vestir comunes y corrientes… Como un rayo de luz en las tinieblas, siento renacer en mí las esperanzas. No por el sombrero; tenerlo es lo mismo que nada… Pero la capucha me da una idea. Si lográramos que los guardias abrieran la puerta unos instantes, Lezcano podría escabullirse de la celda. Y más tarde apoderarse de las llaves y liberarnos.
     «¿De qué modo pretendes lograr eso?», me pregunta Gurbak.
     «¿Y si les pedimos que nos dejen ir al baño?», sugiere Javier.
     Todos lo miramos sin decir una palabra. Entonces, Galhor estalla.
     «¡Tú y tus estúpidas ideas!»
     Con sorpresa descubro que no se está dirigiendo a Javier, sino a mí.
     «¡Por seguirte a ti es que terminamos en esta celda!»
     «¿De qué estás hablando, Galhor?»
     «¡A ti y a tu rebaño de críos idiotas! ¡Los Elegidos! ¡¿Cómo pude creer en esa estúpida profecía?! ¡Pero esto no quedará así! ¡Te mataré! ¡Te mataré!»
     Antes de que mis compañeros puedan reaccionar, Galhor se abalanza sobre mí. Pero no llega a tocarme, porque al instante dos orcos entran a la celda y lo sujetan.
     «¡Tu no matarás a nadie, lagartija!», le dicen.
     Entonces veo la puerta abierta y comprendo.
     «¡Maldito crío!», grita Galhor mientras se lo llevan a rastras. Y cuando los orcos no lo ven, me guiña un ojo.
     Miro a mi alrededor y compruebo que Lezcano ya no está con nosotros. Lo único que resta es esperar. Horas después, cuando ya damos todo por perdido, sentimos el sonido de la cerradura.
     «Perdón… Recién hace un rato les pude sacar las llaves, cuando se distrajeron.»
     «¿Dónde están ahora?»
     «Allá, frente a la celda de Galhor.» Unos metros adelante, el túnel tuerce a la derecha. En ese punto las paredes están bañadas por la luz de unas antorchas. «Justo a la vuelta.»
     Nos dirigimos hacia ahí. Kallard husmea el aire y a medida que nos acercamos se le erizan los pelos del lomo. En realidad solamente le veo los de la nuca, porque todavía tiene puestos su camisa y su chaleco. Me resultaría gracioso de no ser por lo inquietante de nuestra situación. Escuchamos a los orcos reírse y hablar en su lengua abominable. Y al doblar el recodo los vemos. Juegan a los dados sentados en el piso. Sin darle tiempo a incorporarse siquiera, Kallard salta sobre uno de ellos y se le prende de la garganta. Acaba con él en unos segundos. Luego se dispone a atacar al otro.
     «¡No!», interviene Azbeth. «¡Thorba, detenlo!»
     Thorba intercepta a Kallard en el aire y lo sujeta entre sus brazos. Al mismo tiempo, Azbeth y Gurbak levantan del suelo las espadas de los orcos.
     «Necesitamos a uno con vida.»
     Kallard se debate furioso. Hace años, unos orcos mataron a su mujer y a su hijo; por eso los odia tanto.
     «Hemos tenido suerte», dice Azbeth, «no es habitual que haya menos de dos guardias por prisionero, pero la mayoría de los orcos han partido a la guerra. ¿No es cierto, amigo?». Apoya la punta de la espada en la garganta del orco. «Ahora nos ayudarás a salir de aquí.»
     Liberamos a Galhor y avanzamos por el túnel hasta que nos topamos con una reja. Lezcano no logra abrir la puerta con ninguna de las llaves. El orco ríe entre dientes.
     «¡¿Por qué ríes, idiota?!», le pregunta Galhor.
     «No podréis escapar…»
     Furioso, Galhor sujeta al orco por el cuello y lo empuja contra la pared.
     «¡Eso está por verse, cerdo inmundo! ¡Ahora abrirás la maldita puerta! ¡¿Me entiendes?!»
     El orco sigue riendo.
     «Puedes matarme si quieres, pero cada guardia tiene en su poder tan sólo las llaves de las puertas que custodia. De un momento a otro, los guardias de esta harán su ronda. Os descubrirán y tendréis que volver a vuestra celda.»
     Miro a mi alrededor. Mis compañeros parecen abatidos.
     «Todo ha sido en vano», dice Fernández.
     Tortonese asiente con la cabeza.
     «Estamos igual que al principio…»
     En ese momento, un destello súbito me obliga a cerrar los ojos. Y al abrirlos de nuevo, no puedo creer lo que veo.
     «¡Maidana!»
     Está del otro lado de la reja, en cuclillas y con las manos apoyadas en el suelo. Lentamente se incorpora y mira extrañado las ropas que lleva puestas.
     «¡¿Qué hacés acá?!»
     Sólo entonces se da cuenta de nuestra presencia.
     «No sé… Yo estaba en mi casa, durmiendo… Y de repente me pareció escuchar voces… Primero pensé que eran ladrones, pero como después no escuché nada pensé que era un sueño. Y cuando salí de mi pieza para ir al baño, me caí para abajo y aparecí acá… ¿Dónde estamos?»
     «Te lo explicaremos más tarde», le digo, «ahora debes ayudarnos».
     Maidana se ríe.
     «¿Por qué hablás así, boludo?»
     «Disculpá… Es que el modo de hablar del lugar se te termina pegando…»
     «¿Qué tengo que hacer?»
     «Fijate en esa puerta de allá; me parece que ahí pusieron nuestras armas.»
     «¿Cómo son?»
     Se las describimos.
     «Son muchas para cargarlas todas juntas; vas a tener que hacer varios viajes.»
     «No hay problema», dice Maidana, y se va trotando.
     «Vuestras armas no os servirán», dice el orco. «Podréis matar a algunos guardias; a alguno de los Guerreros del Infierno, incluso. Pero no a Gorkänd Ghûl. Nada puede destruirlo.»
     «Eso es lo que tú crees», le dice Galhor.
     Azbeth lo interrumpe.
     «Silencio…»
     A lo lejos se escuchan los pasos de los orcos. Y no vienen solos; algo enorme los acompaña.
     «Gorkänd Ghûl…»
     No llegamos a verlos porque delante de nosotros el túnel tuerce hacia un lado. Empezamos a sentir algo raro, como si el aire se cargara de electricidad. En ese momento, Maidana sale del cuarto de las armas. En un brazo lleva el escudo del Turco; debajo del otro, mi arco y las lanzas de Gurbak y Galhor.
     «¡Date prisa!», le gritan los pibes. «¡Vienen hacia aquí!»
     Ya es demasiado tarde. Primero sentimos un sonido agudo —como el que hace un televisor al encenderse— y antes de que Maidana pueda llegar hasta nosotros, Gorkänd Ghûl dobla el recodo. Es más terrible de lo que imaginábamos. Mide como seis metros y, en vez de piernas, tiene patas de cabra. Pero lo que más impresión nos causa es que no tiene rostro. A pesar de esto, parece ver a Maidana. Extiende la mano hacia él y su palma se ilumina.
     «¡Cuidado!»
     Instintivamente Maidana se cubre con el escudo y, cuando todos pensamos que ha llegado su fin, ocurre algo inesperado. Ante nuestra mirada atónita, el rayo rebota en el escudo y vuelve hacia Gorkänd Ghûl. Su cuerpo parece reabsorberlo. Por unos instantes se queda quieto. Después comienza a temblar, cada vez más fuerte, hasta que el túnel mismo se sacude. Aunque no tiene boca, grita de dolor; se está derritiendo. Finalmente, lo único que queda de él es un charco que parece de brea. Maidana lo mira con asombro.
     «Uaaau…»
     «Nada podía destruirlo… excepto su propio poder», dice una voz a nuestras espaldas.
     «¡Campesino!»
     Ya sabemos su verdadero nombre, pero se lo dejamos de apodo.
     «¿Qué pasó?»
     «El poder del escudo es el de reflejar la magia y volverla contra el atacante.»
     «¿Pero por qué funcionó si el que lo tenía era Maidana?»
     «Porque él es su legitimo portador.»
     «¿Y el Turco?»
     «El Falso Elegido, así lo llaman las profecías.»
     «¿Entonces los Dioses se equivocaron?»
     «Algunos actos de los Dioses pueden parecernos insensatos, pero siempre hay una razón detrás de ellos. Aunque nosotros, simples mortales, no sepamos comprenderla.»