Angeleri está en el ángulo superior izquierdo, parado sobre el cantero. Tiene puesta una de esas camisas gracias a las cuales se ganó el apodo de Balín. También ayudó su corte de pelo; parece que le hubieran puesto una taza torcida en la cabeza y le hubieran cortado el pelo que sobresalía. Es flaco, narigón y tiene boca de mujer.
Al lado suyo está Tortonese: la gorrita al revés, como siempre, con ese jopito ridículo. No sé con qué me quedo, si con el corte de Angeleri o con el jopito de Tortonese… Una vez Mendoza se quedó a dormir en su casa y después nos contó que antes de salir a la escuela se lo peinaba frente al espejo.
Tortonese nos señaló con la mano.
—¿De qué querés que hable con estos tres, por ejemplo? ¿De música? ¿De minas? ¿De fútbol?
—De fútbol capaz que saben, boludo… —le respondió Boglioli.
—Andáaa… ¿Con esas caras?
Nosotros nos quedamos en silencio, mirándolos, como para que nos pudieran apreciar a gusto.
Era el primer día de clases y ya comenzaban a formarse grupos. Más bien tríos y parejas. La mayoría se generaban simplemente por proximidad física. Tortonese y Boglioli se habían sentado juntos y resultó ser que además compartían gustos musicales.
A Maidana yo lo conocía de vista, por eso me había sentado detrás de él.
—Disculpá… ¿Por casualidad vos no ibas a la escuela número ocho?
Fingí tener dudas pero en realidad estaba seguro; siempre fui buen fisonomista. Además, la cara de Maidana no era precisamente fácil de olvidar.
—Sí.
—Entonces de ahí te tengo… Yo también iba a la ocho, pero a séptimo D. Vos ibas a séptimo C, ¿no?
Al lado de Maidana se había sentado Angeleri. Y cuando sonó el timbre de salida, ya éramos trío.
A la semana siguiente, Maidana nos invitó a su casa; vivía a dos cuadras del colegio. Yo aproveché el momento de la merienda para mostrar mis dibujos. Hice como que buscaba algo en mi carpeta y dejé algunos a la vista.
—¿Eso lo hiciste vos? —me preguntó Maidana.
—Sí —respondí.
—¡Está re-copado! ¿Viste cómo dibuja Miguel, Nicolás?
Angeleri se acercó.
—Mirá qué loco… —dijo—. ¿Estudiaste dibujo?
—No. En la primaria nomás.
—Eso no cuenta. Yo también y no sé ni dibujar una casita… Aprendiste solo, entonces.
—Mi viejo dibuja. Algo me enseñó…
Maidana estaba fascinado.
—¡Qué buenos dibujos, loco!
Los miraba de lejos, de cerca; los torcía. De repente se entró a cagar de la risa.
—¿De qué te reís? —le preguntó Angeleri.
Maidana señaló uno de los dibujos.
—¡Se parece a la de historia! —dijo. Era un ogro con un garrote. Estaba aplastando a un duende—. ¡Así nos va a dejar si no estudiamos! Che, ¿te los imaginás vos o los copiás?
Siempre me preguntaban lo mismo.
—Me los imagino yo.
—A mí también me gusta dibujar, pero me sale todo deforme. —Se rió—. Vení que te muestro. Vos también, Nicolás, y de paso conocen mi pieza.
Era un cuarto bastante chico. Entraban la cama, una mesita de luz, un placarcito, y gracias… Sobre la cabecera de la cama había unos estantes con un par de historietas, libros de la escuela y algunos muñecos de He-Man. A uno le faltaban los brazos y a otro la cabeza. En las paredes tenía pegados unos dibujos, hechos con lápices de colores. Un Bart Simpson macrocefálico, un Pato Lucas que parecía una cigüeña negra, un travesti disfrazado de Jessica Rabbit, un pitufo con las manos y los pies enormes, y un animal extraño, parado en dos patas.
¿Qué será?, me pregunté. ¿Un oso? ¿Un perro?
—¡Con este te maté! —me dijo Maidana—. Si no te lo digo no lo adivinás… Es Alf… —Se rió—. ¿Viste qué mal que dibujo?
—No está tan mal. Tienen detalles de proporción nomás… Eso se arregla con la práctica.
—Vos me decís eso porque sos bueno… Además, yo no tengo paciencia como para ponerme a dibujar todos los días.
Después sucedió lo que yo temía.
—¿Te sale Bart Simpson?
—Si lo copio, sí…
—Si te doy la revista de donde yo lo copié, ¿no me lo hacés en una hoja de carpeta?
Pensé: Ni en pedo, pero le dije:
—Bueno.
—Ahora no, eh… Después, en tu casa, tranquilo… Lo quiero para usarlo de carátula. Iba a usar ese pero no me gusta; me salió muy cabezón.
Se rió.
Nunca se lo dibujé. Cada tanto me preguntaba si lo había hecho y yo le contestaba con alguna excusa.
—Yo me voy a hacer otro té. ¿Ustedes quieren?
Claro… Para eso se puso al lado de Angeleri; le está haciendo los cuernitos…
A la derecha de Tortonese está el Tano, carilindo, con el pelo largo y rubio. Los ojos medio cerrados, como forzando la vista; para mí que era medio miope. Nunca supe porqué le decían así. Si la mayoría tenía apellido italiano…
El Tano lo tiró a Angeleri por la ventana.
El Gato se había puesto a cantar un tema de Todos tus Muertos.
—¡Pogo! ¡Pogo! —gritó Lautaro.
Tortonese y Boglioli ni sabían de quién era el tema, pero se pusieron a poguear también. Maidana y yo estábamos sentados en nuestros bancos. Angeleri volvía del baño; el Tano lo agarró de la camisa y lo zamarreó.
—¡Pogo! ¡Pogo!
—¡Soltame, loco! ¡Me vas a romper la ropa!
—¡El que no hace pogo es un cheto puto!
—¡Soltame, te digo!
Tortonese y Boglioli ya se habían aprendido el estribillo. Lautaro se dio la cabeza contra la pared, pero siguió saltando. El Tano le cambió la letra a la canción.
—¡Cheto! ¡Cheto! ¡Puto!
—¡Me rompiste la camisa, forro!
—¡Cheto! ¡Cheto! ¡Puto!
En eso el Tano lo empuja y Angeleri atraviesa la ventana. Por suerte estábamos en planta baja. Yo lo vi caer en cámara lenta. Rompió el vidrio con la espalda, estiró la mano para sostenerse del brazo del Tano, alcanzó a agarrarle la manga del buzo con dos dedos. Después solamente le vi las piernas. ¿Se habrá clavado algún vidrio?, pensé.
Cuando la rectora entró corriendo, ya estaban todos sentados.
—¡¿Qué fue ese ruido?! ¡¿Qué está pasando acá?!
Afuera del aula, Angeleri se sacudía el vidrio de la ropa.
—¡Él me empujó! —dijo—. ¡Y me rompió la camisa!
—¿Cuál es su apellido? —preguntó la rectora.
—Di Gennaro —respondió el Tano.
—¿Es cierto eso? ¿Usted lo tiró por la ventana?
—Me tropecé y lo empujé sin querer.
—Bueno, venga y explíqueselo a la directora.
El Tano salió atrás de la rectora.
—Sos un buchón —dijo el Turco.
—¿Qué querías que le dijera? —preguntó Angeleri—. ¿Que me caí?
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