lunes, 28 de marzo de 2011

2

     Antes de que llegáramos a la esquina, nos alcanzaron.
    —¡Eh, cheto puto, no te vayas que te tengo que agradecer! —dijo el Tano. Angeleri lo miró—. Me diste un motivo para romperte esa nariz fea que tenés.
     De a poco, los pibes nos fueron rodeando.
     —¿Te rompí la camisita cheta, balinardo? —siguió el Tano.
     —¡No me toqués más la ropa, loco!
     —¡¿Qué está pasando ahí?!
     La rectora nos miraba desde la puerta de la escuela.
     —Acá no, Tano —dijo el Turco apoyándole una mano en el hombro—; hay que alejarse tres cuadras por lo menos. Si no, te pueden poner más amonestaciones.
     —¿Te bancás un mano a mano, cheto balinardo?
     —¿Por qué? Si yo no te hice nada, loco.
     —Me pusieron cinco amonestaciones y voy a tener que pagar el vidrio. ¿Te parece poco?
     —¡Vos me empujaste!
     —Cualquiera… Vos te caíste para adelante porque te pesa la nariz.
     Todos se rieron.
     —¿Entonces te comés los mocos, balín?
     Alguien hizo un chiste sobre los mocos.
     Angeleri estaba pálido y sus labios de mujer parecían más rojos.
     —No.
    Delante de mí iba el Tano y delante de él, un poco a la izquierda, Angeleri. ¿Por qué habrá aceptado?, me pregunté. Para hacerse respetar, seguramente, me respondí. Piensa que si no hace esto lo van a tomar de punto. Los comparé: el Tano era bastante más ancho que Angeleri. También era más culón. Qué culo grandote que tiene, pensé. En eso el Tano lo alcanza a Angeleri de un saltito y desde atrás le da dos trompadas en la mejilla, sin darle tiempo a reaccionar. La cabeza de Angeleri golpeó dos veces contra la pared.
     —¡¿Qué hacés, loco?! ¡Todavía no son tres cuadras!
     —Si querés, caminamos una más y te vuelvo a dar.
     Angeleri se agarraba la cara.
     —¿Querés más, balín?
     La mejilla se le había puesto roja.
     —No.
     —Entonces ya está.



     A Maidana también lo empezaron a tratar de puto, desde que eligió cursar música en vez de plástica. En la clase de música terminaron siendo todas mujeres, menos Maidana y Angeleri.
     —¿Pero vos no habías elegido dibujo, Nicolás?
     —Sí, pero ayer la vieja hija de puta le dijo a la directora que necesitaba por lo menos dos voces masculinas.
     —¿Por?
     —Por no sé qué mierda del canon, del registro del choto; no sé… La cuestión es que se le metió en la cabeza que quiere dos hombres para el coro.
     Maidana volvía de la cocina con las tazas de té.
     —Yo la entiendo —dijo—; para un coro necesitás distintos registros de voz. Si no, suena todo igual.
     Angeleri lo fulminó con la mirada. Me reí.
    —Bueno, che… Calmate; tampoco es para tanto…
    —Eso decís vos porque los pibes no te andan jodiendo con que sos puto. Además no me gusta música, loco; me parece una pelotudez…
     —Coman galletitas, che, que para eso están.
     —¿Y por qué tuviste que pasarte vos y no otro?
   —Vos te lo perdiste… La vieja es patética. Es una flaca esquelética con los pelos parados, toda llena de pulseras. La cuestión es que la vieja entra al aula con la rectora y la directora atrás, como si fueran los guardaespaldas.
     Angeleri se paró, juntó las manos y con voz aguda dijo:
     —Chicos, yo necesito por lo menos dos voces masculinas para el coro. ¿No hay ningún voluntario? ¿Solamente a este muchacho… Maidana, le gusta la música?
     Maidana se mataba de la risa.
     —¡Te sale igual, boludo!
     Después comprobé que era cierto.
     —Y nadie le contestaba, ¿no? Entonces intervino la directora.
     Angeleri torció la boca, se cruzó de brazos y dijo:
     —Chicos, les pedimos por favor un pequeño esfuerzo de voluntad.
     Maidana se agarraba el estómago. Yo también me reí; a esta sí la conocía.
     —Entonces la vieja, viendo que nadie iba a abrir la boca, dijo: «Vamos a hacer una cosa: voy a elegir al que más aptitudes tenga».
     —No me digas que los hizo cantar…
     —Sí, boludo, nos hizo cantar. Uno por uno.
     —¿Y?
     —¡Y yo le canté mal a propósito y me eligió a mí!
     Me reí.
     —¿Por qué habré faltado? ¡Mirá lo que me perdí!
     —No es gracioso, boludo…
     —¿Qué le cantaste?
     —Esa de me tiraste con el sifón de los Auténticos Decadentes.
     No podía parar de reírme.
     —¿A ver? Cantala.
     —No me jodás, boludo…
     Maidana intervino.
     —Lo que pasa es que la profesora le daba bola al caudal de voz. No importó que la cantaras mal.
     —El caudal de voz… Hablás igual que ella. Sos igual que la vieja conchuda.
    —No —dije—, para mí que la vieja pensó: «Pobre pibe, es un desastre; lo tengo que ayudar».
     Maidana se rió, como se reía él: a los gritos.
    —Yo no sé cómo te puede gustar música —le dijo Angeleri—. Eso del coro me parece para pelotudos.
     —Y bueno… A mí me gusta cantar. De chiquito quería ser cantante…
     Angeleri se mordió el labio inferior y meneó la cabeza.
     —¡Pero si ni siquiera escuchás música!
     —¡Sí que escucho!
     —Ah, ¿sí?… ¿Qué escuchás?
     —La radio.
     —Escuchar música es escuchar una música en especial, no la que venga.
     —A mí me gusta toda la música.
     —¡No te puede gustar toda!
     —Y me gusta cantar.
     Pegó un alarido.
     —¿Y no te importa que te traten de puto?
     —¿Por qué me va a importar? Si no soy puto. Che, coman galletitas que están flacos.

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