lunes, 3 de octubre de 2011

44

     Ya han pasado veinte años desde que terminé la secundaria. Ahora tengo una empresa. No sé de qué; no importa. Ayer puse un aviso en el diario solicitando un empleado. Hoy hay tres personas esperando en recepción. Una de ellas me resulta familiar. Es un sujeto calvo y encorvado. No puede decirse que sea gordo, pero tiene una panza prominente. Cuando paso a su lado, me saluda; parece sorprendido de verme. Le respondo con un movimiento de mi cabeza, aunque no tengo idea de quién pueda ser. Entro a mi oficina y me siento en mi escritorio. A través del intercomunicador le pido a mi secretaria que me traiga los currículums. Masi… Lacunza… Turco Greco. No puedo salir de mi asombro; parece diez años más grande que yo.
     «Haga pasar a Masi», le digo a mi secretaria.
     «El señor Turco Greco pide pasar primero. Dice que lo conoce.»
     «Usted no le haga caso; haga pasar a Masi.»
     Media hora más tarde, cuando ya he terminado de entrevistar a los demás, mi secretaria me pregunta:
     «¿Hago pasar al señor Turco Greco?»
     «No, todavía no. Primero tráigame un café.»
     Mientras tomo el café, leo el currículum del Turco. Cuando termino, lo hago un bollo y lo tiro al papelero.
     «Ahora sí: haga pasar a Turco Greco.»
     Entra con una sonrisa de oreja a oreja. Nos estrechamos la mano y con un ademán lo invito a tomar asiento.
     «Bueno…» Carraspeo. «A ver, Turco Greco, cuénteme un poquito… Vamos a tener que empezar de cero porque mi secretaria perdió su currículum. ¿Estudios secundarios?»
     El Turco titubea. Con una sonrisa me dice:
     «Los terminé con vos, boludo… ¿No te acordás de mí?»
     Finjo estar haciendo memoria. Después pongo cara de no saber y meneo la cabeza. El Turco se empieza a sentir incómodo.
     «Turco Greco… El Turco…»
     Se señala a sí mismo con ambas manos. Así se queda por unos segundos mientras lo miro sin decir una palabra.
     «Aaaaah, el Tuuurco…», digo finalmente.
     Cuando escucha esto, se ríe aliviado.
     «Te acordaste…», me dice.
     Asiento con la cabeza.
     «Le dije a tu secretaria que te conocía… ¿No te dijo nada?»
     Niego con la cabeza.
     «Che, qué buena secretaria…», dice bromeando. «Primero me pierde el currículum, después no te pasa mis mensajes…»
     Sonrío. Por un rato nos quedamos en silencio.
     «Qué increíble, ¿no?…», me dice. «Lo que es la vida…»
     «Lo que es la vida…», repito.
     «Che, no cambiaste nada, hijo de puta… Parecés el mismo de hace veinte años…»
     Me mira esperando una respuesta. Le sonrío y continúa.
     «Yo no puedo decir lo mismo.»
     Se palmea la pelada y se ríe. Yo también me río, pero de él.
     «Bueno», me dice, «te cuento…».
     Lo interrumpo con un ademán.
     «Lo que le voy a pedir es que, al menos acá, me trate de usted.»
     Me mira sorprendido.
     «¿Sabe lo que pasa?», prosigo. «Esta es una empresa seria y no quiero que después se ande diciendo que hago diferencias entre los empleados.»
     «Pero estamos solos…»
     Me inclino sobre el escritorio y con un gesto le pido que se acerque.
     «Las paredes oyen, Turco Greco… Las paredes oyen…»
     El Turco mira hacia los lados con extrañeza. Después me sonríe con complicidad y dice:
     «¡Como usted quiera!»
     «Bueno, ahora sí… Cuénteme.»
     Se aclara la garganta y me cuenta lo que hizo de su vida desde la última vez que nos vimos. Cuando terminamos la secundaria, se anotó para hacer la carrera de administración de empresas. No pasó del CBC. Se cambió entonces a turismo y hotelería, pensando que le iba a ser más fácil, pero el resultado fue el mismo. «¿Por qué no estudiás para ser profesor de educación física, vos que tenés aptitudes?», le dijo el padre. A pesar de su buen estado físico —«El de aquella época», dice riéndose—, tampoco logró terminar esta carrera por su falta de disciplina. «¿Vos qué te pensás? ¿Que con correr y hacer flexiones te va a alcanzar?», le decía el padre. «¡No señor! ¡Para ser profesor de gimnasia también hay que estudiar!» Quiso hacer un curso de electricidad, pero sus padres ya se habían cansado y lo mandaron a laburar. Durante los años siguientes trabajó de: canillita, repositor de supermercado, heladero, repartidor de pizza y ayudante de cerrajero. Finalmente, consiguió un trabajo de cadete en una empresa. Con el correr del tiempo fue aprendiendo algunas tareas administrativas y le terminaron asignando un puesto de oficina.
     «Con ese laburito me las rebuscaba bastante bien, pero hace unos años la empresa quebró. Y desde aquel entonces estoy sin laburo. Con la edad que tengo nadie me quiere tomar… Pero esta mañana le dije a mi señora: “Verónica, tengo un presentimiento… Me parece que hoy consigo algo”.» Sonríe. «Y acá estoy…»
     Me mira esperando alguna reacción de mi parte. Como no la obtiene, empieza a sentirse incómodo otra vez. Durante un minuto me quedo en silencio, mirándolo fijo. Por cada segundo que pasa, su cuerpo parece encorvarse más. Finalmente, suspiro y le digo:
     «Es una pena, Turco Greco: la persona que estamos buscando tiene que tener conocimientos de contabilidad.»
     «Pero mire que aprendo rápido, eh…»
     Niego con la cabeza.
     «No es tan fácil…»
     «¿Y algún otro puesto?»
     Pongo cara de circunstancia.
     «Lamentablemente, en este momento estamos completos.»
     «De lo que sea, eh… No hace falta que sea administrativo; puede ser de cadete, por ejemplo.»
     «Tenemos cinco.»
     «¿De limpieza?»
     «Tenemos tres.»
     «Algún puestito tiene que haber… Aunque sea por unos meses, hasta que consiga otra cosa… Tengo que darle de comer a los pibes…»
     «¿Sabe lo que pasa, Turco Greco? Yo me acuerdo perfectamente de la clase de persona que era usted. Y no creo que haya cambiado.»
     Por un rato se queda boquiabierto.
     «No puedo creer que me guarde rencor por cosas que hice hace veinte años…»
     «No es rencor, Turco Greco; es prudencia. Como le dije anteriormente, esta es una empresa seria. No puedo arriesgarme a tomar a una persona como usted.»
     «Eran cosas de chicos, Miguel…»
     «¿Qué pasa? ¿Ya no me llama Ortigaaarcha, Olicachuuucha?…»
     «Miguel, por favor…»
     «No me llame por mi nombre de pila; llámeme por mi apellido.»
     De pronto se pone pálido.
     «¿Eh?»
     «Que me llame por mi apellido.»
     El Turco traga saliva.
     «Olarti… coo…»
     Mueve la boca buscando la letra que sigue. Parece al borde del llanto. Disfruto del espectáculo por unos segundos y después señalo la puerta.
     «Por favor… Retírese.»

No hay comentarios:

Publicar un comentario