Llegamos a lo de Caferri y atravesamos la tranquera. Benzaquén, Javier y Fiorentino jugaban a la pelota delante de la casa. Cuando lo vieron a Maidana, se sonrieron.
Nos estrechamos las manos.
—¡Pero qué categoría, Maidana! —dijo Benzaquén.
—¿Viste? —dijo Boglioli—. Este tiene razón. —Lo señaló a Lautaro—. Al lado suyo vamos a parecer unos crotos…
—Cierto, Maidana —dijo Fiorentino—. Estuviste flojo… Nos tendrías que haber pegado un tubazo y veníamos todos iguales…
—Eso le decía yo —dijo Lautaro.
—Nos veníamos todos de elegante espor —siguió Fiorentino—. ¿Elegante espor se llama lo que tenés puesto?
Maidana puso cara de no saber. Javier se tentó y se dio vuelta para disimular.
—Yo te iba a decir de jugar a la pelota —dijo Benzaquén—; pero así como estás vestido, yo te diría que no… A ver si se te mancha la camisa… A vos, Olarticoncha, ni te pregunto. ¿Ustedes no se prenden con un fulbacho?
—¿Qué fulbacho? —dijo el Tano—. Yo quiero morfar…
—Pero todavía no está el asado…
—Recién lo puso el viejo.
El Tano empezó a caminar hacia la casa.
—Algo tiene que haber —dijo—. Seguro que la Gorda tiene algún sánguche debajo de la almohada.
Algunos se rieron.
Lautaro se quedó jugando a la pelota; los otros cuatro entramos a la casa.
—«Por dentro es mujer», le dice la mina. Y este hijo de puta le dice: «¿Qué, tiene útero y esas cosas?».
Fernández y Mendoza se mataban de la risa. Tortonese iba a seguir con la anécdota, pero lo vio a Maidana.
—Uh, no… Pará que acabo de ver algo que me mató… —dijo. Se levantó del sillón y vino hacia nosotros—. Nooo, chabóoon… Mirá cómo te viniste… —Se estrecharon la mano—. Sos un fenómeno, Maidana. Ya te la levantaste.
Maidana sonrió con desgano y desvió la mirada.
—Hay gente que dice que la imagen no importa —prosiguió Tortonese—, pero yo por experiencia te digo que sí. Y cuando Mikaela te vea vestido así, se muere…
—Cae rendida a tus pies —dijo Boglioli.
—Che, ¿y la Gorda? —preguntó el Tano.
—En el fondo —respondió Fernández—. Ayudándolo al viejo con el asado.
—¿Y hay alguien más?
—Algunas de las minas.
—Mikaela, por ejemplo… —dijo Tortonese, y le palmeó el hombro a Maidana.
—¿Hay algo para morfar?
—No, todavía no —dijo Fernández—. Si querés, podés tomar coca.
El Tano chasqueó la lengua y se sentó.
Tortonese y Olivera siguieron contando la anécdota de las putas. Cada tanto me pedían que corrobore algo o me hacían alguna pregunta. Después los pibes se pusieron a hablar del tiempo.
—No vamos a poder ver si la Gorda tiene el culo caído —dijo Mendoza.
El Tano puso cara de hastío.
—Cómo joden con el culo de la Gorda, eh… —dijo—. ¿Por qué no le piden que lo muestre y se dejan de romper las pelotas? —Levantó la voz—. ¡Che, Caferri!
—Pará, boludo…
El Tano se reía.
—¡Caferri!
—Callate, tano hijo de puta…
Caferri se asomó por la puerta.
—¿Sí?
—Sos un zarpado… —dijo Fernández por lo bajo.
—¿Cómo andás, Caferri? —dijo el Tano.
—Bien. ¿Y vos?
—Bien.
—¿Qué necesitabas?
—Acá los pibes te quieren pedir algo, pero no se animan. Así que te lo voy a pedir yo.
Algunos se habían puesto colorados.
—¿Qué?
—¿No habrá algo para ir picando hasta que se haga el asado?
Caferri pensó.
—Pará que le pregunto a papá.
Se fue y Tortonese se entró a cagar de la risa.
—¡Qué hijo de puta!
—Cómo se les frunció, eh… —dijo el Tano.
—Te creés re-vivo, ¿no? —dijo Boglioli.
—La cara que pusieron… —dijo Tortonese—. Fue mortal…
Se siguió riendo hasta que Caferri volvió.
—Papá va a cortar unos salamines y unas rodajitas de pan, y vamos a hacer unos mates. ¿Les parece?
—Bárbaro…
—¿Ustedes tampoco trajeron bolsa de dormir?
Negamos con la cabeza.
—Che, al final no sé para qué digo las cosas… Los únicos que trajeron bolsa fueron Macarena y Fernández. Con los colchones y los almohadones no va a alcanzar para todos.
—Y bueno, Caferri, de última no dormimos…
—¿Vienen, entonces?
—Vamos.
—Yo paso al baño —dijo Maidana—. Ustedes vayan yendo si quieren.
—Te esperamos, boludo… —dijo Tortonese.
Cuando Maidana se fue, los pibes se rieron por lo bajo.
—Qué aparato…
—¿Cómo te vas a vestir así?… Qué hijo de puta…
—¿Qué se pensó? ¿Que veníamos a un casamiento?
—Y… Debe ser la primera fiesta a la que va en su vida…
—Che… Mucha camisita, mucho peinadito, pero no fue capaz de sacarse los bigotes de Cantinflas…
—Y encima ese corte de pelo lo hace más cabezón.
—Cómo nos vamos a cagar de la risa…
—Espero que Mikaela se aguante y no se le ría en la cara…
Al rato Maidana volvió del baño. Se había mojado el pelo y se había vuelto a peinar.
—¡Qué pinta! —exclamó Tortonese—. ¡Te falta el sombrero y sos Gardel!
—Te quedó bárbaro con el agua —dijo Boglioli—. Perdoname que te haya despeinado, eh…
—Todo bien —dijo Maidana.
Tortonese le apoyó una mano en el hombro.
—Se muere Mikaela… Se muere…
Junto a la parrilla había dos mesas: una larga que siempre había estado ahí y una más chica que habían traído del comedor. Algunas de las pibas estaban sentadas charlando. Busqué a Mikaela con la mirada, pero no la encontré por ningún lado.
El padre de Caferri terminaba de cortar los salamines. Se metió la última rodaja en la boca y nos saludó.
—¡Sigue cayendo gente al baile! —dijo. Lo vio a Maidana—. ¿Y este? ¿Qué te pusiste en la cabeza, pibe? ¿Gomina? ¡Parecés Carlitos!
Algunos de los pibes se rieron. Algunas de las chicas también. Maidana sonreía y miraba el piso.
—Esa no es pilcha pa’ comer un asado… Te vas a manchar la camisa…
Maidana no supo qué contestar.
Nos pusimos a tomar mate. En un momento vi que Tortonese le tocaba el brazo a Maidana y señalaba algo. Miré en esa dirección. A unos metros, junto a la cerca, estaban Pasco y Mikaela. La luz del atardecer les daba un tono violáceo.
—¡Dame, boludo!
Lo vimos aparecer a Lautaro. Había rodeado la casa corriendo. Detrás de él venía Javier. Lautaro llegó hasta la parrilla y tiró algo a las brasas.
—Para el fuego, señor…
—¡No, boludo!
Javier se acercó a la parrilla con intención de meter la mano.
—¡Pará, pibe! ¡No te vayás a quemar! Pará que te lo saco yo…
Con la pala del carbón, el padre de Caferri sacó un papel encendido. Lo tiró al suelo y lo pisoteó. Lautaro se reía.
—¿Era un papel importante?
Como Javier no respondía, el padre de Caferri lo miró a Lautaro.
—No, era una boludez…
—¿Qué era? —preguntó Fernández.
—La planillita.
Los pibes se cagaron de la risa.
—Nooo…
—¡Se acabó la planillita, Mandibulón!
Javier miraba el papel chamuscado.
—¿La habías traído hasta acá? —le preguntó Mendoza.
—La tenía toda dobladita en el bolsillo —dijo Lautaro—. Con la birome y todo.
—No podéees…
—Lo tengo que anotar, lo tengo que anotar… —dijo el Tano con voz de mogólico, y todos los pibes se rieron.
—Qué forros que son… —dijo Javier.
—Lo hice por tu bien, Javi —dijo Lautaro—. Tenés que madurar…
—¡Si no, no la vas a poner nunca, Mandibulón! —exclamó el Tano.
El Gato acababa de llegar y miraba la escena con expresión divertida.
—¿Qué pasó?
—Lautaro tiró a la parrilla la planillita de Javier —dijo Olivera.
El Gato se rió.
—Es esa que está ahí —dijo Mendoza—. Mirá.
—Nooo…
—¿A ver? —dijo Boglioli. Levantó el pedazo de papel—. Todavía se lee algo, Javier… «A remera se ientes por que nito chupa te vas en.» Y del otro lado: «Te ten a orto en la puer en los me suel es do». Guardala, boludo…
Javier no le respondió; se dio vuelta y se fue a sentar a la mesa.
El Gato y el padre de Caferri se estrecharon la mano.
—Ah, vos sos el que no se peina…
El Gato sonrió.
—¿Y por qué no te peinás? ¿Hiciste una promesa?
—No… Es que no me dan ganas…
—¡Uh, vos sos el de Racing!… ¡Mirá que si esperás a que salga campeón, te vas a quedar pelado!…
Todos se rieron.
Los que estaban alrededor de la parrilla se pusieron a hablar de fútbol con el padre de Caferri. Me alejé de ellos y me fui a sentar con los que estaban en la mesa.
—Pero se van a avivar, boludo… —estaba diciendo Tortonese—. Primero se cae la de lengua, después se cae la de cívica… Obvio que la silla la pusimos nosotros…
—Entonces hay que hacerle otra cosa —dijo Mendoza.
—¿Se te ocurre algo? —preguntó Olivera.
Mendoza se puso a pensar.
—No sé… —dijo—. Ponerle una cáscara de banana… Algo así…
Algunas de las chicas lo miraron con cara de «Qué boludo…».
—Ves muchos dibujitos vos… —dijo Tortonese—. La onda es que no se den cuenta de que es una joda. ¿Qué les vas a decir? «Ah, no sé… La cáscara estaba ahí cuando llegamos…»
Algunos se rieron. Fernández intervino.
—O si no: «Cayó del techo». —Me señaló—. Como le dijo este hijo de puta a la de geografía…
Todos se rieron.
—¿Te acordás?
—Qué hijo de puta… —dijo Javier, que ya estaba mejor de ánimo.
Me di cuenta de que todas las chicas me estaban mirando.
—Cuando uno no te conoce, te ve tan calladito y piensa: «Qué chico tan bueeno… Es un santo» —me dijo Bresciani.
—Sí… Hasta que abre la boca… —dijo Tortonese, y algunos se rieron.
Me empecé a sentir incómodo; no me gustaba ser el centro de la conversación.
—Como el día que nos cagó a pedos la directora porque se había quejado la de matemática —le dijo Mendoza a las chicas—. Ustedes se lo perdieron…
—Esa fue mortal…
—La directora nos estaba diciendo: «No puedo jugar a empujar. No puedo jugar a pegar. No puedo jugar a escupir». Y este hijo de puta dice: «Usted no puede, nosotros sí».
Todos se rieron.
—¿Eso le dijiste? —me preguntó Caferri.
—No, a ella no se lo dije…
—No, lo dijo murmurando… Pero nosotros no nos pudimos aguantar y nos cagamos de la risa…
—A veces en la clase se manda cada una —dijo Tortonese— que yo me tengo que morder la lengua para no reírme.
—¿Siempre fuiste así de callado? —me preguntó Onzari.
No supe qué responderle.
Vi que Tortonese le pateaba el pie a Maidana y señalaba hacia delante con un movimiento de la cabeza. Pasco y Mikaela se acercaban a nosotros.
Mendoza se había quedado colgado con lo de la profesora de cívica.
—¿Y si le ponemos tachas en la silla? —preguntó.
—También, boludo… —dijo Tortonese—. Se van a dar cuenta… No pueden estar ahí de casualidad…
—¿Pero vos te pensás que la de lengua no se dio cuenta de que la silla la habíamos puesto a propósito?
—Sí, se dio cuenta, pero no tiene manera de probarlo. Hay muchas sillas rotas. ¿Pero lo de las tachas cómo lo explicás?
—Se re-dio cuenta —intervino Bresciani—. ¿No viste cómo nos miró?
—Sí —dijo Onzari—. Quedamos re-mal…
—A mí me dio una pena… —dijo Maradona—. Justo ella que es tan buena…
Los pibes se defendieron.
—Nosotros no se la pusimos a ella. La idea era que se sentara la otra hija de puta…
—¿Cómo íbamos a saber que se iba a pasar cuarenta minutos parada?
—Cuarenta minutos… Qué hija de puta…
—Igual —dijo Bresciani—, se re-zarparon… Imaginate que se sienta la de cívica, cae mal y se desnuca…
Tortonese chasqueó la lengua.
—Qué exagerada…
Pasco y Mikaela llegaron hasta nosotros.
—Hola a todooos… —dijo Mikaela. Lo vio a Maidana y sonrió—. Qué elegancia…
Maidana sonrió y bajó la vista.
—Nosotras ya venimos —dijo Mikaela, y entró a la casa junto con Pasco.
Tortonese le palmeó la espalda a Maidana. No llegué a escuchar lo que decía.
Mientras comíamos, se largó a llover. Pudimos quedarnos afuera porque estábamos protegidos por un techo. En un momento el padre de Caferri se fue a buscar algo a la cocina y el Gato aprovechó para mancharle la camisa a Maidana. Se le paró detrás y le dejó caer encima un chorizo cubierto de chimichurri. Cuando Maidana se dio vuelta, lo encontró con el pan vacío en la mano.
—Uuuh, perdonáa…
Maidana se miraba la camisa y parpadeaba. Algunos de los pibes estaban tentados. El Gato meneaba la cabeza.
—Es re-resbaladizo este chimichurri…
—Tomá, Maidana —dijo el Turco ofreciéndole unas servilletas de papel. Maidana las agarró sin dejar de mirar la mancha.
—Qué bajón, boludo… —dijo el Gato—. Si no sale te compro una, eh…
—Todo bien —dijo Maidana.
El padre de Caferri volvió de la cocina.
—¿Qué pasó? Uuh, la camisa de Carlitos… Te dije, pibe, que no era ropa para comer asado… Más que eso no va a salir, eh… Si querés que salga con el lavado, ponele un poco de sal.
Mendoza agarró un salero y derramó la mitad del contenido sobre la ropa de Maidana.
—¡¿Qué hacés, pibe?! Con cuidado… «Un poco de sal», dije…
—Perdón…
—Sos medio boludito, che…
Algunos se rieron.
Más tarde, Fernández trató de volcarle cerveza encima, pero le salió mal. La botella rodó hacia un costado y el que se mojó fue Mendoza.
Después de la cena, el padre de Caferri se fue a lo de un vecino.
—Bueno, ahora los dejo solos, che —nos dijo antes de irse—. Diviértanse. Cualquier cosa me llaman.
Abrió la puerta; todavía llovía.
—No chupen mucho, eh… —Hizo el gesto de ojo y sonrió—. No chupen mucho que hay que guardar para mañana…
Algunos se rieron. Él se cubrió la cabeza con un diario y salió trotando.
—Copado tu viejo —dijo alguien.
Caferri sonrió y asintió con la cabeza.
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