martes, 10 de enero de 2012

55

     Cuando llegué a la puerta de la casa, Maidana atravesaba la tranquera. A un costado del camino estaba Boglioli vomitando; Benzaquén y Fernández lo sostenían. Lloviznaba.
     Pisé la calle, vi que doblaba la esquina. Corrí unos metros y resbalé. Aplasté a un sapo con la mano. Me levanté, seguí corriendo. Me limpié la mano en el buzo.
     Me había sacado como una cuadra de ventaja. Me sorprendió que corriera tan rápido.
     Debe ser que yo corro lento.
     Pensé en el profesor de gimnasia.
     Hay que hacer alguna actividad física también…
     Las Camelias, Las Azucenas, Las Gardenias… Ya no podía respirar.
     Me detuve y miré cómo se alejaba hasta perderse de vista. Después de recuperar el aliento, empecé a caminar. Supuse que lo encontraría en la parada del colectivo. Rogué que no se hubiera perdido.
     Antes de llegar a la ruta, algo entre los árboles me llamó la atención. Me sequé los anteojos para ver mejor. Era él. Estaba parado de espaldas a mí. La luz mortecina de un farol resaltaba el blanco de su camisa.
     A unos metros escuché que hablaba solo y me detuve. Traté de entender lo que decía. No lo logré hasta que me acerqué un poco más.
     —Perdoname, mamá… Perdoname, mamá… Perdoname, mamá…
     Me quedé parado sin saber qué hacer, escuchándolo repetir lo mismo una y otra vez. Después de un rato, se dio vuelta y me miró como si ya supiera que yo estaba ahí.
     —No voy a volver a la fiesta…
     Sus ojos estaban hinchados por el llanto.
     —Yo tampoco, Cristian. Nos vamos.
     Por unos segundos nos quedamos en silencio.
     —Tenías razón, Miguel; no tendría que haber venido… —dijo. Su rostro se descompuso y empezó a llorar de nuevo—. ¿Por qué me tiene que pasar todo? —Entreabrió la boca en una mueca de dolor—. ¿Por qué se tuvo que morir mi mamá?
     Un hilo de baba se deslizó por su mentón y cayó en la punta de su zapato. Se tapó la cara y lloró más fuerte. Parecía que reía. Di unos pasos hacia él, vacilé. Lo abracé con fuerza y apoyó su frente en mi hombro. Me dieron ganas de llorar a mí también, pero me contuve. Nos quedamos así hasta que se calmó.
     —Estoy todo sucio…
     Tenía la voz ronca.
     —En la ruta hay una estación de servicio. Vamos allá y te limpiás. 
     A mitad de camino tuvimos que hacer un alto para que cagara junto a un árbol.
     El único empleado de la estación de servicio era un tipo de unos treinta años. Tomaba mate escuchando la radio. Le pregunté si podíamos pasar al baño y asintió silenciosamente. Maidana entró a uno de los sanitarios, yo me quedé junto al lavabo. Desde donde estaba, podía verle los pies. Vi que se quedaba quieto y me preocupé.
     —¿Estás bien?
     Tardó unos segundos en responder.
     —No sé por dónde empezar…
     Dudé.
     —¿Necesitás que te ayude?
     Dudó.
     —No, dejá…
     Cortó un pedazo de papel higiénico y se quedó quieto otra vez. Sospeché lo que pasaba.
     —¿El calzoncillo está muy manchado? Disculpá que te pregunte…
     —Sí, mucho.
     —Hacé una cosa: sacátelo y dejalo atrás del inodoro.
     Dudó.
     —¿Te parece?
     —Sí, así es más fácil.
     —Pero es un asco…
     —No importa, Cristian; lo importante es que te limpies.
     Al rato se empezó a mover. Vi cómo se subía los pantalones, después cómo los dejaba caer.
     —No sé cómo hacer…
     —Dejame que te ayude; yo te saco las zapatillas.
     —Bueno… Esperá…
     Se subió los pantalones y abrió la puerta del sanitario. Se había puesto colorado. Hinqué la rodilla en el piso, me invadió el olor a mierda. Le saqué las zapatillas y las dejé al lado del inodoro.
     —Listo.
     —Gracias —me dijo con voz temblorosa.
     Justo cuando cerró la puerta, entró el empleado. El corazón me empezó a latir con fuerza. Me crucé de brazos y me quedé donde estaba: entre el tipo y el sanitario de Maidana.
     Por Dios… Que no vea que está descalzo…
     El tipo me saludó con la cabeza y abrió la canilla para lavarse las manos. Me pareció que me miraba con desconfianza.
     Debe pensar que somos putos.
     —¿Todo bien? —me preguntó mientras se secaba.
     —Todo bien —le respondí.
     Colgó la toalla, me volvió a saludar con la cabeza y se fue.
     —Pobre hombre… —dijo Maidana cuando ya nos alejábamos de la estación.
     —No pienses en eso —le dije.
     Antes de llegar a la esquina, escuchamos que nos gritaba.
     —¡Eh!
     Salimos rajando. Enseguida nos dimos cuenta de que no nos seguía, pero preferimos caminar unas cuadras más y esperar el colectivo en la otra parada. En el camino Maidana vomitó; se ve que correr le había hecho mal. Después se puso a temblar. Recién ahí me di cuenta de que se había dejado el pulóver en lo de Caferri. Le tuve que insistir para que se pusiera mi buzo.
     Al costado de la ruta, un perro muerto; las costillas al aire. Mostraba los dientes como queriendo morder. Otro perro, flaco y sarnoso, trataba de arrancarle un pedazo de carne. Pasamos a su lado. Levantó la cabeza y nos siguió con la mirada.
     Cinco minutos después viajábamos en el colectivo. Por suerte vino rápido, pensé. Maidana iba mirando por la ventanilla; podía ver su cara reflejada en el vidrio. En un momento cerró los ojos. Pensé que se había dormido pero empezó a hablar, como si lo hiciera para sí mismo.
     —Era re-linda mi mamá… Tenía el pelo laaargo… Le llegaba hasta la cintura. Yo a veces la peinaba. Ella se sentaba en la cama y yo me paraba detrás. Me encantaba peinarla… —Se quedó callado unos segundos—. Yo la hacía reír mucho a mi mamá… —La voz se le quebró—. ¿Por qué? ¿Por qué se tuvo que morir?
     Se tapó la cara y empezó a llorar en silencio; su cuerpo se sacudía. Le apoyé una mano en la espalda, la otra en un brazo.
     —Yo le había hecho un dibujo para que se cure… Toda la noche lo estuve haciendo… Y cuando llegamos al hospital, se había muerto…
     El llanto no lo dejó continuar. Recién después de unos minutos logró recomponerse.
     —Yo me di cuenta de que se había muerto, por la cara de mi tía… —De repente cerró los ojos y frunció el ceño—. Me siento mal…
     Apenas terminó de decirlo, se arqueó y vomitó sobre mi zapatilla. El colectivo se detuvo. Levanté la vista; el chofer nos miraba por el espejo retrovisor.
     —¿Qué pasó, pibe?
     No supe qué responderle.
     —¿Está en pedo?
     —No, está descompuesto…
     El tipo se me quedó mirando. Al rato escuché que la puerta se abría.
     —Bájense.
     Como no reaccionábamos, se dio vuelta y agregó:
     —¿Sabés lo que pasa, pibe? Después el bondi lo tengo que limpiar yo…
     Lo miré a Maidana. Ya se estaba incorporando.
     —¿Podés?
     Asintió con la cabeza.
     —No se preocupen; el que viene atrás mío pasa en quince minutos más o menos.
     Nos bajamos. Todavía lloviznaba.
     ¿Cuándo se termina la noche?
     —Yo le había prometido a mi mamá que nunca iba a tomar… —dijo Maidana.
     Me pregunté si creería que la diarrea le había agarrado por el alcohol. Pensé en contarle lo del laxante. Preferí no hacerlo.
     Hasta que vino el otro colectivo, pasó más de media hora. Quince minutos… Qué hijo de puta… Llegamos a Vicente López a eso de las cuatro. Maidana no quería volver a su casa hasta que el padre no se fuera a trabajar. Le ofrecí que viniera a la mía, pero rechazó la invitación; le daba vergüenza que mi familia lo viera en el estado en que estaba.
     —Dale, boludo… Si están durmiendo…
     —No, por favor…
     Dejé de insistir porque parecía a punto de llorar. Le pregunté qué iba a hacer. Me respondió que se iba a quedar en la plaza de la estación Florida hasta que se hiciera la hora. Lo acompañé. Él se tiró a dormir en el pasto, yo me senté al lado suyo. Así nos quedamos hasta que amaneció.
     Lo miré. La camisa sobresaliendo por debajo de mi buzo; los zapatos y las botamangas cubiertos de barro. Dormía con la boca entreabierta. Ya no hacía falta que Boglioli lo despeinara.
     Me miré a mí mismo. La zapatilla vomitada, la mano manchada con mierda. Me pregunté en qué momento me la habría ensuciado.
     Levanté la vista y miré alrededor. El puesto de diarios, el quiosquero fumando pipa. Sobre uno de los bancos, un viejo durmiendo. La calesita. Un Pluto sin orejas, una foca azul, un Dumbo despintado. De una casa salió una señora; nos vio y frunció el ceño. Llegó un tren. La bocina me sobresaltó.
     Lo volví a mirar. A pesar del ruido, dormía profundamente. De no ser por el movimiento de su pecho, habría pensado que estaba muerto.
     Me desperecé, miré el cielo. El horizonte empezaba a teñirse de anaranjado. Prometía ser un día hermoso.
     Al final sí se lo van a poder ver.

2 comentarios:

  1. "Mi nombre es Guybrush Threepwood, ¡y quiero ser pirata!"

    Desde luego, el ejercicio, cuanto más limitadas sean las plazas, más difícil es realizarlo, sobre todo a la hora de sustituir relaciones personales por utilidades propias. Ahí reside el verdadero valor que damos a la vida de los demás, pues si en el caso de un búnker salvamos a un médico para dejar a nuestro amigo... ¿no estamos degradando al médico como simple herramienta por debajo de una relación humana entre dos individuos que han compartido momentos juntos? Ahí es cuando el verdadero dilema de la supervivencia entra en vigor. Son ejercicios simples que de verdad pueden causar un dolor de cabeza.

    Sobre ese pequeño relato: lo leeré cuando tenga más tiempo. De todas formas, yo también me dedico a escribir relatos cortos.

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  2. "¡Llevarás mi espada como si fueras un pincho moruno!"

    Igualmente, yo elegí a las diez personas entre mis relaciones personales. En todo caso, de la medicina y las otras ciencias pueden dedicarse unos robots que pondríamos ahí para tal fin. Jajaja... Un dolor de cabeza menos.
    Más dolores de cabeza me causaba el hecho de que puedo elegir a diez personas, pero no a las personas que elegiría cada uno de esos diez. De modo que muchos de ellos perderían familiares, parejas y amigos. Y, puesto a seguir jugando, me pregunté si el resto del grupo sabría que yo era el que había hecho la selección.
    Decidí que no. Así y todo, la situación me incomodaba: vería todas las noches a esta gente llorando por sus allegados muertos, sabiendo que fui yo el que decidió quién sobreviviría y quien no.
    Fue un entretenimiento especulativo que duró un viaje a pie.

    ¡Saludos y gracias por pasar!

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