lunes, 11 de abril de 2011

6



     A la derecha de Lezcano está Ibarra, pálida y vestida de negro. Le decían la Muerta. Creo que nunca le oí una palabra.
     Al lado de ella está Caferri. Es gordita pero atractiva. Igualmente nunca me gustó porque era muy forra.



     Faltaban quince minutos para entrar al colegio. Estábamos en la esquina, sentados en el cantero de una casa. Una vieja iba pidiendo, puerta por puerta. Caferri dijo algo por lo bajo. No sé qué habrá sido, pero la vieja lo escuchó y se puso como loca.
     —¡¿Y vo te miraste al espejo, pendeja de mierda?!
     Cuando escuché el grito, dejé de dibujar en la zapatilla.
     —¡Gorda chupapija! ¡Eso es lo que so vo! ¡Te pintaste la boquita para eso: para chupar pija!
     Caferri sonreía pero miraba el piso.
    Con la vieja venían dos nenes. Uno tendría unos tres años y el otro unos seis. El más chiquito tenía una manzana mordida en la mano y lloraba, el otro se reía.
     —¡Putita reventada! ¡Eso es lo que so vo!
     Me extrañó que los dueños de la casa no salieran a quejarse.
     —¡La concha así debé tener vo! ¡Gorda puta!
    El nene de seis repetía lo que decía la vieja y se cagaba de la risa. El otro se fue corriendo para el lado de la Avenida San Martín.
     Al lado mío estaba Tortonese, con el pie descalzo.
     —Uh, está re-loca la vieja…
     Al lado suyo estaba el Tano. Fumaba un pucho y sonreía.
     —¿Qué pasa, señora? ¿Por qué no sigue trabajando?
     —¡¿Y vo qué te meté, rubio putito?!
     El Tano se rió.
     —¡Vo no te vas a reír de mí, pendejo de mierda! —le dijo la vieja.
    Gritó tan fuerte que del sobresalto se me cayó el CD de la falda. Por suerte Javier lo atajó antes de que cayera al piso. Tortonese me había pedido que le dibujara el logotipo de Motörhead en la punta de la zapatilla.
     El Tano se seguía riendo.
     —¡Antes de hablarme comprate dientes! —dijo.
     Todos se rieron.
    —¡Ah! ¡Son todo vivo, eh! ¡Ahora van a ver! ¡Voy a buscar a mi hijo para que les rompa bien el culito!
     —¡Uh, qué miedo! —dijo el Tano—. ¡Esperá que me pongo vaselina!
     —¡Ahí viene! ¡Vo seguí riéndote, rubio puto!
     De la esquina venía un tipo con el nene de tres años a upa. Todavía tenía la manzana en la mano.
     —¡Les va a romper el culito!
   Salimos todos corriendo. Estaba por llegar a la puerta del colegio y lo escuché a Tortonese.
     —¡Esperame, Olarticoncha!
     Venía saltando en una pata, con la zapatilla en la mano.
     ¿Por qué hace eso?, me pregunté. ¿Para no mancharse la media?
     Es para hacerse el loco, me respondí.
     Se cagaba de la risa.
     —¡Qué vieja pirada!
     Entramos. Los pibes todavía se reían.
     —¡Antes de hablarme comprate dientes!
     —¡Ya va la segunda que tenemos que salir corriendo por tu culpa, tano hijo de puta!
     El Tano se reía.
     Javier me apoyó una mano en la espalda.
   —¿Viste que la semana pasada nos rateamos? Bueno, nos fuimos a Saavedra, a los videojuegos. En un momento, con el Tano, nos fuimos a ver si en la rockola había algún disco interesante.
     —Sí, porque estaban pasando una música de mierda.
     —¿Qué te pasa con los Redondos, rubio putito? —dijo Fernández.
     Todos se rieron.
     —Bueno, dejen que le siga contando… Como en la rockola no había nada que valiera la pena, volvimos con los pibes.
     —¿Cómo nada que valiera la pena, loco?
     —Dale, boludo, dejame seguir que ya vamos a tener que entrar al aula…
     —Entremos más tarde… Si la de matemática es una pelotuda…
     —Entonces volvimos con los pibes y justo en ese momento se termina el tema de los Redondos y empieza a sonar uno de Guns N’ Roses.
     —De Aerosmith —dijo alguien.
     —¿Qué importa de quién era el tema?… La cosa es que estábamos jugando y en eso se nos acerca un negro cabeza y nos pregunta: «¿Ustede sacaron el disco de lo Redondo, loco?». Nosotros le dijimos que no, pero el negro insistía. «Ustede me sacaron el disco de lo Redondo, loco; yo lo había puesto entero.»
     —Qué negro boludo…
    —Y el negro insistía, insistía… Y nosotros le tratábamos de explicar que si ponés un disco en la rockola, hasta que no se termina no podés poner otro tema. «Te habrás equivocado y habrás puesto un tema solo», le dije. «¿Estás seguro de que pusiste el disco entero? ¿Cuántas fichas te pidió?» «¿Y el tema este quién lo puso, entonces?» «Se puso solo», le dije. «Claro, se puso solo… ¿Qué me estás, bolaceando?», me dice, y en eso salta este y le grita: «¡¿No entendés que la rockola está programada, negro boludo?!».
     —Negro siome le dijo.
   —Negro siome, negro boludo, es igual… Y el negro le dice: «¡¿Qué bardeás, loco?! ¡¿Querés boxear?!». «Esperá que busco los guantes», le dice este, y en eso vemos que se vienen acercando como diez negros, uno más feo que el otro.
     —Dice la de matemática que vayan al aula —interrumpió Angeleri.
     —¿Qué sos, Balín? ¿La secretaria de la profesora?



     Una osa polar y sus dos cachorros van a la deriva sobre un bloque de hielo. Al fondo, desde la costa, una decena de pingüinos los miran. Elegí ese motivo porque sabía que a ella le iba a gustar.
     —¡Aaay, qué liiindo! ¡Mirá los cachorriiitos!
     Hizo un gesto con la trompita que me dio ganas de besarla.
    —Qué bien que dibujás. Al lado del tuyo, el mío parece hecho por una nena de cinco años.
     Me imaginé lo linda que debía ser a esa edad.
     —No digas eso; está bárbaro el tuyo.
     No dibujaba mal, pero exageré.
     —El tuyo está bárbaro, no esto.
     —¡Cómo le vas a decir esto! Te salió muy bien…
     Una mujer de espaldas, sentada junto a un árbol. Se parece a ella.
     —Eso lo decís porque sos bueno.
     Se quedó mirando mi dibujo.
     —¿Tanto te gusta? —le pregunté.
     —Sí.
     —Entonces después te hago uno.
     Levantó la vista y me sonrió.
     —¡¿En serio?!
     Creo que me puse colorado.

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