viernes, 22 de abril de 2011

9

     —¿No les jode si hoy me siento con Javier para soplarle en la prueba?
     —No, boludo… —me dijo Maidana—. Mejor, así no te sentás solo…
     Angeleri no contestó nada.
     Javier me lo había pedido en la entrada.
     —¿Y Fernández? —le pregunté.
     —Se ratea.
     Acepté encantado. Encima delante de Javier se sentaba Lezcano.
     —¿Qué hacés vos acá?
     —Le voy a soplar a Javier en la prueba.
     —Eso no se hace, che… —me dijo en broma.
     Detrás de Javier se sentaba el Tano.
     —¡Así me gusta! ¡Hágase hombre! ¡No se siente más con esos maricones!
     Me palmeó la espalda. Miré de reojo para ver si Maidana y Angeleri habían escuchado. Maidana se reía a carcajadas, creo que de un chiste que él mismo había contado. Angeleri se dio vuelta y me miró.
     Al lado del Tano se sentaba el Turco.
     —¿Qué pasó? ¿Lo cambiaste a Fernández por Olartichotea?
     —Me parece que hice negocio.
     Detrás del Tano se sentaba Tortonese.
     —Que Olarticoncha te sople y vos me pasás a mí. ¿Quedamos así, Tano?
     —¿Qué te pensás que soy? ¿Tu secretaria?
     —Dale, boludo, haceme la gamba…
     —Andá a sentarte atrás del puto y del Balín, y que te soplen ellos.
     —Que te soplen la vela —dijo el Turco, y los pibes se rieron.
     —Dale, Tano, no seas garca…
     Y al lado de Tortonese se sentaba Boglioli.
     —Dale, loco, que en esta prueba me tengo que sacar un diez…
     Tortonese se rió.
     —La profesora va a sospechar, boludo: todo uno y de repente un diez…
     —Le digo que me puse las pilas.
     Todos nos reímos.



     En la clase de dibujo, Lezcano se me acercó.
     —A mi hermana le encantaron tus perritos. Primero le mentí que los había hecho yo, pero no me creyó. ¡Y claro! ¡Mirá si yo voy a dibujar tan bien!
     —No seas tonta. No me gusta cuando hablás así de tus dibujos.
     Se rió.
     —Si tanto te gustan, después te hago uno.
     —Me encantaría.
     Tenía puestos los mismos anteojitos que usaba para leer. Me gustaba mucho como le quedaban. Se ve que se dio cuenta de que se los estaba mirando.
     —¿Viste qué feos me quedan los anteojos?
     —No digas eso; te quedan bien…
     —El oculista me los recetó para ver de cerca. Por suerte no los tengo que usar todo el tiempo.
     —Si no te gusta cómo te quedan esos chiquititos, ¿qué me queda a mí con estos culo de botella?
     Se rió.
     —¡Qué tonto! ¡No seas exagerado! No te quedan mal. Te dan pinta de chico inteligente…
     No quiero parecerte inteligente, quiero parecerte lindo, pensé, pero no dije nada.
     —¿A ver? ¿Me los prestás?
     Se los probó.
     —¡Uy, cuánto aumento!
     Se rió y se los sacó.
     —¿Cuánto tenés de miopía?
     —Cinco en cada ojo, más o menos.
     —Así, sin los anteojos, ¿me ves?
     A vos te veo hasta si me arrancan los ojos, pensé, pero le dije:
     —Borrosa.
     —Mejor.
     —¿Por qué?
     —¡Así no te asustás!
     Se rió.
     Pensé en decirle que era muy linda, pero no me animé. De solo pensarlo me puse colorado. Creo que ella se dio cuenta.
     Me devolvió los anteojos.
     —Te salen re-bien los animales —me dijo. Estaba dibujando un águila a punto de atrapar a una liebre—. El Turco también dibuja bien, ¿viste?
     Pensé: Andá a fijarte lo que está dibujando. Hizo un tipo con dos manos izquierdas, el muy tarado…, pero le dije:
     —Ajá…
     —No tan bien como vos, obvio… Pero se defiende.
     —Vos dibujás mejor.
     —¡Che, pobre!… ¡Tampoco dibuja tan mal!
     Se rió.



     Al día siguiente, Fernández entró y me vio sentado en su banco.
     —Mmmmh… Yo no quiero decir nada, Fernández, pero me parece que Ortichota te está serruchando el piso —dijo el Turco.
     Me levanté.
     —Disculpá, como no llegabas pensábamos que ya no venías.
     —Quedate, boludo… —me dijo Javier—. Que se siente en otro lado. Ya me tiene podrido, se la pasa todo el día cantando temas de los Redondos.
     Empecé a juntar mis cosas.
     —Quedate, Olarticoncha, que yo me siento en el fondo —me dijo Fernández.
     —¿Estás seguro?
     Me palmeó el hombro.
     —Seguro, boludo… Quedate que yo tampoco me lo aguanto a este nabo. Te lo regalo.
     Dudé pero me senté. Fernández arrojó su carpeta al último banco.
     —Yo me siento acá, solito… Nadie me va a romper las pelotas… Y de paso vos ya no te sentás con esos dos putos que te van a terminar contagiando.
     Por suerte Maidana y Angeleri todavía no habían entrado al aula.
     En el recreo me fui al quiosco con ellos dos. Angeleri parecía sorprendido.
     —¿Cómo te fue en la prueba de historia, Miguel? —me preguntó Maidana.
     —Creo que bien.
     —Creo que a mí también. Pero no estoy seguro, porque viste que la mina te pregunta distinto que en la carpeta. Para que no estudies de memoria.
     Asentí.
     —¿Le pudiste pasar a Javier?
     —Sí.
     —Qué suerte… Es medio despistada la profesora, ¿no?
     —Bastante.
     —Che… ¿Quién se tiró un petú?
     —¿Un qué?
     —Un petú, boludo… ¿No saben lo que es un petú?
     Con Angeleri nos miramos.
     —Un pedo, boludo… —explicó Maidana. Había sido yo—. ¿No les decían, de chiquitos, te tiraste un petú? Mi tía me decía así.
     Traté de cambiar de tema.
     —Che, ¿la de lengua había pedido algo para hoy?
     No sirvió de nada.
     —Me parece que fue Miguel —dijo Maidana. Se rió—. Sí, sí… Miguel se tiró un petú.
     Tenía la puta costumbre de denunciar los pedos ajenos. Y de los propios también se reía.
     Rogué al cielo que no apareciera Lezcano; pero apareció nomás, con Domínguez.
     —¡Sí! ¡Se puso colorado! ¡Miguel se tiró un petú!
     Creo que no escuchó. O se hizo la boluda.
     —¡Uno de mimo! ¡Esos son los peores! ¡Silenciosos y bien olorosos!
     Maldije la hora en que le había hecho el chiste.
     —Che… Cortala con eso, boludo… —dijo Angeleri—. ¿No sabés hablar de otra cosa?

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