viernes, 15 de abril de 2011

7



     Angeleri se fue al quiosco. Maidana me sonrió.
     —¿Qué pasa? —le pregunté.
     Levantó la mano con el índice extendido, como para decir algo.
     —¡Eeeo!… ¡E-e-e-e-o!
     Había estado todo el sábado rompiendo las bolas con eso. No podía creer que lo hiciera también en el aula. Miré alrededor para ver si había alguien con nosotros. Por suerte estábamos solos.
  —Ilaicomeiniguangouom.
     Se rió y suspiró satisfecho. Yo también suspiré, aliviado. Pensé que eso había sido todo; pero justo cuando entraban algunos de los pibes, arrancó de nuevo. Parecía a propósito.
     —¡E!… Miseté, miseté, miseté, miseté…
     Los pibes se lo quedaron mirando.
     —Ilaicomaniguangougom.
     Bajé la vista. Iluso de mí; pensé que si dejaba de mirarlo, dejaría de hacerlo.
     —Cariti, cariti, cariti banaana…
     Lo miré de reojo; todavía tenía el dedo extendido.
     —Ilaiconganiguangougon.
     —¡Guarda, Olarticoncha! —dijo Tortonese—. ¡Te está tratando de seducir! ¡Es su canto de apareamiento!
     Todos se rieron. Él seguía como si nada.
     —Cariti, cariti, cariti banaana…
     —¡Es un dialecto aborigen! ¡Te está diciendo que te quiere chupar la banana!
     —Ilaicomaniguangougou.
     Angeleri entró masticando algo.
     —¡Eh, Balín! ¿No nos guardaste ni un poquitito? —dijo el Gato.
     —¡Malteada al Balín por amarrete! —gritó el Turco, y todos se le fueron encima.
     Últimamente hasta Pasco se prendía en las malteadas. Se mataba de la risa. Javier se zarpaba: aprovechando el tumulto, tomaba envión y le pegaba patadas a Angeleri. A veces se tiraba desde los bancos y le aterrizaba en la espalda. Después festejaba como cuando le tocaba el culo a Maradona, pero sin gritar la mano de Dios. Corría y saltaba agarrándose la remera; caía de rodillas y, mirando al techo, hacía como que gritaba pero sin emitir sonido. Cuando los pibes lo dejaban a Angeleri, se incorporaba y se hacía el boludo.
     A esta altura del partido, Angeleri parecía haberse acostumbrado a las malteadas. Las había asimilado como parte de su vida, a tal punto que nada más se quejaba de las patadas de Javier.
     —¿Quién se zarpó, loco?



     Javier está en la primera fila, a la derecha de todo, en cuclillas. Tiene puesta una remera de Dos Minutos medio deshilachada. No se le ve la quijada ancha porque está de perfil y el pelo suelto le cubre casi toda la cara. Después dijo que estaba mirando a unas minas de quinto, pero para mí que se escondió detrás del pelo para hacerse el recio. O de acomplejado, quién sabe…
     A la izquierda de Javier está Fernández: la remera de los Redondos y el mismo jardinero de siempre. Sonríe con los ojos chiquitos y la cara colorada.



     —La música zafa, pero las letras son cualquiera…
     —Ustedes porque no entienden nada…
     Intervine.
     —Explicame qué quiere decir, por ejemplo, la de la vaca cubana.
     Fernández abrió la boca y se quedó parpadeando.
     —Para qué te voy a explicar si no entendés nada.  
     Todos se rieron.
     —¡Te tapó el culo!
     Nos habíamos rateado y estábamos en la plaza de la estación Mitre. Yo sí había estudiado para la prueba de biología, pero a ellos les dije que no. Mentí porque quería acompañarlos.
     Fernández se la agarró con Javier.
     —¡Con esa mierda que escuchás, vos no podés hablar! —le dijo, y se puso a cantar con voz de mogólico—. Chevechaaa, cho te quiero. Chevechaaa, cho te adoro.
     —¡Por lo menos las letras se entienden!
    —¡Porque son una pelotudez! ¡Encima la música es una poronga también! ¡Tocan dos notas sotas!
     —¿Dos qué?
     —¡Dos notas solas!
     Javier se rió.
     —¡Dijiste dos notas sotas!
   —¿Qué más escuchás? ¡Attaque 77! ¡Una copia barata de los Ramones! ¡Pero los Ramones no te gustan! ¡¿No ves que no entendés nada?!
     Javier se seguía riendo.
     —¡Dos notas sotas! ¡Qué hijo de puta!
     —¿Y vos qué escuchás, Olarticoncha? —me preguntó el Tano.
     —Es un amigo, che… —intervino Fernández—. No le digan Olarticoncha
     —Si no quiere que lo llamemos así, que se compre otro apellido —dijo el Tano.
     —A ver, vos que lo defendés —dijo Lautaro—. ¿Cómo se llama?
     Fernández dudó.
     —Olarti… coo…
     Se quedó con la boca abierta y la mirada perdida.
    Todos se rieron. Yo también, porque me causó gracia la cara que puso. La misma que cuando le pregunté lo de la vaca cubana.
     —¿Ortogarcha no te llamás? —me preguntó el Turco.
     No le respondí.
     —¿Qué música escuchás, Olarticoncha?
     —Megadeth, Metallica… Pantera…
   Mentira. Me había comprado unos CDs después de enterarme de que esos eran los gustos musicales de Tortonese. Me habían gustado, pero hacía menos de un mes que los escuchaba.
     El Turco me miró sobrador pero no dijo nada.
     —Miralo vos a Olarticoncha… —dijo Lautaro.
     —¿Qué más? —preguntó el Tano.
     —Un poco de Led Zeppelin… Deep Purple…
     Eso era cierto; los escuchaba por mi viejo. No creí conveniente mencionar a Vox Dei ni a Serú Girán.  
     —¿Y eso con qué se come? —preguntó Boglioli.
   —¿Cómo vas a preguntar eso, animal? —lo reprendió Tortonese—. Qué poca cultura musical, che… Para que sepas, Led Zeppelin y Deep Purple, junto con Black Sabbath, fueron los precursores de lo que más tarde sería el heavy metal.
     Daba la impresión de que lo estaba leyendo. Me recordó a Angeleri.
     —La prehistoria del heavy… No le hagas caso, Olarticoncha; se la da de metalero pero no sabe nada.
     —Bueeenoo… Perdone, Profesor Heavy Metal…
     —Che, Fernández, ¿con cuántas sotas tocan los Redonditos? —preguntó Javier y se rió solo—. ¿O tocan con el ancho de basto?
     Fernández me miró y se mordió el labio inferior. Fingí no haberlo visto.
     —Con razón dibujás tantos demonios, dragones y cosas así… —me dijo Boglioli.
     Qué pelotudo…, pensé, pero le sonreí.
     El Gato se agarró la cabeza.
     —Uuh, mirá qué culo…
     —Qué hija de puta…
     —¡Yegua! —rugió el Tano.
     —¡Te amo! —gritó el Gato.
     Nos reímos. La mina siguió caminando con la vista baja, pero se sonrió.
     —¡Está con vos, Gato!
     —¡No te vayas, mi amor!
     —¡Te amo le batió! ¡Qué hijo de puta!
     —Ustedes no entienden nada de mujeres. Para que te entreguen el orto, les tenés que hablar así.
     —Se parecía a la de inglés.
     —¡Qué buena que está le de inglés, chabón!
     —¡Sí! ¡Tiene unas tetas!…
     —¿Te la imaginás hablando como en las porno? Facmi, facmi, ie, ie…
     —¡Seeeee! ¡Esta noche le dedico una paja!
     —Facmi, ie, ie, ie…
     —Es pelada, boludo… —dijo Lautaro.
     —¿Qué?
     —Que la de inglés es pelada, boludo.
     Nos reímos.
     —¡¿Qué decís, boludo?! ¡¿Cómo pelada?!
    —¡Pelada! —siguió Lautaro—. ¿Qué quiere decir pelada? ¡Pelada! De frente no se le nota; pero si la ves de arriba, sí. Yo lo vi el otro día que me hizo pasar al pizarrón.
     —Le faltará un poco de pelo, boludo… ¿Cómo va a ser pelada?
     —Tiene una pelada así, más o menos.  
     —¡Andáaa! ¡Mirá si va a tener una pelada de ese tamaño! ¡Exagerado!
     —Cuando pasés al pizarrón, fijate.
     —¿Y qué me importa si es pelada, loco? Yo la quiero para garchar, no para peinarla.
    —Nooo, chabóoon… ¿Te imaginás que te la está chupando y de repente le ves la pelada? A mí se me baja, boludo…
     Intervine.
     —Eso se arregla fácil: hacés como que la acariciás y se la tapás con la mano.
     Todos se rieron.
     —¡Qué hijo de puta!

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