martes, 24 de enero de 2012

ÚLTIMA ENTREGA

     El lunes faltó. Si el martes no aparecía, me iba a pegar una vuelta por la casa. No fue necesario.
     Yo estaba sentado en mi banco, dibujando a Galhor. Afuera del aula los pibes se mataban de la risa; no llegaba a entender lo que decían. En un momento se quedaron en silencio. Miré hacia la puerta y lo vi entrar. Fue directo a su banco, sacó su carpeta de la mochila y se puso a leer unos apuntes. Esperé unos minutos. Después agarré mis cosas y me fui a sentar al lado suyo.
     —Hola.
     —Hola. ¿Me pasás lo que hicieron ayer?
     Asentí. Se escuchó la voz de Jerónimo.
     —Chicos, adentro… ¿Cuántas veces les tengo que repetir lo mismo?
     Los pibes entraron. De reojo vi que el Turco se me acercaba. Le seguí explicando las cosas a Maidana como si nada.
     —Permiso…
     Me di vuelta y lo miré.
     —Ahora me siento yo acá —le dije.
     Por unos segundos se quedó en el lugar, sosteniéndome la mirada. Después volvió a donde estaban los pibes.
     —Che, Turco… —le dijo Tortonese—. Ahora en un rato voy al baño a hacerme una buena paja. Si querés, vos también te podés hacer una.
     Todos se rieron. Me quedé duro.
     —Dale, sacala que te la chupo.
     Tortonese se había puesto en cuclillas delante del Tano.
     —¡Pará, loco! ¡Conmigo te confundiste! ¡Yo no soy como vos!
     Todos se rieron. 
     Lo busqué a Angeleri. Estaba parado cerca de la puerta, miraba el piso.
     —Che, Balín, ¿seguro que le dijiste eso? —le preguntó el Gato—. A mí me contaron otra versión…
     —¿Cuál? —preguntó Tortonese.
     El Gato se sentó en una silla.
     —Vení, hacémelo a mí.
     —Eh, pará, chabón… Tampoco se la voy a chupar a todo el mundo…
     Todos se rieron.
     —Dale, boludo…
     —Bueno, pero una sola vez, eh… —dijo Tortonese. Se puso en cuclillas—. Dale, sacala que te la chupo.
     El Gato lo empujó y se levantó.
     —¡Pará, loco! ¡Conmigo te confundiste! ¡Dejame que te la chupe yo!
     Todos se rieron.
     —¡Malteada al Balín por puto!



     Hoy salí de Alihuén y a la cuadra sentí que me tocaban bocina.
     —¡Miguel!
     Era Angeleri. Tardé en reconocerlo, por la barba.
     —¿Nicolás?
     —¡Sí! ¿Vas para Olivos?
     —Sí.
     —Subí que te llevo, entonces.
     Sacó un maletín del asiento del acompañante y lo pasó para atrás. Nos saludamos con un beso.
     —¿Qué hacés, Miguel? Tanto tiempo…
     Asentí.
     —Tanto tiempo…
     —Qué casualidad… Justo la semana pasada me lo encontré a Benzaquén y me dijo que te había visto.
     Asentí.
     —¿De dónde venías? —me preguntó.
     —De una editorial. Vengo de entregar unos laburos.
     —No sabés… Hace un año, más o menos, le había comprado un librito de cuentos a mi nene. Martín se llama, tiene seis años. Y en eso lo estoy mirando y leo: «Ilustraciones de Miguel Ángel Olarticoechea».
     Sonreí.
     —Tal vez sea de esta editorial de la que vengo.
     —¿Cómo se llama?
     —Alihuén.
     Pensó.
     —Puede ser, no me acuerdo… Y entonces le digo al nene: «¿Sabés qué, Martín? El que hizo estos dibujos era compañero mío de la escuela». Y no me creía…
     Sonreí.
     —Si algún día venís a casa, te va a cansar pidiéndote dibujos —dijo—. A mi me pide todo el tiempo y yo no sé ni dibujar una casita… Y para colmo después me dice: «Te salió mal, papá», y me los corrige encima.
     Nos reímos.
     —Che, ¿y estás trabajando de eso nada más? —me preguntó.
     —Sí, por suerte…
     —¿Y cómo es? ¿Trabajás para varias editoriales?
     Asentí.
     —¿Todas de cuentos infantiles?
     —No, hay de todo.
     —¿Y comics no hacés? Vos tenías una onda así…
     —Sí, historieta también hago. Pero para unas editoriales de afuera. Una italiana y una norteamericana.
     —¿Cuál? ¿La de los superhéroes? ¿Cómo era que se llamaba?
     —No, esta no es tan conocida. Y no hace superhéroes.
     —Che, ¿y sacás buena plata?
     Dudé.  
     —Sí… Entre eso, tarjetas de felicitaciones que le hago a un par de imprentas, remeras que estampo… gano bastante bien… Tampoco saco la re-guita, pero vivo cómodo…
     —Y hacés lo que te gusta.
     —Exacto.
     —¿Vivís solo?
     —No, con mi mujer y mi hija. Sofía, tiene un año menos que el tuyo.
     —Qué bien, che… Nos tenemos que juntar a cenar algún día…
     Asentí.
     —¿Y vos? —le pregunté—. ¿Qué andás haciendo? 
     —Soy abogado. Empecé trabajando con mi viejo, después me asocié con unos compañeros de la facultad, y hace cuatro años que tengo mi propio estudio.
     —Qué bueno…
     Asintió con la cabeza.
     —Ajá…
     Nos quedamos en silencio unos segundos. 
     —Che, ¿y dónde estás viviendo? —me preguntó.
     —En Díaz Vélez. Entre Caseros y Chacabuco.
     —Ah, estás cerca de casa… Yo estoy en Moreno entre Tucumán y Estrada. ¿A cuánto estaremos? ¿Diez cuadras?
     Asentí.
     —Más o menos… —dije. 
     —Qué loco… Vivimos ahí nomás y mirá dónde nos venimos a encontrar…
     —¿Vos de dónde venías? ¿De tu estudio?
     —No, de visitar a un cliente. El estudio lo tengo en el centro.
     Otra vez nos quedamos en silencio, otra vez lo rompió él.
     —A otro que me encontré hace poco fue a Fiorentino. Y a que no sabés lo que me contó…
     Y, no… Si te lo contó a vos, yo no tengo manera de saberlo, pensé, pero no le dije nada.
     —Hace dos años que Tortonese vive en Roma… Y a que no sabés de qué trabaja…
     —¿De Papa?
     Se rió.
     —No —dijo—, pero es algo casi tan increíble… De profesor de castellano…
     Me miró como esperando una reacción de mi parte.
     —Mirá vos… —me limité a decirle.
     —Parece que falsificó un título y se hace pasar por licenciado en letras. ¿Qué tul?
     No se me ocurrió qué comentario hacerle; puse cara de asombrado y divertido a la vez. Él se mordió el labio inferior y meneó la cabeza.
     —Qué personaje…
     Levanté las cejas y asentí. Él continuó con la conversación. 
     —Al que me cruzo seguido es al Turco. Está trabajando en una inmobiliaria, allá por Maipú, cerca de casa. Al principio yo pasaba por la puerta y no lo reconocía, porque está pelado.
     Me reí. Angeleri me miró con extrañeza.
     —¿De qué te reís?
     —De nada, me acordé de algo.
     Por unos segundos se me quedó mirando. Después prosiguió.
     —¿Te contó Benzaquén lo de Mendoza?
     —No… ¿Qué pasó?
     —Parece que lo mataron…
     —¿Cómo que lo mataron?
     —Sí, fue hace un par de años. Estaba militando en no sé qué partido y se fue a Colombia… o a Venezuela, no me acuerdo, a participar en una marcha. Se armó quilombo y la cana le pegó un tiro.
     Esta vez no tuve que actuar.
     —Noo…
     Angeleri asintió con la cabeza.
     —Qué loco, ¿no?… Tan joven…
     Y… Para los tiros no hay edad, pensé.
     —Y qué loco que ya sean dos, decíamos con Benzaquén… —prosiguió.
     —¿Dos?
     Me miró.
     —Sí… —dijo—. Por lo de Maidana…
     Lo interrogué con la mirada. Dudó.
     —Vos sabías lo de Maidana… —dijo.
     —No…
     —¿Pero cómo? Si Benzaquén me dijo que se lo habías contado vos…
     Negué con la cabeza.
     —Y que a vos te lo había contado Fernández.
     Como yo no le decía nada, prosiguió.
     —Debo haber entendido mal, entonces…
     —¿Qué pasó con Maidana?
     —Se suicidó… Yo pensé que vos lo sabías…
     Por un rato nos quedamos en silencio.
     —El que se enteró fue Fernández —dijo—, de eso estoy seguro. Porque da la casualidad de que trabajaba en la funeraria en la que lo velaron. Creo que es la que está frente a la quinta. Según me cuenta Benzaquén, esto pasó hace como diez años.
     Hizo una pausa.
     —Se cortó las venas… Pero no así. —Se pasó un dedo por la muñeca, de lado a lado—. Así. —Se lo pasó por la cara interna del brazo, a lo largo—. Parece que eso es más jodido, porque es más difícil de suturar. Bah, no sé si las venas se suturan, pero, sea como sea, es más difícil de solucionar. —Meneó la cabeza—. El único que fue al velorio fue el padre… Nadie más…
     Hizo otra pausa.
     —También, con el padre que tenía… Como para no cortarse las venas… Perro le decía, ¿te acordás?
     Asentí.
     —Y andá a saber cómo era la madre… —prosiguió—. Para casarse con un tipo así… Yo ahora entiendo muchas cosas. Estaba enfermo, el pobre… ¿Te acordás de la que me hizo a mí?
     Puse cara de no saber y negué con la cabeza. Pareció sorprenderse.
     —La que me hizo en la casa…
     Claro que me acordaba, pero quería que lo dijera.
     —La vez que me la quiso chupar, ¿no te acordás?
     —Ah, sí…
     Se mordió el labio inferior y meneó la cabeza.
     —Qué locura… Encima después me volvió a pasar… 
     Lo miré.
     —Con uno de mis socios —dijo—, una vez que nos habíamos quedado hasta tarde en el estudio. Yo no lo podía creer… Ojo: yo no tengo nada en contra de los homosexuales. Todo bien… Lo que me molesta es que se metan con uno… Al día siguiente se tuvo que ir. Yo no les dije nada a los otros, pero se ve que el pobre no pudo aguantar la vergüenza… 
     Me pareció que vacilaba entre decirme algo o no. Por último se decidió.
     —¿A vos nunca se te tiró Maidana?
     —No, nunca.
     Se me quedó mirando unos segundos.
     —Igualmente si lo hubiera hecho, como sos vos, seguro que no me lo decías…
     Nos quedamos en silencio. Esto pareció incomodarle.
     Ahora me pregunta a quién vi.
     —Che, ¿y no viste a nadie más?
     —A Javier lo vi un par de veces… Y una vez a la Muerta, pero ni nos saludamos.
     —¿Qué es de la vida de Javier?
     —Ni idea… Las veces que me lo encontré, estábamos los dos apurados y apenas pudimos cruzar un par de palabras.
     Su intento de reanudar la conversación había fracasado. Esto lo incomodó más aún.
     —Che, seguís siendo el mismo tipo callado de siempre…
     —Y… Hay cosas que no cambian… 
     Después de esto permanecimos en silencio hasta que, en Cabildo, pasamos frente a un negocio de ropa.
     —Este fue cliente mío —me dijo, y me contó cómo había sido el caso. De ese pasó a otro, y a otro, y a otro… Cuando llegamos a la puerta de casa, estacionó el auto y siguió hablando. Lo tuve que interrumpir.
     —Bueno, Nicolás, yo voy entrando porque mi mujer debe estar preocupada. De la editorial salí más tarde de lo que esperaba y no me pude comunicar con ella para avisarle.
     —Uh, me hubieras dicho… Perdoná que te haya dado tanta charla…
     —No hay por qué… Y te agradezco que me hayas acercado hasta acá; si no fuera por vos, habría llegado más tarde todavía.
     —Faltaba más, Miguel… Fue un gusto volver a verte…
     —Lo mismo digo.
     Lo dije en serio.
     —Che, pasame tu teléfono…
     Sacó una agenda de su maletín. Le dicté mi número.
     —Y esperá que te anoto los míos.
     Lo hizo.
     —Así arreglamos y se vienen a comer a casa, uno de estos días. Yo este sábado lo tengo comprometido, pero si te parece podemos quedar para el otro.
     —Dale… Dejame que lo consulte con mi mujer, pero no creo que haya problema.
     —Quedamos así, entonces.
     —Quedamos así.
     Nos despedimos con un beso.
     —Nos vemos, Miguel. Que sigas bien.
     —Igualmente. Y gracias de nuevo.
     —Por favor…
     Abrí la puerta de casa y mi nena vino corriendo a recibirme.
     —¡Papi!
     —¿Qué hacés, pichona?
     La alcé y le di un beso. Me rodeó el cuello con los brazos y también me besó, ruidosamente.
     —¡Mamá me regaló algo re-buenísimo!
     —¿En serio?
     Asintió con la cabeza.
     —¿Qué te regaló mamá?
     —Un cosito para hacer borbujas…
     —¡Pero qué buenísimo, che!
     —¿Querés que te lo muestre?
     —¡Dale!
     La dejé en el suelo y se fue corriendo.
     María estaba en la cocina.
     —Mi amooor… Qué sorpreeesa, llegaste temprano…
     Nos besamos.
     —Sí, por suerte hice rápido. Y además me encontré con un compañero de la escuela y me trajo en auto.
     —¿Quién?
     —Angeleri. De primer año.
     Sofía entró a la cocina.
     —¡Mirá, papi!
     —¿A veeer? —dije. Agarré el burbujero—. ¿Y cómo se usa?
     —Soplá. 
     Soplé pero sin acercarme el burbujero a la boca. Sofía se mató de la risa.
     —¡Noo, así noo! ¡En el cosito tenés que soplar!
     Soplé en el cosito pero agarrándolo al revés. Sofía se rió más fuerte todavía.
     —¡Nooo! ¡Lo pusiste al revéees!
     María sonreía.
     —Este papi…
     Sofía se paró en puntas de pie y estiró las manos hacia el burbujero.
     —Dame que te enseño.
     Se lo di y me mostró cómo se hacía.
     —¿Tenés mucha hambre? —me preguntó María—. Recién iba a empezar a cocinar. Como pensé que llegabas más tarde…
     —No hay problema, espero.
     —¿Vas a cocinar? —preguntó Sofía.
     —Sí —respondió María—. ¿Me querés ayudar?
     —Sí.
     —¿Entonces qué hay que hacer primero?
     —¡Lavarse las manos! —respondió Sofía, y se fue corriendo al baño.
     —Yo me voy a cambiar, amor —dije.
     —Dale —dijo María—. ¿No te querés pegar una ducha?
     —¿Qué, tengo olor? —le pregunté en broma.
     Se rió.
     —No, boludo… Por el calor te digo. Te debés haber muerto hoy…
     Fruncí el ceño.
     —Mmmh… Para mí que me estás tratando de sucio…
     Me abrazó.
     —No, si vos nunca tenés olor… Siempre estás limpito.
     La besé.
     —Lo que voy a hacer es recostarme un rato, si no te jode.
     —Para nada, mi amor… Yo te llamo cuando esté hecha la comida.
     Nos besamos otra vez.
     —¿Tenés idea de dónde está la carpeta roja? —le pregunté—. La que tiene las fotos y las cosas de la escuela…
     Pensó.
     —Creo que está en el placard de la pieza, en la parte de arriba. Si no la encontrás, avisame que la busco. ¿Qué te agarró? ¿Nostalgia?
     —Algo así… Después te cuento.
     La besé y me vine a la habitación. La carpeta estaba donde ella me había dicho. Me recosté en la cama y me puse a mirar la foto.


     —Pa…
     —¿Qué, pichona?
     —Dice mamá que ya está hecha la comida.
     —Decile que ya voy.
     —¿Qué es eso?
     —Una foto. De cuando yo iba a la escuela.
     —¿A veeer? ¿Y por qué no tienen guardapolvo?
     —Porque no es la primaria, es la secundaria. Y en la secundaria no se usa guardapolvo.
     —Ah… ¿Y vos dónde estás?



     Yo estoy en el ángulo inferior izquierdo.



     Toqué el timbre y esperé. Me atendió el padre.
     —¿Sí?
     —Buenas tardes. ¿Está Cristian?
     —No, Cristian se fue a Mar del Plata.
     —Ah… ¿Y cuándo vuelve?
     —No, no vuelve… Se fue para quedarse.
     —Ah…
     —¿Vos quién sos?
     —Miguel.
     —Ah, sí… Cristian hablaba mucho de vos. ¿No te dijo nada de que se iba?
     —No…
     —Qué raro… Se debe haber olvidado de avisarte. Como se fue tan apurado… No sé qué bicho le picó.
     El martes le había dicho a Jerónimo que se sentía mal y le había pedido permiso para irse antes.
     —¿No tiene algún teléfono donde lo pueda ubicar?
     —No. Está en lo de la tía y ahí no tienen teléfono. Igual quedó en que me llamaba entre hoy y mañana, porque le tengo que buscar unos papeles en el colegio. Cuando me llame, le aviso que pasaste.
     —Bueno. Gracias.
     —Otra cosa que puedo hacer es darte la dirección, por si le querés escribir.
     —Bueno…
     A fin de año le mandé una carta. Nunca recibí respuesta.
     —Hacemos así, entonces. Quedate tranquilo que seguro que te llama.
     Días después sacaron la foto. Por eso él no aparece.



     —Che, Miguel…
     —¿Qué?
     —¿Qué significa cariti?
     Pensé.
     —Caridad… Creo… ¿Por?
     —Por el tema de Bitlidius.
     —¿En qué parte dice eso?
     Cantó.
     —Cariti, cariti, cariti banaana…
     —Cualquiera… No dice cariti…
     —¿Qué dice entonces?
     —No sé, pero cariti seguro que no. Y mucho menos tres veces seguidas…
     Se quedó pensando.
     —¿Seguro que no dice eso?
     —Seguro, boludo… ¿Y además qué sentido tendría? ¿Caridad por la banana?
     Se rió.
     —O si no: «Por caridad deme una banana».
     Me reí.
     —¿Qué es? ¿Un mono pidiendo limosna?
     —Claro, boludo…
     Seguimos escribiendo.
     —Ayer fui a una disquería para ver si conseguía el tema —me dijo al rato.
     Lo miré.
     —¿Y qué hiciste? ¿Se lo cantaste al vendedor?
     Se rió.
     —No, boludo… Le dije que estaba buscando un tema, pero que no sabía ni el disco ni quién lo cantaba. «¿Y el nombre del tema?», me preguntó el tipo. «Cariti banana», le dije. —Me reí—. Como a mí me parecía que repetía eso, pensé: «Capaz que se llama así…».
     —¿Y el tipo qué te dijo?
     —«¿Cariti banana?…» Y ahí me tenté y tuve que salir corriendo.
     Nos cagamos de la risa.
     —¡¿Te fuiste corriendo?!
     Asintió con la cabeza. 
     Tardamos bastante en recuperar el aliento.
     —Estás loco…
     De repente se llevó una mano a la frente.
     —Uh, qué flojo que estuve; no te pregunté si comiste… ¿Te copás con unas empanadas? 

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