lunes, 25 de abril de 2011

10


     Si no era Maidana con los pedos, era Tortonese con las pajas.
     —¿Y vos cuántas te hacés por día, Javier?
     —Dejate de joder, boludo…
    —¡Dale, boludo, que estamos entre amigos! Yo me hago cuatro. Lautaro ya me dijo que dos. ¿Vos cuántas?
     —Trescientas mil, pelotudo, ¿estás contento?
     Tortonese se rió.
     —¡Epa! ¡¿Tantas?! ¡Te vas a esguinzar la muñeca, zarpado!
     Que no venga para acá, que no venga para acá, que no venga para acá…
    Yo me había quedado dibujando en mi banco para estar cerca de Lezcano, que estaba estudiando con Domínguez. Pensé en escaparme del aula con la excusa de ir al baño, pero Tortonese bloqueaba la salida y seguro que me interceptaba.
     —¿Vos, Olarticoncha?
     Sos un hijo de puta, pensé, pero levanté la vista y puse cara de boludo.
     —¿Eh?
     Se paró al lado de mi banco.
     —¿Cuántas pajas te hacés por día?
     Lezcano y Domínguez me miraron; creo que se sonreían.
     Dudé.
     —Ninguna.  
     —¡Andáaa! ¡Ninguna! ¡Los pornocos te delatan, Olarticoncha!
     Me puse a dibujar.
     Me voy a poner colorado.
     —¿Cuántas? ¿Tres?
     Ojalá que te mueras, hijo de puta.
     —¿Más?… ¡Cinco!
     Forro de mierda.
     —¡Epa! ¿Más todavía? No sé… ¿Diez?
     El Tano entró al aula.
     —¿Vos, Tano? ¿Cuántas pajas te hacés por día?
     —Justo vengo de hacerme una.
     —¿En serio?
     —Sí, boludo. Como tres me hice en realidad, pensando en el orto de tu vieja.
     Tortonese se rió.
     —¡Hay que tener estómago, che! ¿Cómo hiciste para que se te pare?
     El único que no se hacía problema era Fiorentino.
   —No sé… Pierdo la cuenta. Como siete, ocho… A veces hasta diez. Los fines de semana.
     Tortonese se mataba de la risa y aplaudía.
     —¡Qué fenómeno!
     —Y con las dos manos, eh…
    —¡Sos Masturboy, boludo! ¡El superhéroe de la paja! ¿Nunca te la hiciste con las uñas pintadas?
      Fiorentino se rió.
     —No, boludo…
     —Y si antes te sentás encima de la mano, mejor, boludo. Porque se te duerme y, como no la sentís, parece que te la está haciendo una mina en serio.
     —Esta noche le robo los cosméticos a mi vieja, boludo.
     Todos nos reímos.



     Fiorentino está abajo de Ibarra, en la primera fila. Tiene la cara llena de granos y sonríe con picardía. Los ojos verdes le brillan debajo de las cejas pobladas. Después de Maidana, era el más petiso del curso.
     A su derecha está Olivera, su compañero de banco, poniendo cara de ganador. Tiene la tez bronceada y se para los pelos con gel.



     Fiorentino y Olivera destrozaron sus calamares.
     Como Javier se había olvidado el suyo en el congelador, tuvimos que compartir el mío.
    —Desde ya les aviso que los que no trajeron el material de trabajo no van a tener la misma nota —dijo la profesora—. Así que después no se quejen.
     También nos había pedido que trajéramos bisturí, pinza de depilar y otros elementos. A falta de bisturí, Fiorentino había traído un cutter y Olivera un tramontina.
     Javier se dedicó a mirar lo que yo hacía.
     —Cortalo vos, boludo, que a mí me da impresión.
     —Observen que cada uno de los tentáculos cortos está cubierto, a lo largo, por dos filas de ventosas.
     La profesora se puso a dibujar en el pizarrón.
     —En cambio, los dos tentáculos largos únicamente tienen ventosas en los extremos en forma de paleta.
     Javier se rió.
     —Qué hijo de puta… —dijo por lo bajo.
   Seguí su mirada. Fiorentino golpeaba a Olivera con su calamar, intentando que los tentáculos se le pegaran en la cara. Olivera contraatacó e hizo otro tanto con su propio calamar en la cara de Fiorentino. Se cagaban de la risa.
     —¡¿Qué pasa?!
     La profesora se dio vuelta y los dos se hicieron los boludos.
     —Disculpe, profesora, nos reíamos porque es verdad lo de las ventosas —dijo Fiorentino.
     —Como en los dibujitos —dijo Olivera.
     La profesora descubrió el cutter y el tramontina.
     —Con esos materiales no van a poder trabajar. Les pedí que trajeran un bisturí.
     —Es que no conseguimos…
    —No es excusa; les expliqué cómo armarse uno con un tubo de birome y una hojita de afeitar.
     No supieron qué responder.
     —Es un trabajo de precisión, no van a poder hacerlo con esos elementos.
     —Usted fume, profe… —dijo Olivera.
     —¿Cómo dice?
     —Digo que se quede tranquila, que vamos a trabajar con cuidado.
     La profesora dudó pero prosiguió con la clase.
   —Bueno… Antes de abrir el tronco, vamos a estudiar la cabeza. Como verán, está provista de una especie de pico curvo, parecido al de un loro, formado por dos mandíbulas quitinosas. Cuidadosamente, con la pinza de depilar, van a separar una de las mandíbulas para poder apreciar la boca con detalle.
    Estaba por hacerlo cuando sentí un dolor detrás de la oreja. Me dí vuelta. El Turco miraba el techo con una sonrisita pícara. Tenía una bandita elástica en la mano.
     Javier se rió y me tocó el hombro.
     —Mirá, boludo…
     Olivera le había puesto un cigarrillo en la boca a su calamar y lo sostenía junto a su cara. Él también tenía un pucho en la comisura de los labios y sonreía con cara de canchero. Fiorentino se reía sin sonido.
    Volví a sentir el dolor detrás de la oreja. Me di vuelta y otra vez el Turco con cara de boludo. Me lo quedé mirando fijo.
   —Ahora vamos a observar la estructura del ojo, que tiene similitudes con la del ser humano. Con la pinza de depilar, con mucho cuidado, van a desprender la córnea.
     Lo hice.
     —Qué asco… —dijo Javier.
     Lo miré a Fiorentino. Tenía al calamar agarrado como si fuera por el cuello y con la pinza le estaba arrancando los ojos por completo. Lo movía con la mano figurando que se debatía. Olivera se reía sin sonido.
     El Turco me volvió a pegar con la bandita elástica, esta vez en la nuca.
     —¿Qué te pasa, loco?
     —¿A mí? Nada… ¿Por qué?
     Me di vuelta y seguí trabajando.
     Fuimos abriendo el calamar para estudiar sus distintas partes. Mientras tanto, Fiorentino y Olivera hacían luchar a sus calamares con el cutter y el tramontina. Los hacían saltar como en los videojuegos. Herido de muerte, el calamar de Olivera se rindió, dejando su tramontina a los pies del de Fiorentino en señal de sumisión. Con un tentáculo se agarraba la herida mortal que tenía en el pecho, con otro le pidió a su vencedor ayuda para levantarse. El calamar de Fiorentino, apiadándose, le tendió un tentáculo y el de Olivera aprovechó esta honorable actitud de su rival para asesinarlo a traición con una victorinox que tenía escondida.
     —¡¿Se puede saber qué hicieron con esos calamares?!
     —Disculpe, profesora —dijo Fiorentino—; usted tenía razón: estos elementos no sirven.
     Cuando terminó la clase, se pusieron a amasar sus calamares hasta que solo quedaron de ellos dos pastas grisáceas. Había tal hedor en el aula que tuvimos que salir todos al patio. El calamar de Fiorentino terminó contra una de las paredes del aula. Dejó una marca que todavía estaba cuando años más tarde, después de rendir las últimas materias que debía, volví al colegio para retirar el título. El de Olivera terminó en medio de la carpeta de Angeleri.
     Al día siguiente Javier volvió asqueado.
     —Boludo, no sabés… ¿Viste que yo me había olvidado el calamar en el congelador? Llegué a mi casa y mi vieja lo había hecho con arroz.

2 comentarios:

  1. KE BUEN MOLUSCO ES ESE ANDRES CALAMARDO!!!ESE NO SE VA A PODER CONTACTAR NUNCA SI DEJA A SU JERMU CON EL PIBE POR UNA PENDEX KE LE VA A SACEAR TODA SU PLATA X MERKERO.......
    A KE NO ESTABA HABLANDO DE ESO?PERDONE MI IIGNORANCIA.

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  2. Mmmhh... No, Sthepen. Hablábamos de otra cosa.

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