miércoles, 13 de julio de 2011

32


     —¿Y por qué no la sacaste para comprobarlo?
     Angeleri me miró con bronca.
     —¡¿No podés hablar en serio una vez en tu vida?! —me dijo.
     —Bueno… Calmate, es una broma…
     —¡Te quisiera ver a vos en esa situación! ¡A ver si te reirías tanto!…
     ¿Por qué no te vas a la mierda, mogólico?, pensé, pero no dije nada.
     Justo llegó su colectivo. Lo paró y se subió sin saludarme.
     Lezcano y Domínguez cruzaban la avenida.
     —¿Estás bien? —me preguntó Lezcano cuando me vio.
     —Sí —le respondí.
     —¿Vas para lo de tu amigo?
     —Sí.
     Empezamos a caminar. Ellas venían hablando del bebé que había tenido la hermana de Domínguez. Yo las acompañaba en silencio, pensando en lo de Maidana.
     —Che, ¿seguro que estás bien, Miguel? —me preguntó Lezcano después de algunas cuadras—. Tenés una cara…
     —Sí… Estoy un poco cansado nomás. Hoyy… hoy dormí mal.
     —No será por lo de tu amigo, ¿no?
     —No. Al final lo de la casa se solucionó.
     Mejor así. A ver si tengo que cortar otra charla para ir a consolar al maricón de mi amigo…
     —Qué suerte…
     —Sí.
     Caminamos un par de cuadras sin hablar.
     —¿Mañana vendrá la de geografía? —preguntó Domínguez.
     —Para mí que no —respondió Lezcano.
     —¿Por? —le pregunté.
     —Cierto que vos faltaste… ¿No te contaron nada?
     Lo único que me contaron es que Maidana le quiso chupar la pija a Angeleri, pensé, pero solamente negué con la cabeza.
     —No sabés lo que le hicieron… Pobre mujer… Mikaela y Pasco pintaron una toallita femenina con marcador rojo y se la pusieron en la silla. La profesora no se dio cuenta y cuando salió del aula se la llevó pegada en la pollera.
     Estuve a punto de reírme pero me contuve. Puse cara de circunstancia.
     —Después parece que alguien le avisó. Jerónimo nos contó que estuvo llorando como media hora.
     Ahí no me causó tanta gracia.
     —Uy, pobre mina…
     —No pudo seguir con las clases que tenía que dar. Se tuvo que ir a la casa.
     —Son unas zarpadas —dijo Domínguez.
     —Otro que se zarpó fue Tortonese —dijo Lezcano después de unos segundos—. Esas cosas no se hacen… Está re-mal Macarena…
     —Todos los hombres son iguales —dijo Domínguez—. Parece que hicieran esas cosas para contárselas a los amigos.
     Lezcano me miró pero no dijo nada.
     Cuando llegamos a Roca, Lezcano siguió con nosotros. Había tomado por costumbre acompañarnos hasta Las Heras las veces que yo visitaba a mi amigo imaginario. Después yo doblaba y ella pegaba la vuelta. Esta vez surgió un imprevisto.
     —Hoy voy con vos; tengo que llevarle unos CDs a una amiga de mi hermana que vive para ese lado.
     —Ah… Bárbaro…
     ¿Y ahora qué mierda hago?
     Nos despedimos de Domínguez y agarramos Las Heras.
     Tal vez dobla antes…
     —¿Dónde vive la amiga de tu hermana?
     —Sobre esta. A dos cuadras de lo de tu amigo para el lado del río.
     No, no dobla antes. Por Dios, ¿qué hago?… Tengo tres cuadras para pensarlo.
     Pensé.
     La saludo y hago como que voy a entrar a una casa pero me quedo en el porche. Después espero a que se aleje.
     ¿Y si justo sale alguien?
     Le digo «Perdón, me equivoqué».
     ¿Y si no me dio tiempo a que ella se aleje y cuando salgo me ve? Voy a quedar como un boludo… O como que estoy loco…
     Pensé en otras opciones, pero a todas les encontraba alguna falla.
     Qué pelotudo que soy… Lo que tengo que hacer es decirle la verdad: que mi amigo no existe. Que es una excusa para estar con ella un rato más.
     La miré.
     Me miró y sonrió.
     Sonreí y miré para adelante.
     No puedo.
     Faltaba media cuadra.
     ¡Porrr Dios! ¡¿Qué hago?! ¡¿Qué hago, qué hago, qué hago?!
     —¡Uy!
     Frené en seco y me llevé una mano a la frente.
     —¿Qué pasó?
     —Qué boludo… Este pibe hace taekwondo los viernes. No vuelve hasta tarde.
     ¿Algún viernes las acompañé hasta acá? Si me dice algo, le digo que empezó hace poco.                                                                                                                             
     —Cómo me olvidé… Debe ser por el sueño… Si querés, te acompaño hasta lo de la amiga de tu hermana y después volvemos juntos.
     Dudó.
     —¿A ver? Pará…
      Se puso a revisar la mochila.
     —¡No te puedo creer! —dijo, y se rió—. ¡Me olvidé los CDs!
     —¿En el colegio?
     —No, en mi casa. Voy a tener que volver.
     Pegamos la vuelta.
     —Qué casualidad —dijo—; nos pasó algo parecido… Bueno, por lo menos paseamos un rato.
     El resto del trayecto lo hicimos en silencio. En la esquina de Roca nos despedimos.
     —Que descanses bien esta noche.
     —Gracias.
     Me fui tranqueando despacio.
     Qué casualidad… Demasiada…
     ¿Y si lo de la amiga de la hermana era mentira?
     Pensé.
     Cualquiera… Mirá si va a hacer lo mismo que yo…



     Maidana abre la puerta. «Pasá», me dice. Entro y me siento en un sillón. Sentado en otro está Angeleri. Maidana se arrodilla frente a él y le dice: «Sacala que te la chupo». Angeleri obedece. Miro la casa. Me doy cuenta de que está cambiada. Parece una mezcla entre la casa de Maidana y la de mi abuela. «Paso al baño», le digo a Maidana. «Pasá.» No sé cómo lo hace, pero me lo dice sin dejar de chupar. El baño es distinto, todo blanco. Me recuerda a un hospital. En el piso y en la bañera hay gatos muertos. Son todos deformes; tienen la parte de atrás demasiado grande y la cabeza demasiado chica. Me extraña que Maidana no me haya contado que tenía tantos gatos. Vuelvo al living para preguntarle por qué nunca lo hizo. Cuando Angeleri me ve, me pide que le alcance el antiséptico bucal. Maidana deja de chupar, se levanta y me mira. «¿Y? ¿Es o no es puto?», me pregunta con la voz de Angeleri. En ese momento descubro que tiene la boca en posición vertical. La abre y su lengua se estira. Está a punto de tocarme la cara.
     Me desperté agitado. La luz de la luna se filtraba por las rendijas de la persiana.

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