viernes, 15 de julio de 2011

33


     Abrazada a Onzari está Godín, mostrando un osito a la cámara. Es petisa, gordita y morocha. Le decían Bola Ocho.



     —Yo esta semana no puedo —nos dijo Angeleri—. Tengo que ayudarlo a mi viejo en el estudio. Igual no hace falta que nos reunamos; nos podemos repartir las preguntas. Después cada uno estudia su parte y listo. A mí déjenme las seis últimas. Es una más pero no importa.
     Lo interrumpieron los gritos de Pasco.
     —¡Eh! ¡¿Qué andás boqueando vos?!
     Godín siguió caminando como si nada. Venía por la vereda de enfrente.
     —¡A vos te estoy hablando, negra puta! —le gritó Pasco.
     La alcanzó al trote y se le plantó delante.
     —¿Qué pasa? —preguntó Godín.
     Pasco la empujó.
     —¡¿A quién le decís borracha, negra de mierda?! —dijo.
     —¡A mí no me vas a empujar! —gritó Godín y la agarró del pelo. Pasco le metió dos trompadas en la cara. Godín retrocedió aturdida; un hilo de sangre le empezó a brotar de la nariz. Antes de poder reaccionar recibió un tercer golpe, esta vez en la boca.
     Algunos de los pibes habían escuchado los gritos y se habían acercado a mirar. Se mataban de la risa. Uno se puso a tararear The eye of the tiger.
     —¡Pegale en la panza! —gritó Mikaela—. ¡Así no le quedan marcas!
     Godín salió corriendo. Pasco la persiguió. Cuando estaba a punto de ser alcanzada, Godín se dio vuelta y extendió las manos hacia delante.
     —¡Pará!
     Aceptando la sugerencia de su amiga, Pasco le encajó una patada en el estómago. Godín emitió un sonido grave y cayó para adelante. Caferri y Onzari llegaron corriendo justo para detener a Pasco cuando estaba por patearle la cabeza. Casi se les zafa, pero Maradona las ayudó a sujetarla.
     —¡Suéltenme! —chillaba Pasco—. ¡Suéltenme!
     Después se derrumbó sobre el suelo y se largó a llorar. Todos se quedaron en silencio.
     Me di vuelta buscando a Angeleri, pero no lo encontré. Como el mago Valtar, había desaparecido.



     —¿Y? ¿Alguna novedad con Daniel?
     —Sí. Que es un tarado.
     Paré la oreja.
     —¿Por qué, boluda?
     —Ayer fui a tomar unos mates a la casa. A eso de las cinco Marta se fue y nos quedamos solos.
     —¿Y qué pasó?
     —Nada… Yo pensé que iba a pasar algo, pero se puso a mirar fútbol. Me tuve que bancar todo el partido San Lorenzo-Independiente… Cuando terminó yo pensé: «Bueno, ahora me va a dar pelota», pero el tarado cambió de canal y se puso a mirar otro partido.
     —Qué bajón, boluda…
     —El primero te lo entiendo; él es de San Lorenzo. Pero el segundo era Brasil contra no sé quién… ¿No podía dejar de mirarlo?
     —Y… Viste cómo son los hombres con el fútbol…
     —Y encima el estúpido me pidió que el mate lo siguiera cebando yo…
     Me di cuenta de que Tortonese me estaba mirando. Me hice el boludo y seguí copiando las ecuaciones del pizarrón. Pensé que en el recreo me iba a decir algo, pero no lo hizo. Ni en ese ni en el segundo.
     —¿Dónde vivías vos? —me preguntó cuando salimos.
     —En Maipú. A dos cuadras de la quinta.
     —Ah, cierto… Entonces podemos agarrar por Yrigoyen, boludo… Me acompañás hasta la parada del ciento ochenta y cuatro y después vos seguís…
     —Bueno, dale… Vamos hasta la casa de él y doblamos —dije refiriéndome a Maidana.
     Angeleri ya no nos acompañaba. Decía que se tomaba el ciento sesenta y uno para ir al estudio del padre. En realidad se volvía a su casa con el mismo bondi de siempre, pero, en vez de ir a la avenida por Arenales, lo hacía por San Martín. Lo descubrí por casualidad un día que fui para ese lado. Los dos nos hicimos los boludos. En el colegio nos hablaba lo justo y necesario. Maidana seguía actuando como si nada hubiese pasado.
     En la parada Tortonese me tendió la mano, pero le dije que lo bancaba hasta que viniera el bondi.
     —Che, qué caaara… —me dijo después de unos minutos de silencio.
     Esta vez tenía ganas de que me preguntara.
     —Cómo te tiene Lezcano, eh… —Me palmeó la espalda—. Ya te dije: esas cosas no se me escapan, boludo…
     Me quedé callado.
     —Uy, vos estás mal en serio… ¿Ya la encaraste?
     Negué con la cabeza.
     —¿Y qué esperás?
     —Anda atrás de otro pibe… ¿No la escuchaste?
     —¿Y? Más razón para que te apures, boludo…
     No le respondí.
     —Además, por lo que escuché, el pibe no le da pelota. En realidad tendrías que estar contento con lo que dijo hoy. La mina está enojada. Tarado, le dijo.
     —Pero está enamorada…
     Tortonese se rió.
     —Enamorada… ¿Sabés cuánto le dura el amor a las minas? Dos días…
     No le respondí.
     —Te gusta en serio, ¿no?…
     Asentí.
     —Quiero decir: no es que nada más la querés para coger…
     Negué con la cabeza.
     —Te entiendo; a mí Macarena también me gustaba en serio.
     No dije nada.
     —No me creés, ¿no?
     —¿Por qué no te voy a creer?
     —Por lo que le conté a Boglioli. No sé por qué lo hice… En realidad sí sé. Yo pensé que era mi amigo y le quise contar lo que me había pasado. Yo no lo viví como sexo y nada más; Macarena era muy importante para mí. Y por culpa de esos hijos de puta la perdí.
     Llegó su colectivo pero lo dejó pasar.
     —Además yo no dije que antes de fin de año me la garchaba; dije que antes de fin de año seguro que lo hacíamos.
     Se quedó pensando.
     —Hablo de Boglioli y mirá qué buen amigo que soy yo; te pregunto por vos y me pongo a hablar de mí… Vos haceme caso: tenés que encararla y cuanto antes. Ni pienses en el otro pibe. Además vos tenés un punto a favor: no te gusta el fútbol.
     Se rió. Sonreí.
     —Por lo menos te hice cambiar la cara —dijo.
     —¿Y si me dice que no? —le pregunté.
     —Le insistís. Que no agarre viaje a la primera no quiere decir que no lo vaya a hacer más adelante. ¿Sabés lo que tuve que insistir con Macarena? —Se quedó callado unos segundos—. Para que después venga un hijo de puta como el Tano y lo arruine todo… —Me miró y se rió—. ¡Te estoy re-alentando, eh!… Uy, ahí viene otro. Este me lo tomo porque si no, voy a tener que esperar como media hora. —Me palmeó el hombro—. Bueno, Olarticoncha… Cambiá esa cara que con tantas minas en el mundo, no vale la pena angustiarse por una.



     Esa noche traté de seguir con la lámina. Puse todas las cosas sobre la mesa, me senté y me quedé mirando el dibujo. Después de estar así un rato largo, me tiré en la cama. No me sentía con ánimo para nada.

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