viernes, 1 de julio de 2011

29


     Llovía.
     Pasé frente a su casa. Justo estaba saliendo.
     —Cristian…
     Me miró.
     —Miguel… ¿Cómo andás?
     —Bien —le dije, y seguimos andando.
     —Se te mojaron los anteojos. Tendrías que ponerles limpiaparabrisas.
     Se debe creer que es el primero al que se le ocurre el chiste, pensé, pero le sonreí.
     Dudé pero le pregunté:
     —¿Y vos? ¿Cómo andás?
     —Bien…
     Después de unos segundos prosiguió.
     —Si me lo preguntás por lo de Mikaela, ya se me va a pasar. 
     En la esquina de la escuela no había nadie; todos habían entrado antes por la lluvia.
     —Tenés que comprarte un limpiaparabrisas —me dijo Mendoza cuando me vio.
     Otro…, pensé, y le sonreí.
     Me senté.
     —Che, Olarticoncha… Esto es para vos —me dijo el Tano tendiéndome un paquete con forma de cajita de CD.
     —¿Para mí?
     —Sí, por tu cumpleaños.
     —Gracias, boludo, ¿pero cómo lo sabías?
     —Te lo preguntaron en el cumpleaños de Javier, ¿no te acordás?
     Abrí el paquete. Era un CD de Body Count.
     —¿Y esto?
     —¿No los conocés? Escuchalo. Vas a ver que te va a gustar.
     —¡¿Hoy es tu cumpleaños?! —me preguntó Lezcano.
     —Sí.
     —¡Feliz cumpleaños!
     Me besó la mejilla.
     Tano: te amo.
     —¿Por qué no avisás, tonto?
     —¿Para qué?
     —¿Cómo para qué? Así te traía un regalito…
     Ese día se la pasó haciéndome dibujitos y escribiéndome su nombre en la carpeta.



     Para las vacaciones de invierno mi vieja y mi hermana se fueron a la costa. Yo me fui a La Pampa, a lo de mi viejo. Ya habían pasado dos años desde que volviera a Santa Rosa, su ciudad natal, después de haber perdido el trabajo que tenía en Buenos Aires. Cuando mi viejo se iba a laburar y yo me quedaba solo en la casa, me ponía a pensar en Lezcano. A veces lo hacía escuchando Wish you were here de Pink Floyd. El cassette era de mi viejo. Lo único que entendía de la letra era el título: Desearía que estuvieses aquí. Me imaginaba que se lo decía a ella. También la recordaba cuando tenía puesta la radio y pasaban Roxanne de The Police. No sabía que la letra hablaba de una puta. Mientras escuchaba música, miraba los dibujitos que me había hecho.
     Se me ocurrió enviarle una carta, pero no me animé a escribirle nada de lo que sentía. Le hablé en tono humorístico del viaje y de mi estadía en La Pampa. En los márgenes le hice algunos dibujos. Me puso triste no recibir respuesta.



     Salgo de la tienda de campaña con cuidado de no despertar a los otros. Es tiempo de relevar a Thorba; lo calculo por la posición de la luna. Me enfundo en mi abrigo y comienzo a andar. Encuentro a Thorba junto al fuego. Apoyo mi mano sobre su hombro y voltea la cabeza para mirarme. Tiene aspecto de orangután, pero su piel es azul. De su boca sobresalen unos colmillos de jabalí y coronan su cabeza dos cuernos de carnero. Contrario a lo que inspira su apariencia, es de carácter apacible. Lo encontramos en el Bosque Muerto, días después de abandonar el pueblo de Galhor. Unas arañas gigantes lo habían capturado y estaban a punto de devorarlo. Luego de que lo rescatáramos, se unió a nuestro grupo. Solo faltan dos de los aliados que menciona la profecía.
     «Ve a dormir; tu turno ha terminado», le digo.
     Sonríe y dice algo en su extraña lengua. Creo que se refiere al frío. Ninguno de nosotros entiende sus palabras; sin embargo, él parece comprendernos. Me da una palmada en la espalda, dice algo más y se retira.
     Me siento junto al fuego. El silencio de la noche sólo es interrumpido de tanto en tanto por el grito de algún pájaro solitario. Comienza a nevar. Recuerdo la primera vez que vi la nieve, en unas vacaciones que pasamos en Córdoba. Lo primero que hizo mi hermana fue meterse un puñado en la boca. Me pregunto si alguna vez volveré a ver a mi familia.
     Un crujido a mis espaldas interrumpe mis cavilaciones. Tomo mi arco y me volteo.
     «No te asustes», dice ella. «Soy yo.»
     «¿Qué hacés acá afuera con el frío que hace?»
     «Estoy desvelada. ¿Te puedo acompañar?»
     «Como quieras.»
     Se sienta a mi lado. A la luz del fuego sus ojos brillan. Permanecemos en silencio durante largos minutos. Después ella suspira y, sin levantar la vista, me dice:
     «Nunca te agradecí lo de los tiburones.»
     «¿Qué?», le pregunto.
     «En el Camino de Piedra, la vez que saltaste a la arena para salvarme… Nunca te lo agradecí.»
     «No tenés nada que agradecerme; si no fuera por Fernández y Tortonese, estaríamos muertos.»
     «Eso no quita que hayas sido muy valiente; cuando saltaste del camino no sabías lo que iba a pasar y sin embargo te arriesgaste.»
     La miro. Está abrazando sus piernas y tiene el mentón apoyado sobre las rodillas.
     «No fue valentía», le digo. «Fue miedo.»
     Me mira intrigada.
     «Miedo de perderte.»
     Baja la vista nuevamente y se sonroja.
     «La idea de que te pasara algo malo me resultaba insoportable. En ese momento no medí los riesgos.»
     Ella suspira.
     «Además», le digo, «vos te caíste del camino por intentar defenderme del Turco. Yo también te lo tengo que agradecer».
     «Yo sentí lo mismo que vos», me dice ella.
     Por un momento nos quedamos mirando el fuego. Un temblor recorre su cuerpo. Me aproximo a ella y la estrecho entre mis brazos para protegerla del frío. Por fortuna, en este universo no existe Domínguez.
     «Roxana», le digo, y me mira. Nuestras caras están muy cerca. «Te amo. Te amo con toda mi alma. Te amo desde que te conozco.»
     Entonces la beso y todo se disuelve.

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