lunes, 30 de mayo de 2011

20


     «¿Estás seguro de que estamos yendo para el norte?»
     «Sí, boludo, el viejo señaló para allá.»
     «¿Y si mandó fruta?»
     «¿Por qué nos iba a mentir?»
     «No sé… Parecía medio loco.»
     «Para mí que estaba drogado.»
     «¿Drogado?»
     «Sí… ¿No viste que hablaba todo lento?»
     «Ese es el este, así que estamos yendo para el norte.»
     «¿Qué cosa es celeste?»
     «El este, boludo… No celeste
     «¿Y cómo sabés que es el este?»
     «Porque cuando salimos de la cueva de los trolls el sol estaba allá, así que ese es el este y ese es el oeste.»
     «Che, me parece que en cualquier momento se larga.»
     «Si llueve nos vamos a cagar mojando; no hay un puto árbol…»
     «Y claro, si es un desierto, boludo…»
     «¿El sol sale por el este?»
     «¿Cómo vas a preguntar eso, animal?»
     «¿Estás seguro?»
     «Claro, boludo… ¿No viste que a Japón le dicen la Tierra del Sol Naciente?»
     «Ah… ¿Por eso tiene un círculo rojo en la bandera?»
     «Qué sé yo… Mirá lo que me preguntás…»
     «¿Cómo habrá hecho para desaparecer el viejo?»
     «No sé…»
     «¿Viste que tenía un ojo de cada color?»
     «Sí, como David Bowie.»
     «¿Será cierto lo de los tiburones de arena?»
     «Para mí que nos estaba verseando.»
     «¿Qué serán: tiburones hechos de arena o que andan en la arena?»
     «Cualquiera de las dos es cualquiera…»
     Todos se ríen.
     «Claro: cualquiera…»
     «Para mí que quiere decir que andan en la arena y el puente de piedra está para eso: para que no te agarren.»
     «¡Mirá si va a existir un tiburón que ande en la arena, boludo!…»
     «¿Y por qué no? Acá puede haber cualquier cosa. Si te contaban la de los trolls, ¿vos te la creías?»
     «Los trolls se parecen a la de historia.»
     Todos se ríen.
     «¿Alguna vez volveremos a ver a la de historia?»
     Nadie responde.
     «¿Cómo dijo el viejo que se llamaba este lugar?»
     «Astróbolo, Arbolón, algo así…»
     «Astrábalon», respondo.
     Comienza a llover con fuerza.
     «Mierda, lo que nos faltaba…»
     «¿Cómo va a llover en un desierto?»
     «¿No escuchaste eso de que hay desiertos en los que llueve una vez al año, boludo?»
     «¿Y justo ese día teníamos que pasar por acá, la puta madre?»
     De repente, me doy cuenta de que falta Lezcano.
     «¡¿Dónde está Roxana?! ¡Roxana! ¡Roxana!»
     «No grités; acá estoy…»
     Me sobresalto. Me volteo pero no la encuentro.
     «¿Dónde?»
     «Acá, al lado tuyo.»
     No la veo pero ahí está; su silueta se recorta en la lluvia.
     «¿Qué pasa? ¿No me ves?»
     Estiro mi mano y la toco. No lo puedo creer.
     «Estás invisible…»
     «Qué loco…», dice el Gato. «¿Vos te ves?»
     «Sí», responde Lezcano.
     «¿Qué te pasó?», le pregunto.
     «No sé…», me responde.
     «¿Sentiste algo raro?»
     «No, nada…»
     «¿No te habrá picado algún bicho?»
     «No que yo sepa…»
     «¿Será que esta lluvia te vuelve invisible?», pregunta Javier.
     «¿Qué va a ser, boludo? ¿Una lluvia que afecta solamente a las mujeres?», le dice el Tano.
     «Qué sé yo, boludo… Capaz que ahora desaparecemos todos…»
     «¿Hiciste algo fuera de lo normal?», le pregunto a Lezcano.
     «¿Algo como qué?»
     «No sé… ¿Tocaste algo?»
     «No… Yo iba caminando igual que todos ustedes… Después se largó a llover, me puse la capucha…»
     «¡Ahí está! ¡Eso es: la capucha! A ver, sacátela.»
     Repentinamente, se hace visible a nuestros ojos. Su cabello comienza a mojarse con la lluvia.
     «Acabamos de descubrir cuál es tu arma», le digo.
     «Ahora me voy a mojar del todo.»
     «¿Por qué? Ponétela de nuevo… ¿Qué problema hay?»
     «No, mejor no; a ver si me pasa algo… qué sé yo: me desmayo con la capucha puesta. ¿Te imaginás? ¿Después cómo hacen para encontrarme?»
     «Tenés razón.»
     Recién en ese momento me doy cuenta de que no llevo puestos los anteojos, acostumbrado como estoy a que se me mojen con la lluvia. Es increíble: no los tengo desde que llegamos a Astrábalon y, sin embargo, veo a la perfección.
     «Che, ¿y si sacás un paraguas de tu sombrero?», pregunta alguien.
     «A ver…», dice el Gato. «Perate que pienso una rima… Ahí va. Para protegernos de las aguas; sombrero, dame un paraguas.»
     Mete la mano en el sombrero y saca un salvavidas. Todos se ríen.
     «Qué sombrero de mierda…»
     «Igual parece que está parando, eh…»
     En efecto, la lluvia no tarda en cesar.
     Luego de andar un par de horas, divisamos a lo lejos el Camino de Piedra. Es una especie de pared, de tres metros de alto y dos de ancho, que se extiende hacia el norte hasta perderse en el horizonte.
     «Ese debe ser el camino del que hablaba el viejo.»
     «Parece re-alto. ¿Cómo carajo nos vamos a subir?»
     Cuando llegamos, descubrimos la respuesta: tallada en la roca misma, una escalera conduce a lo alto.
     «Caminante, ten cuidado con los tiburones de arena; no abandones por ninguna razón este camino», reza un cartel al pie de la escalera.
     «Parece que era verdad nomás.»
     «Para mí que lo puso el viejo, boludo.»
     «Yo diría que por las dudas le hagamos caso», sugiero.
     El Turco va último. Sube dos escalones y se detiene.
     «¿Qué pasa, Turco?», le pregunto.
     Abre la boca para decir algo. Se arrepiente.
     «Vamos; no nos queda otra que avanzar.»
     Titubea pero finalmente se pone en marcha.
     No tardamos mucho en toparnos con los puntos derruidos de los que el viejo nos había prevenido. Saltando los sorteamos sin mayor dificultad, a pesar de que la ropa mojada nos entorpece un poco. Sobre todo al Gato. Para saltar se agarra la túnica como si fuera una falda. Los pibes lo cargan.
     «Salte con cuidado, abuela», le dicen.
     Avanzamos durante una hora sin encontrar señales de tiburones ni de nada que se les parezca.
     «¿Vieron que al final yo tenía razón?», nos dice el Tano. «Tiburones de arena, que viejo pelotu…»
     La palabra se le congela en los labios. Sigo su mirada y quedo estupefacto; una aleta sobresale de la arena, a un costado del camino. Se hunde y vuelve a asomar, esta vez acompañada por dos más. Se mueven con dificultad, debe ser porque la arena está mojada. Miro al otro lado del camino y veo tres o cuatro más. Cuesta precisarlo porque están en constante movimiento. Algunos asoman la mitad del cuerpo, para luego volverse a hundir produciendo un crujido que me da escalofríos. De repente, el camino tiembla; algunos tiburones se lanzan contra la roca. Esa es la razón por la que algunos sectores se han ido derrumbando con el tiempo.
     «¿Qué hacemos?»
     «¿Qué vamos a hacer, boludo? Seguir caminando…»
     «Qué lugar de mierda…»
     Seguimos saltando las brechas que encontramos en el camino, pero ahora con mayor intranquilidad; un traspié puede ser el último. Adelante de todo van el Tano y Fernández. En un momento veo que se detienen. Cuando los alcanzo descubro por qué: tenemos frente a nosotros una brecha mayor que todas las anteriores.
     «¿Y ahora?»
     Por suerte no hay tiburones a la vista. De a poco han ido desapareciendo; se ve que se han dado por vencidos.
     «¿Y si bajamos, cruzamos corriendo y nos volvemos a trepar?»
    «No me parece que sea seguro», respondo. «Puede haber algún tiburón merodeando bajo la arena.»
     «¿Y entonces? ¿Pegamos la vuelta?»
     Lo miro al Turco. Está pálido y al borde del llanto.
     «Turco…»
     «¿Qué?», me responde con un hilo de voz.
     «Necesitamos tu ayuda», le digo. «Vos sos el que más probabilidades tiene de llegar al otro lado de un salto; tenés las piernas más largas. También sos el más fuerte y podrías sostener a los que lleguen raspando o alzarnos si nada más llegamos a agarrarnos al borde de la roca.»
     El Turco traga saliva.
     «Hasta podrías sostenerte de la pared y estirar las piernas para que se agarre de ellas alguno que haya caído en el intento. Sé que tenés la fuerza suficiente como para volver a trepar con alguien colgado.»
     No me responde.
     «¡Dale, Turco, no seas maricón!», le dice el Tano.
     «No lo jodás, Tano; es entendible que tenga miedo», digo.
     Por la mejilla del Turco se desliza una lágrima, sus labios tiemblan.
    «¡En nuestro mundo está todo el tiempo mandándose la parte de que se la banca y ahora que lo necesitamos se pone a llorar como una mina! ¡Mirá: hasta Lezcano se la banca más que vos, turco cagón!»
    «Cortala, Tano; no lo bardees más», digo, y me armo de paciencia para convencer al Turco. Luego de hablarle media hora, logro que acceda a saltar la brecha.
     «¿Quedamos así, Turco?»
     No emite una palabra, sólo asiente con la cabeza mientras se seca las lágrimas con el dorso de la mano. Se cuelga el escudo como si fuera una mochila, toma carrera y de un salto llega al otro lado sin ninguna dificultad.
     «¿Y, Turco? ¿No te dije que era fácil?»
     No me responde.
     «Bueno… ¿Quién sigue?»
     «Dejame a mí», dice el Tano.
     Cuando llega al otro lado pierde el equilibrio, pero el Turco lo sostiene. Lo mismo sucede con Lautaro. Javier y Lezcano quedan colgando, el Turco los ayuda a trepar hasta la superficie.
     «Con esta túnica de mierda se me complica», dice el Gato.
     «Quedate tranquilo que si te caés, el Turco te ayuda a subir», le digo.
     No llega pero logra aferrarse al borde de la roca. El Turco se queda quieto.
     «¡¿Qué pasa, Turco?!», dice el Gato. «¡Dame una mano!»
    El Turco no contesta. Lo miro; sonríe con una mueca horrible y tiene el escudo en el brazo. Sorpresivamente le patea la cabeza al Gato, que se desploma sobre la arena.
     «¡¿Qué hacés, hijo de puta?!», le grita Lautaro, y se lanza contra él. El Turco lo esquiva y lo golpea con el escudo en la cara, haciéndolo caer del camino. Busco a Lezcano con la mirada pero no la encuentro; se ha vuelto invisible. El Turco se dispone a atacar al Tano y a Javier. Tengo que detenerlo. Tomo carrera. Pierdo el equilibrio antes de dar el salto y quedo colgando del otro lado, aferrado a la roca. El Turco me descubre y se acerca a mí riendo entre dientes. Me pisa una mano, obligándome a soltar la roca, pero sosteniéndome con la otra logro agarrarme de su pantorrilla. Él apoya su otro pie en mi cara y me empuja hacia abajo.
     «¡La concha de tu madre, turco hijo de puta!»
     El Turco ríe. De repente se tambalea. Parece como si alguien se le hubiera colgado del cuello; tiene que ser Lezcano. Aprovecho la ocasión para trepar hasta la superficie. El Turco se debate con violencia hasta que logra desembarazarse de su enemigo invisible. Veo que la arena se hunde al costado del camino; Lezcano ha caído. La llamo sin obtener respuesta. Javier arremete contra el Turco, pero este lo derriba de un puñetazo en el mentón y se apodera del garrote. Levanto el escudo, que el Turco perdió en el forcejeo con Lezcano, justo a tiempo para cubrirme de un garrotazo que va dirigido a mi cabeza. Desenvaino mi daga, pero realmente no estoy dispuesto a usarla contra él.
     «¡¿Te volviste loco, Turco?!»
     Como respuesta, recibo una carcajada y otro garrotazo que amortiguo con el escudo. Por suerte el Turco es muy torpe combatiendo y logro desarmarlo con facilidad sin necesidad de lastimarlo. Parece que tuviera dos manos izquierdas, como las personas que él dibuja. Javier y el Tano lo sujetan, uno de cada brazo, mientras yo me dispongo a saltar para rescatar a Lezcano y a los otros. Tengo que darme prisa, sé que el Turco los puede juntar en el medio.
     De pronto, veo algo que me paraliza del espanto. Lautaro yace inconsciente en el suelo. Una gota de sangre se ha ido deslizando desde su nariz a través de su rostro y ahora está a punto de caer sobre la arena. Por alguna extraña razón adivino lo que sucederá. Llego al suelo al mismo tiempo que la gota de sangre y veo que a lo lejos se asoman un par de aletas.
     «¡Roxana!»
     Ella también se desmayó al caer. La encuentro con facilidad sobre el punto en el que la arena está hundida. La alzo en mis brazos y le digo al Gato que haga lo mismo con Lautaro.
     «¡No nos va a dar el tiempo, boludo!», me replica.
     Está en lo cierto, el peligro es inminente. Tanteo mi espalda en busca de mi arco, pero no lo encuentro. Debo haberlo perdido durante el combate con el Turco.
     «¡Sacá algo del sombrero!», le grito al Gato.
     «¡¿Algo como qué?!», me pregunta.
     «¡Lo que sea, pero rápido!»
     «¡Perá que no se me ocurre ninguna rima!»
     Los tiburones están cada vez más cerca.
     «¡Apurate, Gato!»
     «¡Ya va! ¡Ya va! ¡¿Qué puedo decir del sombrero que rime con arpón?!»
     Mi mente está en blanco. Los tiburones ya están a dos metros de nosotros.
     «¡Ahí está!», dice el Gato. «¡Sombrero, no seas maricón; dame ya mismo un arpón!»
     Saca del sombrero una caña de pescar. Uno de los tiburones se abalanza sobre Lautaro, pero antes de alcanzarlo es interceptado por la red de Tortonese.
     «¡No te preocupes, Gato; ya lo pesqué yo!», grita él desde lo alto.
    La red se contrae hasta ceñirse al cuerpo del animal, inmovilizándolo. El otro es fulminado por un rayo. Me vuelvo y lo veo a Fernández, junto a Tortonese, mirando perplejo su tridente. Estamos a salvo. Con el Gato reanimamos a Lezcano y a Lautaro y los ayudamos a trepar al camino.
     «¡Miguel!», me gritan el Tano y Javier. «¡Danos una mano que se nos zafa!»
     Los encuentro forcejeando con el Turco. Son un amasijo de brazos y piernas. El Turco ríe y dice palabras incomprensibles.
     «¡¿Qué te pasa, Turco?!», le pregunto.
     Saca la lengua y la mueve para todos lados; me recuerda a la nena de El exorcista.
    «¡Reaccioná!», le grito, y le doy una bofetada. No sé si es por eso, pero de inmediato vuelve en sí.
     «¿Estás bien, Turco?»
     Su expresión es de espanto. Repentinamente, señala el cielo y grita. Una sombra nos cubre. Al voltearme veo a dos demonios alados lanzándose en picada contra nosotros. Levanto mi arco del piso y lo preparo para disparar. Los demonios pasan junto a mí, van directo hacia el Turco. Lo alzan entre los dos y se lo llevan volando. Reprimo el impulso de dispararles; podría dañar al Turco. Llenos de impotencia los vemos alejarse.
     «¿Adónde se lo llevarán?»
     «A la Torre de los Tormentos», responde una voz a nuestras espaldas.
     Nos volvemos y descubrimos al viejo.
     «¡Campesino!», exclamamos al unísono.
     Tiene la boca abierta como la primera vez que lo vimos.
     «¿Qué es ese lugar del que hablas, campesino?»
    «La morada del Capitán Oscuro, uno de los nueve Guerreros del Infierno y el más poderoso servidor de Gorkänd Ghûl, Señor de los Demonios.»
     «¿Y qué razones tendrían para llevarse al Turco?»
    «Vuestro amigo fue poseído por la magia negra del Capitán Oscuro. Los demonios penetran con mayor facilidad en las mentes atemorizadas y, de todos vosotros, aquel al que llamáis el Turco es el que más miedo sentía. Al leer sus pensamientos, el Capitán Oscuro debe haber encontrado algo que despertó su interés y por esa razón envió a dos de sus esbirros a capturarlo.»
     «Es extraño encontrarte en este lugar, campesino. ¿Acaso nos has estado siguiendo?»
     «No exactamente…»
     Estoy a punto de preguntarle a qué se refiere con eso cuando Javier me interrumpe.
     «¿Qué onda, loco?»
     Mientras hablábamos con el viejo, mató de un garrotazo al tiburón que quedaba con vida. Ahora está intentando quitarle la red; pero los bordes de la misma han desaparecido, como si hubiese sido fabricada alrededor del animal.
     «Las armas solo obedecen a sus portadores legítimos», interviene el viejo.
     En efecto: al contacto con la mano de Tortonese, los bordes de la red reaparecen.
     «Che, al final está buena esta mierda, eh…»
     «¿Cómo sabes todo eso, campesino?»
     En vez de responderme, me dice: «Tuvisteis suerte; si la arena no hubiese estado mojada, no estarías vivos para contarlo».
     El otro tiburón está clavado en el suelo. Un hilo de humo se eleva de su carne calcinada.
     «¿Puedes indicarnos cómo llegar a la Torre de los Tormentos, campesino?»
     «Debéis internaros en las profundidades del Bosque Negro.»
     «¿Y hacia dónde debemos dirigirnos para llegar a ese bosque, campesino?»
     «Hacia el norte», dice el viejo mientras señala.
     Instintivamente, todos volteamos la mirada.
     «¿Y está muy lejos de aquí, campe…»
     Me interrumpo al descubrir que el viejo ha vuelto a desaparecer.
     «¿Cómo hace?»
     Miramos a los costados del camino sin encontrar rastros de él.
   «Este viejo sabe demasiado…», me dice el Tano. «¿No nos estará llevando a una trampa?»
     «No nos queda otra que arriesgarnos», digo. «Tenemos que rescatar al Turco.»
    Levanto el escudo, que está tirado sobre el camino, y busco a los demonios con la mirada. Tan solo son un punto negro contra el rojo del atardecer.

viernes, 27 de mayo de 2011

19

     Entré al aula y la vi. Tenía las manos detrás de la espalda. Sonreía.
     —¿Qué pasa?
     —Tengo algo para vos.
     —¿Para mí?
     —Sí. ¿No te acordás?
     —¿De qué? —Me acordé—. ¿El dibujo?
     —Síii…
     Me lo dio. Estaba doblado en dos, como el que yo le había regalado. Se tapó la cara.
     —Me da vergüenza; al lado del que me hiciste vos es feo feo.
     Lo abrí.
   Una viejita tejiendo en una silla mecedora. Sonríe y tiene puestos unos anteojitos redondos.
     —¡Gracias!… Está re-lindo…
    Había pasado tanto tiempo que ya lo daba por perdido. No dije nada pero ella se disculpó.
     —Tardé un montóon; perdonaame… Lo que pasa es que quería dibujar algo lo más lindo posible. Vos me hiciste uno tan hermoso que no te podía regalar cualquier cosa… Tiré como cuatro.
     La reté.
     —¿Cómo vas a hacer eso? Me hubieras regalado los cinco…
     Se rió.
     —Es que estaban muy feos…
     —Eso decís vos.
     Se escuchó la voz de Jerónimo.
    —Vayan entrando que la profesora llega en cualquier momento. Llamó para decir que venía con demora.
     Entraron algunos.
     —¿Estudiaste para la prueba? —me preguntó Lezcano.
     —No mucho pero es un tema fácil.
    —Che, Tortonese, ¿te puedo hacer una consulta? —le preguntó el Tano cuando lo vio entrar.
     —Decime.
     —Me quiero cortar el pelo y hacerme un jopito. ¿Qué spray me recomendás?
     Algunos se rieron. Tortonese le lanzó una mirada de odio a Mendoza pero no dijo nada.
     —¿Vos te lo hacés con un rulero o con el peine nomás?
     Tortonese no respondió.
     —Miren mi nueva agenda —nos dijo Lezcano a Domínguez y a mí.
     —¿Recién a esta altura del año te compraste una? —le preguntó Domínguez.
    —En realidad la encontré, en mi casa. Es una agenda que mi papá nunca usó. Es del año pasado, pero a mí me da igual porque solamente voy a usar el índice telefónico.
     —Che, está re-buena… —dijo Domínguez—. ¿Ya anotaste mi teléfono?
     —¡Obvio, boluda! Fue el primero… ¿Me pasás el tuyo, Miguel?
     Se lo dicté.
     —Bárbaro.
     Dudé pero le dije:
     —Yo el tuyo me lo sé de memoria.
     Se miraron con extrañeza.
     —¿Qué?
     —Que tu teléfono me lo sé de memoria porque…
     Se rieron.
     —¿Cómo vas a saber mi teléfono si no tengo?…
     Esa no me la esperaba.
    —Entonces entendí mal… Hace unos días escuché que le pasabas uno a ella. Se me quedó grabado porque es igual al de un amigo pero con otra característica.
     —¿Qué número era? —me preguntó Lezcano.
     Se lo dije.
     —Aaah, el de Marta… Ahora entiendo: vos te confundiste porque yo le dije a ella que me llamara a ese teléfono. Marta es la novia de mi papá. Vive en el mismo edificio que yo pero un piso más abajo.
     —Ah…
     —Igual sirve que lo sepas; cualquier cosa me podés llamar ahí. Me dejás un mensaje o le decís a Marta que volvés a llamar en cinco minutos y yo bajo y te atiendo.
     —Che, ¿estás anotando teléfonos? —preguntó el Turco—. Te paso el mío.
    Se me sentó al lado, en el banco de Javier. Me di cuenta de que el dibujo estaba a la vista, lo metí adentro de mi carpeta. Lezcano anotó el teléfono del Turco y justo entró la de inglés.
     —Por favor, ¿alguien les puede avisar a los que están afuera que ya llegué?
     Salió Godín.
     —Los demás guarden todo lo que tengan encima de los bancos que ya empezamos con la prueba.
     Cuando entraron todos, repartió las fotocopias.
     —Cuatro temas —dijo Javier por lo bajo—. Qué hija de puta…
     —Voy a obviar el comentario sobre mi madre porque no viene al caso —dijo la profesora con una sonrisa maliciosa—. ¿Tiene algún problema, señor D’Agostino, con que sean cuatro temas?
     Javier estaba todo colorado.
     —No, ninguno.
     —Bien. Mejor así.
     Alguien no pudo contener una risita.
    —Bueno, parece que alguien se acordó de un chiste… Ahora basta de tanto jolgorio y empiecen a hacer la prueba que en veinte minutos la retiro.
     —¡¿Cómo en veinte minutos, profesora?! —se quejó Boglioli.
     —Si estudió, con veinte minutos alcanza y sobra para hacer un examen multiple choice. ¿Qué necesita? ¿Más tiempo para copiarse?
     Boglioli no contestó.
     —Es casi la una y media. No lo digo en inglés para no ayudarlos con la prueba. Tienen hasta las dos menos diez para terminarla. No se pueden quejar; les estoy regalando tres minutos.
     —Dos —dijo el Gato.
     —Bueno, ahora basta de hacernos los graciosos, Arancibia…
     Empezamos la prueba. Después de unos minutos Javier me tocó la pierna. Lo miré y me señaló una pregunta de su hoja. Traté de susurrarle la respuesta, pero la profesora escuchó y miró para nuestro lado.
     —Por favor, absoluto silencio.
  Seguí leyendo mis preguntas. Al rato el Turco me pegó en la nuca con una bandita elástica. Ya me tenía podrido; desde un mes atrás me lo venía haciendo casi todos los días. Me di vuelta y lo miré con bronca.
     —Su fotocopia la tiene enfrente…
     Llegué a ver que el Turco se sonreía.
     La profesora me estaba mirando fijo. Busqué alguna excusa para darle; no se me ocurrió ninguna. Volví a mi prueba.
     —Bien. Parece que la encontró. No la vuelva a perder de vista.
     Traté de continuar con lo mío, pero Javier me volvió a tocar la pierna.
   Le puse cara de «¿Cómo querés que te pase?» y le señalé a la profesora con un movimiento de la cabeza.
     Señaló su prueba con la mirada y con el dedo se puso a dibujar números sobre el banco. Uno, dos, tres, cuatro…
     Suspiré y puse cara de «Está bien…».
     Volvió a señalar la pregunta de antes.
     Con el dedo dibujé en el banco el número de la respuesta correcta.
     Lo miré. Muy disimuladamente levantó el pulgar.
     Respondí dos preguntas de las mías. Antes de que pudiera responder la tercera, me tocó la pierna otra vez.
     Lo miré con cara de «Bueno, che…» y toqué dos veces mi hoja.
     Puso cara de «Por favor…».
    El Turco me volvió a pegar con la bandita elástica. Reprimí el impulso de darme vuelta. Solamente me froté la oreja.
     Javier me miró con cara de «¿Y?».
    Le estoy por dar la respuesta cuando de repente mi silla se traslada, como por arte de magia, hasta el centro del aula. El Turco la había empujado con las piernas. De milagro se mantuvo parada y no me caí a la mierda.
     La profesora no pudo contener la risa.
     —¿Se puede saber qué está haciendo? —me preguntó—. ¿Salió de paseo?
     Todos se rieron.
     Con la cara hirviendo, levanté mi silla y me volví a sentar en mi banco.

lunes, 23 de mayo de 2011

18


      Bueno, repasemos lo que le vamos a decir.
     No, no; nada de repasar. Si pienso mucho voy a empezar a dudar y después me agarra miedo.
     ¿Miedo a qué?
     ¡Dije que nada de pensar!
     Levanté el tubo y marqué.
     Llama.
     —Hola…
     Era la voz de una mujer.
     —Hola… —repitió.
     —Hola —dije yo.
     —¿Quién habla?
     Corté.



    Caminamos en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Atravesamos un bosque, luego la vegetación empieza a ralear para terminar desapareciendo por completo. Lo único que se escucha son nuestros pasos y el sonido del viento. Sólo Dios sabe con qué otros peligros tendremos que enfrentarnos en esta extraña tierra. Tengo hambre. Intento no pensar en eso. Para distraerme observo a los demás. Todos van vestidos de modo similar salvo Javier, con su indumentaria de bárbaro, y el Gato, que lleva una túnica y un sombrero puntiagudo como los que usan los magos en los dibujos animados. De hecho, algunas de las vestimentas y de las armas las había sacado de uno en particular que ahora no recuerdo cómo se llamaba. El Turco también se destaca del resto por unos guantes amariconados que lleva puestos. Parecen de dama antigua. Alguien hace un chiste sobre ellos, pero nadie está de ánimo como para prenderse.
     «¿Por qué no te los sacás y los tirás, boludo?», pregunta Lautaro.
     «Porque no sé si son mágicos», le responde el Turco con la mirada perdida.
      Pobre tonto, yo sé que no lo son.
     Lezcano está vestida de azul, con una falda corta y una capa con capucha. Primero la había vestido de rojo, para que le hiciera juego con los labios, pero parecía Caperucita y decidí cambiarle el color.
     «¿No me prestás el arco?», me pregunta Javier.
     Se lo doy. Intenta tensar la cuerda pero esta no aparece.
     «¿Qué pasa que no funciona?», me pregunta.
     «No sé. ¿A ver? Dame.»
     Tomo el arco y lanzo una flecha contra una roca que estalla en pedazos.
     «¿Qué onda?», pregunta Javier.
     «Tal vez sea que las armas funcionan solamente con sus dueños», le respondo.
     «¿A ver, Tano? ¿Me prestás tu guante y yo te presto el garrote?»
     «¿Qué te pensás, boludo? ¿Que son figuritas?»
     «Dale, boludo, que me quiero sacar una duda…»
     El Tano accede. Javier se acerca a una roca enorme.
     «¿Qué hace este boludo?», me pregunta Fernández.
     Detenemos la marcha. Javier le pega un puñetazo a la roca y se lastima la mano. Todos se ríen. Al menos están recuperando el humor. El Tano prueba con el garrote, la roca apenas se astilla. Intercambian nuevamente las armas y golpean la roca que se parte en cuatro.
     «Parece que es así», dice Javier. «Las armas funcionan nada más que con los dueños.»
     Siguen golpeando la roca mientras se ríen a carcajadas.
     «Che, déjense de joder y sigamos», les digo. «No conviene que la noche nos agarre al descubierto. No podemos saber si no hay trolls o cosas peores en los alrededores.»
     Sus caras se tornan sombrías y nos ponemos otra vez en movimiento.
     «Che, la mía está buena pero no me parece que tenga ningún poder…», dice Fernández señalando su tridente.
     «Puede ser que todavía no hayas aprendido cómo se usa», le digo. «Cuando vi mi arco por primera vez, pensé que estaba fallado. También tengo esta daga. Todavía no he descubierto su poder, pero estoy seguro de que no es una daga común y corriente.»
     «¿Por qué vos tenés dos armas?», me pregunta Javier.
     «No sé», le respondo.
     «¿Y me querés decir para qué carajo me sirve esto?», dice Tortonese. En la mano tiene una red. «¿Qué se supone? ¿Que vamos a pescar?»
     Todos se ríen.
   «Eso también es un arma, Tortonese», digo. «En la antigua Roma la usaban los gladiadores. Se los clasificaba según cómo iban armados y casualmente los reciarios llevaban tridente y red.»
     «Así sí tiene gracia: al tipo lo enredás y le das con el tridente, pero con la red sola me cago de angustia.»
     «Y bueno», digo, «habrá que trabajar en equipo».
     «Si vos te quejás, Tortonese, yo me tengo que pegar un tiro», dice Lautaro. «Mirá lo que me tocó a mí.»
     Muestra algo que parece un trozo de palo de escoba de unos veinte centímetros de largo.
     «¿Y eso?», le pregunta Javier.
     «Qué sé yo… Debe ser un toc-toc sin pareja…»
     Todos se ríen. Trato de imaginarme para qué puede servir, pero no se me ocurre nada.
     «Vos por lo menos tenés algo», dice el Gato. «Yo ni eso…»
     «Yo tampoco tengo nada», dice Lezcano.
     Me parece extraño.
   «¿Están seguros de que cuando llegaron no tenían nada en la mano?», les pregunto. «¿No se les habrá caído en medio del quilombo con los trolls?»
     Lezcano niega con la cabeza.
     «Segura.»
     «Yo lo único que tenía en la mano es el sombrero», dice el Gato.
     «Entonces esa es tu arma», le digo.
     Me mira burlón.
    «Claro, claro…», me dice, y me pega con el sombrero en la cabeza. «Mirá qué arma más poderosa.»
     Todos se ríen.
     «Debe ser un sombrero mágico, boludo…», digo.
     Se ríe.
   «Seguro, boludo», me dice, y recita burlón: «Sombrero, sombrerito, dame un sanguchito».
     Mete la mano en el sombrero y saca de él una zanahoria. La mira sorprendido.
     «Es mágico en serio, boludo…»
     «Pero te dio cualquier cosa…», dice Fernández.
     «A ver…», dice el Gato. «Sombrero, sombrerito, dame una hamburguesa.»
     Mete la mano y la saca vacía.
     «¿Qué pasa?»
     Prueba de nuevo con el sanguchito y esta vez saca una banana.
     «Esta mierda anda cuando quiere y para el culo.»
   «Che, Gato… Si no te la comés, ¿no me pasás la banana que estoy cagado de hambre?», dice Javier.
     Los pibes lo cargan.
     «Comete la banana y metete la zanahoria en el orto, puto», le dice el Tano, y todos se ríen.
     «¿No será que lo tenés que pedir rimando?», le digo al Gato.
     «¿Te parece?»
     Piensa un momento.
   «Prenda que se usa en la cabeza; dame, por favor, una hamburguesa», y saca una porción de tarta. «Ahora funciona pero me sigue dando cualquier cosa.» La prueba. «Encima es de choclo. No me gusta. ¿Por qué no me das una hamburguesa, sombrero del orto? ¿Qué sos? ¿Vegetariano?»
     Todos se ríen.
     «Para mí que todavía no le agarrás la mano», digo.
    «Dale, boludo, paremos a comer», dice Tortonese. «Sacá cualquier cosa. Mientras sea comida…»
    Nos sentamos en el suelo y el Gato va sacando alimentos del sombrero, siempre distintos a los que pide. Vegetariano no es porque a mí me toca un choripán.
     «Che, capaz que la mía es una varita mágica…», dice Lautaro. «Vara, varita, dame una empanadita», pero no pasa nada. «Ma sí… Yo la tiro a la mierda.»
     «¡No hagas eso, Lautaro!», le digo. «¿Y si tiene un poder oculto que el día de mañana nos saca de un aprieto?»
     «Está bien, papá, la guardo…»
     Todos se ríen.
     El Turco come en silencio; apenas si habló en el camino.
     «¿Y tu escudo hace algo?», le pregunta alguien.
     «No sé», responde, y sigue comiendo.
   ¿Estará así porque todavía tiene miedo o porque le da vergüenza que lo hayan visto lloriqueando como una niña? Probablemente sean ambas cosas.
    De repente, siento como si alguien nos estuviese observando. Me volteo y lo veo. Es viejo y extremadamente delgado. Nos mira fijo, como estudiándonos. Sus ojos son de distinto color y le falta un dedo de la mano izquierda. Sus ropas están raídas, son poco más que harapos. El poco pelo que le queda en la cabeza le crece en las sienes, pero, como para compensarlo, su barba gris es bien tupida. Escucho que la charla se corta en seco y adivino que ellos también lo han descubierto. Lentamente va abriendo su boca, sin sacarnos la vista de encima, pero al terminar de abrirla no emite sonido alguno. Sólo nos muestra sus dientes amarillos y su lengua morada. Soy yo el que rompe el silencio.
     «¿Quiere algo de comer, señor?»
     El viejo me clava la mirada, sin cerrar la boca. Luego de unos segundos me responde, hablando pausadamente.
     «Eres muy amable y te lo agradezco, pero no soy ningún señor. Tan sólo soy un viejo campesino.»
     Hablo como él para que no sienta extrañeza.
     «¿Quieres sentarte con nosotros, campesino?»
     Menea la cabeza, pero solo después de un momento articula la respuesta.
     «Permaneceré de pie.»
     Dudo pero finalmente le pregunto:
     «¿Puedes decirnos dónde nos encontramos, campesino?»
     «En el Desierto de Môrksand.»
     «¿Y eso dónde está?», pregunta Tortonese.
     El viejo parpadea.
     «En el continente de Rockengäld.»
     «¿Y ese continente dónde queda?», pregunta Lautaro.
     Lo miro con reprobación.
     «Es la pregunta más extraña que he oído en mi vida…», dice el viejo. «El continente de Rockengäld está en nuestra tierra, Astrábalon. ¿Dónde más podría estar?»
     El nombre lo había obtenido combinando las palabras astrágalo —un hueso del pie— y Avalón —la isla del rey Arturo—. Mezclé las dos palabras porque me gustaban, pero a la segunda le cambié la v por una b para que no se pareciera tanto.
     «Vosotros habláis una jerga muy extraña.»
     Titubeo.
     «Es queee… venimos de una tierra muy lejana.» Rápidamente cambio de tema. «¿Cómo llegamos al poblado más cercano, campesino?»
     «Debéis tomar el Camino de Piedra; pero andad con precaución, pues se ha derruido en algunos puntos y en la zona abundan los tiburones de arena.»
     «¡¿Los qué?!», pregunta Fernández.
     Le hago una seña para que se calle.
     «Entiendo tu sorpresa, forastero; este es uno de los pocos lugares de Astrábalon en los que todavía habitan esas criaturas.»
     «¿Está lejos de aquí ese camino, campesino?», pregunto.
     «A unas veinte leguas.»
    «Nosotros no sabeismois de leguas, campesino», dice Javier. «¿Cuántas cuadras soin más o menos?»
     Lo fulmino con la mirada. Antes de que el viejo pueda responder, le pregunto:
     «¿Hacia dónde debemos dirigirnos para llegar al Camino de Piedra, campesino?»
     «Hacia el norte», dice el viejo mientras señala.
     Instintivamente, todos volteamos la mirada.
     «¿Estás seguro de que no quieres comer, campe…»
     Me interrumpo al descubrir que el viejo ha desaparecido.
     «¿Adónde se fue?»
     A nuestro alrededor, el paraje desértico; ni una sola roca a la vista. No hay sitio dónde haya podido esconderse.

sábado, 21 de mayo de 2011

17


     Levanté el tubo y marqué.
     Ocupado.
     Volví a intentar y lo mismo.
     Esperé un rato. Mientras tanto repasé mentalmente lo que le iba a decir y me imaginé lo que ella podía responder.
     —Hola…
     —Hola. ¿Roxana?
     —¿Miguel?
     —Sí. ¿Cómo andás?
     —¡Bien! Qué raro vos llamando…
     Parece contenta.
     —Te llamaba para seguir con la charla de hoy.
     —¡Bárbaro! ¿Cómo conseguiste mi teléfono?
     —El otro día te escuché cuando se lo pasabas a Marina. Se me quedó grabado porque es igual al teléfono de un amigo pero con otra característica.
     —¿En serio? ¡Mirá que casualidad! ¿Es el mismo chico que a veces visitás a la salida?
     —¿Sabés que sí? El mismo.
     Lo intenté de nuevo.
     Ocupado. ¿Será posible? Una vez que me decido…
     Volví a imaginar la conversación.
     —Hola…
     —Hola. ¿Roxana?
     —Sí. ¿Quién habla?
     —Miguel.
     Duda.
     —¿Qué Miguel?
     —Miguel… De la escuela…
     —Ah, sos vos… ¿De dónde sacaste mi teléfono?
     —El otro día te escuché cuando se lo pasabas a Marina. Se me quedó grabado porque es igual al teléfono de un amigo pero con otra característica.
     Unos segundos de silencio.
     —Ah… ¿Qué necesitabas?
     Ya estoy nervioso y me empieza a temblar la voz.
     —Eeeh… Te llamaba paraa… para saludar nomás. Para seguir conn… la charla de hoy.
     Silencio absoluto.
     —La dee…La de los libros.
     Silencio absoluto.
     —Hola…
     —Sí, sí; te escucho… ¿Sabés lo que pasa, Miguel? Justo me estaba por ir.
     Probé otra vez: seguía dando ocupado.
     Para mí que es una señal… Ya me puse nervioso. ¿Y si tartamudeo?… Mejor la llamo mañana más tranquilo.



     Suena el timbre para entrar al colegio. Como la de biología todavía no llegó, algunos se quedan boludeando en el patio interno. Dentro del aula estamos: Lezcano, Javier, el Turco, el Tano, Tortonese, Fernández, el Gato, Lautaro y yo. Somos nueve. Estoy charlando con Lezcano y me parece ver en el suelo algo que brilla, detrás del banco de Maidana. Me acerco. Descubro una gema verde que emite un extraño fulgor. Estiro mi mano para agarrarla. Mis dedos tocan su superficie y un destello súbito me enceguece.
     Siento que todo da vueltas a mi alrededor y que mi cuerpo se eleva, cada vez a mayor velocidad. Luego la velocidad va disminuyendo hasta que quedo suspendido en el aire. Me extraña no haberme golpeado la cabeza contra el techo. Vuelvo a descender y mis pies se apoyan en el suelo nuevamente. Al recuperar la visión, descubro que estoy en una especie de caverna. Veo junto a mí a los otros que estaban en el aula, pero hay algo extraño en ellos: están vestidos con indumentaria medieval. Me miro y descubro que yo también estoy vestido de ese modo. En una mano conservo la gema verde, que ahora ya no brilla. En la otra tengo un arco. Una daga con su vaina pende de mi cinturón. Los otros también tienen objetos en sus manos, o al menos la mayoría de ellos.
     De repente, veo algo que me deja sin aliento: tres figuras gigantescas reposan en el fondo de la caverna. No puedo dar crédito a mis ojos. Son trolls. No sé si hemos hecho ruido al llegar, pero se están despertando. Uno de ellos nos mira perplejo. Otro se despereza. El tercero bosteza y chasquea la lengua como si tuviese la boca pastosa. Lentamente se incorporan y se acercan a nosotros. Tanteo mi espalda en busca de flechas pero no las encuentro, incluso descubro que el arco no tiene cuerda. Maldigo mi suerte y busco a Lezcano con la mirada. Está a unos metros de mí, temblando de pies a cabeza. Me acerco a ella y la tomo en mis brazos.
     Una de las criaturas ha llegado hasta nosotros. Se inclina para mirar al que tiene más cerca. El Tano tiene puesto en la mano derecha un guante de hierro, como los que usan los caballeros medievales, pero es el único componente de armadura con el que cuenta. El troll lo olfatea e intenta apresarlo. El Tano grita despavorido y le da un puñetazo en la mano. La bestia ruge, se agarra el dedo índice. El Tano mira el guante con sorpresa. Luego sonríe y le asesta otro puñetazo al troll, esta vez en la cara, aprovechando que todavía se encuentra en cuclillas. El primer golpe fue instintivo, pero este es calculado y lo hace volar por los aires hasta estrellarse contra una de las paredes de la caverna. El suelo tiembla, algunos fragmentos de roca se desprenden del techo. Los otros dos trolls titubean y detienen su marcha. Uno de ellos le dice algo a su compañero en una lengua extraña. El otro asiente con la cabeza y ambos comienzan a correr hacia nosotros. Como por reflejo, intento tensar la cuerda inexistente de mi arco. Al tiempo que lo hago, caigo en la cuenta de mi error; pero me sorprendo al observar que a mi tacto se forman una cuerda y una flecha que parecen de fuego. Extrañamente, no siento calor en mis dedos. Los trolls vacilan un instante y siguen avanzando. Suelto la cuerda del arco y la flecha vuela hasta estallar contra el pecho de uno de ellos, que grita de dolor. Su compañero huye hacia el fondo de la cueva, pero él está furioso. De dos zancadas nos alcanza con intención de aplastarnos. Javier está vestido como un bárbaro, con calzones y botas de piel. En la cabeza lleva un casco con cuernos y empuña un garrote con el que golpea al troll en el tobillo. La criatura aúlla y salta en el lugar mientras se agarra el pie lastimado. Javier aprovecha para darle un garrotazo en el otro y el troll se desploma llorando de dolor.
     Escucho un ruido extraño a mis espaldas. Me volteo y lo veo al Turco, acurrucado contra una pared, cubriéndose con un escudo. Emite unos chillidos agudos muy graciosos. Si no fuera por lo alarmante de nuestra situación, me reiría a mis anchas.
     «¡Cuidado!», grita Lautaro.
     El tercer troll ha vuelto del fondo de la caverna cargando una enorme roca. Se dispone a aplastarnos con ella, pero con una flecha la hago volar en pedazos. Mientras el monstruo busca otro proyectil, sus dos compañeros, que ya se han recuperado, avanzan hacia nosotros. Tengo que hacer algo y cuanto antes. De pronto estallo en carcajadas de alegría. Todos me miran como si estuviese loco.
     «¿Cómo no se me ocurrió antes?», digo, y tenso la cuerda de mi arco para arrojar una flecha contra el techo.
     «¿Qué hacés, boludo?», me pregunta Tortonese.
     «Ya vas a ver», le respondo.
     La primera flecha solo hace que la roca se resquebraje, pero con dos más logro abrir una grieta. La luz del sol inunda la caverna y los tres trolls se vuelven de piedra.
   Yo me sigo riendo, debe ser por la tensión acumulada. Me siento en el suelo y me recuesto contra una pared.
     «¿Cómo sabías que iba a pasar eso?», me pregunta Tortonese.
     Cuando logro contener la risa, señalo las tres estatuas grotescas.
    «Los trolls no pueden exponerse a la luz del sol sin convertirse en piedra, por eso durante el día se refugian en sus cuevas.»
     «¿Trolls? ¿Qué son los trolls?», me pregunta Fernández. «¿Y cómo sabés todo eso?»
     «Porque leí sobre ellos en varios libros.»
     «Dios mío…», dice el Gato. «¿Dónde estamos?»
     «No tengo idea», digo yo. «Se supone que estas cosas no existen.»
     Me acerco a Lezcano y la abrazo. Ella apoya su cabeza en mi pecho. Mientras acaricio sus cabellos, escucho al Turco sollozando en un rincón. Me resulta extraño; nunca hubiese imaginado que justamente él iba a reaccionar de esta manera.
     «¿Qué vamos a hacer?», me pregunta el Tano.
     «No sé», le respondo. «Por empezar salgamos de este lugar.»

lunes, 16 de mayo de 2011

16


    Me despedí de Angeleri. Por suerte esta vez no tenía nada para contarme. Lezcano y Domínguez cruzaban la avenida. Las esperé. Venían charlando.
     —Las acompaño; voy para ese lado.
     —Bueno —dijo Lezcano.
     —¿Hoy me dejás que visite a mi amigo?
     —No hay problema.
   Yo pensé que iba a seguir con el juego, pero, en vez de eso, siguió hablando con Domínguez.
     ¿Estará ofendida porque no hice nada cuando Javier le tocó el culo?
     Hablaban de la película Cuando Harry conoció a Sally.
     La tendría que haber defendido. Qué mal que quedé…
     Ya habíamos andado dos cuadras sin que me dirigiera la palabra.
    Sí, está ofendida. Y tiene razón: le regalo un dibujo pero no soy capaz de decir nada cuando le tocan el culo.
     —¿Vos la viste?
     Me sobresalté.
     —¡Epa! ¡Otra vez te asusté! ¡Qué chico más asustadizo!
     ¿Lo dirá por lo del culo?
     —Perdoná, es que venía pensando.
     —¿En qué? Tenés una cara…
     —Ennn mi amigo… Es que anda medio mal.
     —¿De salud?
     —No, no… De plata.
     —¿Sí?
     —Sí. Parece que en cualquier momento le sacan la casa.
     —¡Pobre! ¡Qué feo, che!… Con razón estabas tan callado…
     —Sí, pero no te preocupes… ¿Qué me habías preguntado?
     —Si viste Cuando Harry conoció a Sally.
     —Mmmh no…
    —A los chicos no les gusta ese tipo de películas —intervino Domínguez—. Ellos son poco románticos.
     Lezcano me miró.
     —Yo sí soy romántico —le dije.
     —¿Sí? —me preguntó.
     —Sí.
     —¿En qué, por ejemplo?
     —¿Eh?
     —¿En qué sos romántico?
     Dudé.
     —Qué sé yo… Soyyy… nostálgico, por ejemplo.
     —Son dos cosas distintas. Una cosa es ser romántico y otra cosa es ser nostálgico.
     —¿Qué es ser romántico? ¿A ver?
     Dudó.
    —Y… Ser romántico es… que te gusten las historias de amoor… que te guste estar enamoraado… deciir… lo que uno siente sin miedo a quedar en ridículo… Ser romántico es muchas cosas.
     Ya me estaba empezando a sentir incómodo.
     Se rió.
     —¡Me acabo de acordar de un sueño que tuve!
     —¿Sí?
    —Sí. Soñé con vos y con Zaldivar. —Llegamos a Roca—. Los acompaño un poco más así te cuento. Soñé que Zaldivar te hacía pasar al frente y al lado de la puerta del aula había una pila de ladrillos. Entonces ella te decía que con los ladrillos le muestres a la clase cómo son las depresiones.
     —¿Las depresiones?
     —Sí, las depresiones… Los valles.
     —Ah… ¿Y entonces?
   —Entonces vos le decías que no podías. «A lo sumo le podré hacer una meseta», le decías.
     Nos reímos.
     —¿Eso le decía?
     —Sí, y ella se enojaba y te mostraba en el pizarrón cómo tenías que hacer.
     —Qué sueño raro…
     —¿Y se enojaba? —preguntó Domínguez.
     —Sí, se enojaba; no era como en la realidad.
     —No me la imagino —dijo Domínguez.
     —Qué rara que es esa mujer… —dije yo.
     —Sí, para mí que está loca —dijo Domínguez.
     —¡Ay, qué maaala, che!… —la reprendió Lezcano—. ¡Pobre mujer!
     —Yo no dije nada malo…
     —Dijiste que está loca.
     —Sí, dije eso, pero no para insultarla. A mí me da pena…
     —Sí, a mí también. Los pibes se re-zarpan. Angeleri, Maidana y vos son los únicos que no la joden.
     Puse cara de circunstancia. En realidad, a mí la de geografía me causaba gracia.
     —Lo que yo me pregunto es si se da cuenta de que la joden —dijo Domínguez.
   —Para mí que sí se da cuenta pero no dice nada porque no tiene carácter —opinó Lezcano.
     —Después se quejan de Villanueva y de Krantz, pero son las únicas que respetan.
     —No las respetan, les tienen miedo…
     —Villanueva… —intervine—. Otro personaje…
     —Che, ¿será cierto lo que dice este pibe, el hermano de D’Agostino; lo de las recetas de cocina y los partidos de fútbol? —me preguntó Lezcano.
   —No sé, yo a tanto no llegué. Pero siempre me saco diez y a veces le mando cada fruta…
     —¿Cómo qué, por ejemplo?
    —Nada que no tenga que ver con el tema, pero a veces le pongo dos veces lo mismo con distintas palabras o le pongo ejemplos con detalles que no vienen al caso.
     —¿Y no se da cuenta?
     —No. Qué se va a dar cuenta… Si no lee las pruebas; cuenta las hojas y pone la nota.
     —¿Te parece?
     —Sí. Yo ya ni estudio. Leo un poco en el recreo anterior y me saco diez.
     —Volviendo al tema del respeto a las profesoras, Marina: vos te olvidás de la de lengua. O la de dibujo. A las dos las respetan y son re-buenas minas. En ningún momento tienen que amenazar con poner amonestaciones.
     —Lo que pasa es que las dos hacen la clase interesante —dijo Domínguez—. En cambio Zaldivar… Ni ella misma entiende lo que explica. Si siempre nos hace estudiar del libro…
    —Che, hablando de la de lengua: está bárbaro el libro que estamos leyendo… —dijo Lezcano.
     —Tampoco es para tanto… —dijo Domínguez.
     —A mí me encanta —dijo Lezcano—. Teníamos que leer hasta el capítulo siete pero yo ya me lo leí todo. No me aguantaba más: quería saber si el tipo se salvaba.
     —Si está escrito en primera persona, Roxana… —dijo Domínguez—. ¿Cómo no se va a salvar?
     —Bueno, qué sé yo…
     —Además, adelante de todo ya te dice que el tipo se salva. Si después del título Relato de un náufrago dice algo así como: que se salvó después de estar no sé cuántos días en la balsa y que fue besado por las reinas de la belleza y después rechazado por el gobierno de no sé dónde y bla bla bla…
     —Al final vos decís de los chicos pero vos a veces también sos poco romántica.
    —¿Por qué? ¿Qué tiene que ver el amor con un tipo en una balsa comiéndose una gaviota?…
     —Ay, Mariiina… ¿Cómo vas a decir eso? Ser romántica es muchas cosas, no nada más lo que tiene que ver con el amor. Ser romántica es que te guste la aventura también, apasionarse imaginando historias… ¿A vos te gustó el libro, Miguel?
     —Sí, otras cosas me han gustado más pero no está mal. Yo también me lo leí hasta el final.
     —¿Otras cosas como qué?
     —Qué sé yo… Cosas de Julio Verne, de Poe, de Lovecraft, Tolkien, Kafka…
     —¡¿Leíste La metamorfosis?!
     —Sí.
     —¡¿Viste qué bueno que está?!
     —Sí, está bárbaro.
     —Leíste mucho, parece…
    —Lo que pasa es que mi vieja lee mucho y en casa hay un montón de libros. Ella estudió filosofía y letras.
    —¡Ay, no me digas! ¡Es una de las carreras que quiero seguir! Estoy entre esa, veterinaria y periodismo.
     —Mirá vos…
    —A mí me encanta Bécquer… Mark Twain, Lewis Carroll… Yo también leí algo de Julio Verne, y de Kafka nada más leí La metamorfosis pero me encantó. ¡Ay, ya llegamos! ¡Qué pena, con lo linda que estaba la charla!…
     —La seguimos un rato más si querés…
     —No, encima de que tu amigo está mal no lo vas a dejar esperando…
     —Tenés razón.
     ¿Por qué mierda le habré dicho eso?…
     —Igual mañana nos vemos y la seguimos.
     —Dale. Nos vemos mañana.
     Nos saludamos y cada uno se fue por su lado.