Bueno, repasemos lo que le vamos a decir.
No, no; nada de repasar. Si pienso mucho voy a empezar a dudar y después me agarra miedo.
¿Miedo a qué?
¡Dije que nada de pensar!
Levanté el tubo y marqué.
Llama.
—Hola…
Era la voz de una mujer.
—Hola… —repitió.
—Hola —dije yo.
—¿Quién habla?
Corté.
Caminamos en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Atravesamos un bosque, luego la vegetación empieza a ralear para terminar desapareciendo por completo. Lo único que se escucha son nuestros pasos y el sonido del viento. Sólo Dios sabe con qué otros peligros tendremos que enfrentarnos en esta extraña tierra. Tengo hambre. Intento no pensar en eso. Para distraerme observo a los demás. Todos van vestidos de modo similar salvo Javier, con su indumentaria de bárbaro, y el Gato, que lleva una túnica y un sombrero puntiagudo como los que usan los magos en los dibujos animados. De hecho, algunas de las vestimentas y de las armas las había sacado de uno en particular que ahora no recuerdo cómo se llamaba. El Turco también se destaca del resto por unos guantes amariconados que lleva puestos. Parecen de dama antigua. Alguien hace un chiste sobre ellos, pero nadie está de ánimo como para prenderse.
«¿Por qué no te los sacás y los tirás, boludo?», pregunta Lautaro.
«Porque no sé si son mágicos», le responde el Turco con la mirada perdida.
Pobre tonto, yo sé que no lo son.
Lezcano está vestida de azul, con una falda corta y una capa con capucha. Primero la había vestido de rojo, para que le hiciera juego con los labios, pero parecía Caperucita y decidí cambiarle el color.
«¿No me prestás el arco?», me pregunta Javier.
Se lo doy. Intenta tensar la cuerda pero esta no aparece.
«¿Qué pasa que no funciona?», me pregunta.
«No sé. ¿A ver? Dame.»
Tomo el arco y lanzo una flecha contra una roca que estalla en pedazos.
«¿Qué onda?», pregunta Javier.
«Tal vez sea que las armas funcionan solamente con sus dueños», le respondo.
«¿A ver, Tano? ¿Me prestás tu guante y yo te presto el garrote?»
«¿Qué te pensás, boludo? ¿Que son figuritas?»
«Dale, boludo, que me quiero sacar una duda…»
El Tano accede. Javier se acerca a una roca enorme.
«¿Qué hace este boludo?», me pregunta Fernández.
Detenemos la marcha. Javier le pega un puñetazo a la roca y se lastima la mano. Todos se ríen. Al menos están recuperando el humor. El Tano prueba con el garrote, la roca apenas se astilla. Intercambian nuevamente las armas y golpean la roca que se parte en cuatro.
«Parece que es así», dice Javier. «Las armas funcionan nada más que con los dueños.»
Siguen golpeando la roca mientras se ríen a carcajadas.
«Che, déjense de joder y sigamos», les digo. «No conviene que la noche nos agarre al descubierto. No podemos saber si no hay trolls o cosas peores en los alrededores.»
Sus caras se tornan sombrías y nos ponemos otra vez en movimiento.
«Che, la mía está buena pero no me parece que tenga ningún poder…», dice Fernández señalando su tridente.
«Puede ser que todavía no hayas aprendido cómo se usa», le digo. «Cuando vi mi arco por primera vez, pensé que estaba fallado. También tengo esta daga. Todavía no he descubierto su poder, pero estoy seguro de que no es una daga común y corriente.»
«¿Por qué vos tenés dos armas?», me pregunta Javier.
«No sé», le respondo.
«¿Y me querés decir para qué carajo me sirve esto?», dice Tortonese. En la mano tiene una red. «¿Qué se supone? ¿Que vamos a pescar?»
Todos se ríen.
«Eso también es un arma, Tortonese», digo. «En la antigua Roma la usaban los gladiadores. Se los clasificaba según cómo iban armados y casualmente los reciarios llevaban tridente y red.»
«Así sí tiene gracia: al tipo lo enredás y le das con el tridente, pero con la red sola me cago de angustia.»
«Y bueno», digo, «habrá que trabajar en equipo».
«Si vos te quejás, Tortonese, yo me tengo que pegar un tiro», dice Lautaro. «Mirá lo que me tocó a mí.»
Muestra algo que parece un trozo de palo de escoba de unos veinte centímetros de largo.
«¿Y eso?», le pregunta Javier.
«Qué sé yo… Debe ser un toc-toc sin pareja…»
Todos se ríen. Trato de imaginarme para qué puede servir, pero no se me ocurre nada.
«Vos por lo menos tenés algo», dice el Gato. «Yo ni eso…»
«Yo tampoco tengo nada», dice Lezcano.
Me parece extraño.
«¿Están seguros de que cuando llegaron no tenían nada en la mano?», les pregunto. «¿No se les habrá caído en medio del quilombo con los trolls?»
Lezcano niega con la cabeza.
«Segura.»
«Yo lo único que tenía en la mano es el sombrero», dice el Gato.
«Entonces esa es tu arma», le digo.
Me mira burlón.
«Claro, claro…», me dice, y me pega con el sombrero en la cabeza. «Mirá qué arma más poderosa.»
Todos se ríen.
«Debe ser un sombrero mágico, boludo…», digo.
Se ríe.
«Seguro, boludo», me dice, y recita burlón: «Sombrero, sombrerito, dame un sanguchito».
Mete la mano en el sombrero y saca de él una zanahoria. La mira sorprendido.
«Es mágico en serio, boludo…»
«Pero te dio cualquier cosa…», dice Fernández.
«A ver…», dice el Gato. «Sombrero, sombrerito, dame una hamburguesa.»
Mete la mano y la saca vacía.
«¿Qué pasa?»
Prueba de nuevo con el sanguchito y esta vez saca una banana.
«Esta mierda anda cuando quiere y para el culo.»
«Che, Gato… Si no te la comés, ¿no me pasás la banana que estoy cagado de hambre?», dice Javier.
Los pibes lo cargan.
«Comete la banana y metete la zanahoria en el orto, puto», le dice el Tano, y todos se ríen.
«¿No será que lo tenés que pedir rimando?», le digo al Gato.
«¿Te parece?»
Piensa un momento.
«Prenda que se usa en la cabeza; dame, por favor, una hamburguesa», y saca una porción de tarta. «Ahora funciona pero me sigue dando cualquier cosa.» La prueba. «Encima es de choclo. No me gusta. ¿Por qué no me das una hamburguesa, sombrero del orto? ¿Qué sos? ¿Vegetariano?»
Todos se ríen.
«Para mí que todavía no le agarrás la mano», digo.
«Dale, boludo, paremos a comer», dice Tortonese. «Sacá cualquier cosa. Mientras sea comida…»
Nos sentamos en el suelo y el Gato va sacando alimentos del sombrero, siempre distintos a los que pide. Vegetariano no es porque a mí me toca un choripán.
«Che, capaz que la mía es una varita mágica…», dice Lautaro. «Vara, varita, dame una empanadita», pero no pasa nada. «Ma sí… Yo la tiro a la mierda.»
«¡No hagas eso, Lautaro!», le digo. «¿Y si tiene un poder oculto que el día de mañana nos saca de un aprieto?»
«Está bien, papá, la guardo…»
Todos se ríen.
El Turco come en silencio; apenas si habló en el camino.
«¿Y tu escudo hace algo?», le pregunta alguien.
«No sé», responde, y sigue comiendo.
¿Estará así porque todavía tiene miedo o porque le da vergüenza que lo hayan visto lloriqueando como una niña? Probablemente sean ambas cosas.
De repente, siento como si alguien nos estuviese observando. Me volteo y lo veo. Es viejo y extremadamente delgado. Nos mira fijo, como estudiándonos. Sus ojos son de distinto color y le falta un dedo de la mano izquierda. Sus ropas están raídas, son poco más que harapos. El poco pelo que le queda en la cabeza le crece en las sienes, pero, como para compensarlo, su barba gris es bien tupida. Escucho que la charla se corta en seco y adivino que ellos también lo han descubierto. Lentamente va abriendo su boca, sin sacarnos la vista de encima, pero al terminar de abrirla no emite sonido alguno. Sólo nos muestra sus dientes amarillos y su lengua morada. Soy yo el que rompe el silencio.
«¿Quiere algo de comer, señor?»
El viejo me clava la mirada, sin cerrar la boca. Luego de unos segundos me responde, hablando pausadamente.
«Eres muy amable y te lo agradezco, pero no soy ningún señor. Tan sólo soy un viejo campesino.»
Hablo como él para que no sienta extrañeza.
«¿Quieres sentarte con nosotros, campesino?»
Menea la cabeza, pero solo después de un momento articula la respuesta.
«Permaneceré de pie.»
Dudo pero finalmente le pregunto:
«¿Puedes decirnos dónde nos encontramos, campesino?»
«En el Desierto de Môrksand.»
«¿Y eso dónde está?», pregunta Tortonese.
El viejo parpadea.
«En el continente de Rockengäld.»
«¿Y ese continente dónde queda?», pregunta Lautaro.
Lo miro con reprobación.
«Es la pregunta más extraña que he oído en mi vida…», dice el viejo. «El continente de Rockengäld está en nuestra tierra, Astrábalon. ¿Dónde más podría estar?»
El nombre lo había obtenido combinando las palabras astrágalo —un hueso del pie— y Avalón —la isla del rey Arturo—. Mezclé las dos palabras porque me gustaban, pero a la segunda le cambié la v por una b para que no se pareciera tanto.
«Vosotros habláis una jerga muy extraña.»
Titubeo.
«Es queee… venimos de una tierra muy lejana.» Rápidamente cambio de tema. «¿Cómo llegamos al poblado más cercano, campesino?»
«Debéis tomar el Camino de Piedra; pero andad con precaución, pues se ha derruido en algunos puntos y en la zona abundan los tiburones de arena.»
«¡¿Los qué?!», pregunta Fernández.
Le hago una seña para que se calle.
«Entiendo tu sorpresa, forastero; este es uno de los pocos lugares de Astrábalon en los que todavía habitan esas criaturas.»
«¿Está lejos de aquí ese camino, campesino?», pregunto.
«A unas veinte leguas.»
«Nosotros no sabeismois de leguas, campesino», dice Javier. «¿Cuántas cuadras soin más o menos?»
Lo fulmino con la mirada. Antes de que el viejo pueda responder, le pregunto:
«¿Hacia dónde debemos dirigirnos para llegar al Camino de Piedra, campesino?»
«Hacia el norte», dice el viejo mientras señala.
Instintivamente, todos volteamos la mirada.
«¿Estás seguro de que no quieres comer, campe…»
Me interrumpo al descubrir que el viejo ha desaparecido.
«¿Adónde se fue?»
A nuestro alrededor, el paraje desértico; ni una sola roca a la vista. No hay sitio dónde haya podido esconderse.
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