sábado, 21 de mayo de 2011

17


     Levanté el tubo y marqué.
     Ocupado.
     Volví a intentar y lo mismo.
     Esperé un rato. Mientras tanto repasé mentalmente lo que le iba a decir y me imaginé lo que ella podía responder.
     —Hola…
     —Hola. ¿Roxana?
     —¿Miguel?
     —Sí. ¿Cómo andás?
     —¡Bien! Qué raro vos llamando…
     Parece contenta.
     —Te llamaba para seguir con la charla de hoy.
     —¡Bárbaro! ¿Cómo conseguiste mi teléfono?
     —El otro día te escuché cuando se lo pasabas a Marina. Se me quedó grabado porque es igual al teléfono de un amigo pero con otra característica.
     —¿En serio? ¡Mirá que casualidad! ¿Es el mismo chico que a veces visitás a la salida?
     —¿Sabés que sí? El mismo.
     Lo intenté de nuevo.
     Ocupado. ¿Será posible? Una vez que me decido…
     Volví a imaginar la conversación.
     —Hola…
     —Hola. ¿Roxana?
     —Sí. ¿Quién habla?
     —Miguel.
     Duda.
     —¿Qué Miguel?
     —Miguel… De la escuela…
     —Ah, sos vos… ¿De dónde sacaste mi teléfono?
     —El otro día te escuché cuando se lo pasabas a Marina. Se me quedó grabado porque es igual al teléfono de un amigo pero con otra característica.
     Unos segundos de silencio.
     —Ah… ¿Qué necesitabas?
     Ya estoy nervioso y me empieza a temblar la voz.
     —Eeeh… Te llamaba paraa… para saludar nomás. Para seguir conn… la charla de hoy.
     Silencio absoluto.
     —La dee…La de los libros.
     Silencio absoluto.
     —Hola…
     —Sí, sí; te escucho… ¿Sabés lo que pasa, Miguel? Justo me estaba por ir.
     Probé otra vez: seguía dando ocupado.
     Para mí que es una señal… Ya me puse nervioso. ¿Y si tartamudeo?… Mejor la llamo mañana más tranquilo.



     Suena el timbre para entrar al colegio. Como la de biología todavía no llegó, algunos se quedan boludeando en el patio interno. Dentro del aula estamos: Lezcano, Javier, el Turco, el Tano, Tortonese, Fernández, el Gato, Lautaro y yo. Somos nueve. Estoy charlando con Lezcano y me parece ver en el suelo algo que brilla, detrás del banco de Maidana. Me acerco. Descubro una gema verde que emite un extraño fulgor. Estiro mi mano para agarrarla. Mis dedos tocan su superficie y un destello súbito me enceguece.
     Siento que todo da vueltas a mi alrededor y que mi cuerpo se eleva, cada vez a mayor velocidad. Luego la velocidad va disminuyendo hasta que quedo suspendido en el aire. Me extraña no haberme golpeado la cabeza contra el techo. Vuelvo a descender y mis pies se apoyan en el suelo nuevamente. Al recuperar la visión, descubro que estoy en una especie de caverna. Veo junto a mí a los otros que estaban en el aula, pero hay algo extraño en ellos: están vestidos con indumentaria medieval. Me miro y descubro que yo también estoy vestido de ese modo. En una mano conservo la gema verde, que ahora ya no brilla. En la otra tengo un arco. Una daga con su vaina pende de mi cinturón. Los otros también tienen objetos en sus manos, o al menos la mayoría de ellos.
     De repente, veo algo que me deja sin aliento: tres figuras gigantescas reposan en el fondo de la caverna. No puedo dar crédito a mis ojos. Son trolls. No sé si hemos hecho ruido al llegar, pero se están despertando. Uno de ellos nos mira perplejo. Otro se despereza. El tercero bosteza y chasquea la lengua como si tuviese la boca pastosa. Lentamente se incorporan y se acercan a nosotros. Tanteo mi espalda en busca de flechas pero no las encuentro, incluso descubro que el arco no tiene cuerda. Maldigo mi suerte y busco a Lezcano con la mirada. Está a unos metros de mí, temblando de pies a cabeza. Me acerco a ella y la tomo en mis brazos.
     Una de las criaturas ha llegado hasta nosotros. Se inclina para mirar al que tiene más cerca. El Tano tiene puesto en la mano derecha un guante de hierro, como los que usan los caballeros medievales, pero es el único componente de armadura con el que cuenta. El troll lo olfatea e intenta apresarlo. El Tano grita despavorido y le da un puñetazo en la mano. La bestia ruge, se agarra el dedo índice. El Tano mira el guante con sorpresa. Luego sonríe y le asesta otro puñetazo al troll, esta vez en la cara, aprovechando que todavía se encuentra en cuclillas. El primer golpe fue instintivo, pero este es calculado y lo hace volar por los aires hasta estrellarse contra una de las paredes de la caverna. El suelo tiembla, algunos fragmentos de roca se desprenden del techo. Los otros dos trolls titubean y detienen su marcha. Uno de ellos le dice algo a su compañero en una lengua extraña. El otro asiente con la cabeza y ambos comienzan a correr hacia nosotros. Como por reflejo, intento tensar la cuerda inexistente de mi arco. Al tiempo que lo hago, caigo en la cuenta de mi error; pero me sorprendo al observar que a mi tacto se forman una cuerda y una flecha que parecen de fuego. Extrañamente, no siento calor en mis dedos. Los trolls vacilan un instante y siguen avanzando. Suelto la cuerda del arco y la flecha vuela hasta estallar contra el pecho de uno de ellos, que grita de dolor. Su compañero huye hacia el fondo de la cueva, pero él está furioso. De dos zancadas nos alcanza con intención de aplastarnos. Javier está vestido como un bárbaro, con calzones y botas de piel. En la cabeza lleva un casco con cuernos y empuña un garrote con el que golpea al troll en el tobillo. La criatura aúlla y salta en el lugar mientras se agarra el pie lastimado. Javier aprovecha para darle un garrotazo en el otro y el troll se desploma llorando de dolor.
     Escucho un ruido extraño a mis espaldas. Me volteo y lo veo al Turco, acurrucado contra una pared, cubriéndose con un escudo. Emite unos chillidos agudos muy graciosos. Si no fuera por lo alarmante de nuestra situación, me reiría a mis anchas.
     «¡Cuidado!», grita Lautaro.
     El tercer troll ha vuelto del fondo de la caverna cargando una enorme roca. Se dispone a aplastarnos con ella, pero con una flecha la hago volar en pedazos. Mientras el monstruo busca otro proyectil, sus dos compañeros, que ya se han recuperado, avanzan hacia nosotros. Tengo que hacer algo y cuanto antes. De pronto estallo en carcajadas de alegría. Todos me miran como si estuviese loco.
     «¿Cómo no se me ocurrió antes?», digo, y tenso la cuerda de mi arco para arrojar una flecha contra el techo.
     «¿Qué hacés, boludo?», me pregunta Tortonese.
     «Ya vas a ver», le respondo.
     La primera flecha solo hace que la roca se resquebraje, pero con dos más logro abrir una grieta. La luz del sol inunda la caverna y los tres trolls se vuelven de piedra.
   Yo me sigo riendo, debe ser por la tensión acumulada. Me siento en el suelo y me recuesto contra una pared.
     «¿Cómo sabías que iba a pasar eso?», me pregunta Tortonese.
     Cuando logro contener la risa, señalo las tres estatuas grotescas.
    «Los trolls no pueden exponerse a la luz del sol sin convertirse en piedra, por eso durante el día se refugian en sus cuevas.»
     «¿Trolls? ¿Qué son los trolls?», me pregunta Fernández. «¿Y cómo sabés todo eso?»
     «Porque leí sobre ellos en varios libros.»
     «Dios mío…», dice el Gato. «¿Dónde estamos?»
     «No tengo idea», digo yo. «Se supone que estas cosas no existen.»
     Me acerco a Lezcano y la abrazo. Ella apoya su cabeza en mi pecho. Mientras acaricio sus cabellos, escucho al Turco sollozando en un rincón. Me resulta extraño; nunca hubiese imaginado que justamente él iba a reaccionar de esta manera.
     «¿Qué vamos a hacer?», me pregunta el Tano.
     «No sé», le respondo. «Por empezar salgamos de este lugar.»

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