viernes, 27 de mayo de 2011

19

     Entré al aula y la vi. Tenía las manos detrás de la espalda. Sonreía.
     —¿Qué pasa?
     —Tengo algo para vos.
     —¿Para mí?
     —Sí. ¿No te acordás?
     —¿De qué? —Me acordé—. ¿El dibujo?
     —Síii…
     Me lo dio. Estaba doblado en dos, como el que yo le había regalado. Se tapó la cara.
     —Me da vergüenza; al lado del que me hiciste vos es feo feo.
     Lo abrí.
   Una viejita tejiendo en una silla mecedora. Sonríe y tiene puestos unos anteojitos redondos.
     —¡Gracias!… Está re-lindo…
    Había pasado tanto tiempo que ya lo daba por perdido. No dije nada pero ella se disculpó.
     —Tardé un montóon; perdonaame… Lo que pasa es que quería dibujar algo lo más lindo posible. Vos me hiciste uno tan hermoso que no te podía regalar cualquier cosa… Tiré como cuatro.
     La reté.
     —¿Cómo vas a hacer eso? Me hubieras regalado los cinco…
     Se rió.
     —Es que estaban muy feos…
     —Eso decís vos.
     Se escuchó la voz de Jerónimo.
    —Vayan entrando que la profesora llega en cualquier momento. Llamó para decir que venía con demora.
     Entraron algunos.
     —¿Estudiaste para la prueba? —me preguntó Lezcano.
     —No mucho pero es un tema fácil.
    —Che, Tortonese, ¿te puedo hacer una consulta? —le preguntó el Tano cuando lo vio entrar.
     —Decime.
     —Me quiero cortar el pelo y hacerme un jopito. ¿Qué spray me recomendás?
     Algunos se rieron. Tortonese le lanzó una mirada de odio a Mendoza pero no dijo nada.
     —¿Vos te lo hacés con un rulero o con el peine nomás?
     Tortonese no respondió.
     —Miren mi nueva agenda —nos dijo Lezcano a Domínguez y a mí.
     —¿Recién a esta altura del año te compraste una? —le preguntó Domínguez.
    —En realidad la encontré, en mi casa. Es una agenda que mi papá nunca usó. Es del año pasado, pero a mí me da igual porque solamente voy a usar el índice telefónico.
     —Che, está re-buena… —dijo Domínguez—. ¿Ya anotaste mi teléfono?
     —¡Obvio, boluda! Fue el primero… ¿Me pasás el tuyo, Miguel?
     Se lo dicté.
     —Bárbaro.
     Dudé pero le dije:
     —Yo el tuyo me lo sé de memoria.
     Se miraron con extrañeza.
     —¿Qué?
     —Que tu teléfono me lo sé de memoria porque…
     Se rieron.
     —¿Cómo vas a saber mi teléfono si no tengo?…
     Esa no me la esperaba.
    —Entonces entendí mal… Hace unos días escuché que le pasabas uno a ella. Se me quedó grabado porque es igual al de un amigo pero con otra característica.
     —¿Qué número era? —me preguntó Lezcano.
     Se lo dije.
     —Aaah, el de Marta… Ahora entiendo: vos te confundiste porque yo le dije a ella que me llamara a ese teléfono. Marta es la novia de mi papá. Vive en el mismo edificio que yo pero un piso más abajo.
     —Ah…
     —Igual sirve que lo sepas; cualquier cosa me podés llamar ahí. Me dejás un mensaje o le decís a Marta que volvés a llamar en cinco minutos y yo bajo y te atiendo.
     —Che, ¿estás anotando teléfonos? —preguntó el Turco—. Te paso el mío.
    Se me sentó al lado, en el banco de Javier. Me di cuenta de que el dibujo estaba a la vista, lo metí adentro de mi carpeta. Lezcano anotó el teléfono del Turco y justo entró la de inglés.
     —Por favor, ¿alguien les puede avisar a los que están afuera que ya llegué?
     Salió Godín.
     —Los demás guarden todo lo que tengan encima de los bancos que ya empezamos con la prueba.
     Cuando entraron todos, repartió las fotocopias.
     —Cuatro temas —dijo Javier por lo bajo—. Qué hija de puta…
     —Voy a obviar el comentario sobre mi madre porque no viene al caso —dijo la profesora con una sonrisa maliciosa—. ¿Tiene algún problema, señor D’Agostino, con que sean cuatro temas?
     Javier estaba todo colorado.
     —No, ninguno.
     —Bien. Mejor así.
     Alguien no pudo contener una risita.
    —Bueno, parece que alguien se acordó de un chiste… Ahora basta de tanto jolgorio y empiecen a hacer la prueba que en veinte minutos la retiro.
     —¡¿Cómo en veinte minutos, profesora?! —se quejó Boglioli.
     —Si estudió, con veinte minutos alcanza y sobra para hacer un examen multiple choice. ¿Qué necesita? ¿Más tiempo para copiarse?
     Boglioli no contestó.
     —Es casi la una y media. No lo digo en inglés para no ayudarlos con la prueba. Tienen hasta las dos menos diez para terminarla. No se pueden quejar; les estoy regalando tres minutos.
     —Dos —dijo el Gato.
     —Bueno, ahora basta de hacernos los graciosos, Arancibia…
     Empezamos la prueba. Después de unos minutos Javier me tocó la pierna. Lo miré y me señaló una pregunta de su hoja. Traté de susurrarle la respuesta, pero la profesora escuchó y miró para nuestro lado.
     —Por favor, absoluto silencio.
  Seguí leyendo mis preguntas. Al rato el Turco me pegó en la nuca con una bandita elástica. Ya me tenía podrido; desde un mes atrás me lo venía haciendo casi todos los días. Me di vuelta y lo miré con bronca.
     —Su fotocopia la tiene enfrente…
     Llegué a ver que el Turco se sonreía.
     La profesora me estaba mirando fijo. Busqué alguna excusa para darle; no se me ocurrió ninguna. Volví a mi prueba.
     —Bien. Parece que la encontró. No la vuelva a perder de vista.
     Traté de continuar con lo mío, pero Javier me volvió a tocar la pierna.
   Le puse cara de «¿Cómo querés que te pase?» y le señalé a la profesora con un movimiento de la cabeza.
     Señaló su prueba con la mirada y con el dedo se puso a dibujar números sobre el banco. Uno, dos, tres, cuatro…
     Suspiré y puse cara de «Está bien…».
     Volvió a señalar la pregunta de antes.
     Con el dedo dibujé en el banco el número de la respuesta correcta.
     Lo miré. Muy disimuladamente levantó el pulgar.
     Respondí dos preguntas de las mías. Antes de que pudiera responder la tercera, me tocó la pierna otra vez.
     Lo miré con cara de «Bueno, che…» y toqué dos veces mi hoja.
     Puso cara de «Por favor…».
    El Turco me volvió a pegar con la bandita elástica. Reprimí el impulso de darme vuelta. Solamente me froté la oreja.
     Javier me miró con cara de «¿Y?».
    Le estoy por dar la respuesta cuando de repente mi silla se traslada, como por arte de magia, hasta el centro del aula. El Turco la había empujado con las piernas. De milagro se mantuvo parada y no me caí a la mierda.
     La profesora no pudo contener la risa.
     —¿Se puede saber qué está haciendo? —me preguntó—. ¿Salió de paseo?
     Todos se rieron.
     Con la cara hirviendo, levanté mi silla y me volví a sentar en mi banco.

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