lunes, 30 de mayo de 2011

20


     «¿Estás seguro de que estamos yendo para el norte?»
     «Sí, boludo, el viejo señaló para allá.»
     «¿Y si mandó fruta?»
     «¿Por qué nos iba a mentir?»
     «No sé… Parecía medio loco.»
     «Para mí que estaba drogado.»
     «¿Drogado?»
     «Sí… ¿No viste que hablaba todo lento?»
     «Ese es el este, así que estamos yendo para el norte.»
     «¿Qué cosa es celeste?»
     «El este, boludo… No celeste
     «¿Y cómo sabés que es el este?»
     «Porque cuando salimos de la cueva de los trolls el sol estaba allá, así que ese es el este y ese es el oeste.»
     «Che, me parece que en cualquier momento se larga.»
     «Si llueve nos vamos a cagar mojando; no hay un puto árbol…»
     «Y claro, si es un desierto, boludo…»
     «¿El sol sale por el este?»
     «¿Cómo vas a preguntar eso, animal?»
     «¿Estás seguro?»
     «Claro, boludo… ¿No viste que a Japón le dicen la Tierra del Sol Naciente?»
     «Ah… ¿Por eso tiene un círculo rojo en la bandera?»
     «Qué sé yo… Mirá lo que me preguntás…»
     «¿Cómo habrá hecho para desaparecer el viejo?»
     «No sé…»
     «¿Viste que tenía un ojo de cada color?»
     «Sí, como David Bowie.»
     «¿Será cierto lo de los tiburones de arena?»
     «Para mí que nos estaba verseando.»
     «¿Qué serán: tiburones hechos de arena o que andan en la arena?»
     «Cualquiera de las dos es cualquiera…»
     Todos se ríen.
     «Claro: cualquiera…»
     «Para mí que quiere decir que andan en la arena y el puente de piedra está para eso: para que no te agarren.»
     «¡Mirá si va a existir un tiburón que ande en la arena, boludo!…»
     «¿Y por qué no? Acá puede haber cualquier cosa. Si te contaban la de los trolls, ¿vos te la creías?»
     «Los trolls se parecen a la de historia.»
     Todos se ríen.
     «¿Alguna vez volveremos a ver a la de historia?»
     Nadie responde.
     «¿Cómo dijo el viejo que se llamaba este lugar?»
     «Astróbolo, Arbolón, algo así…»
     «Astrábalon», respondo.
     Comienza a llover con fuerza.
     «Mierda, lo que nos faltaba…»
     «¿Cómo va a llover en un desierto?»
     «¿No escuchaste eso de que hay desiertos en los que llueve una vez al año, boludo?»
     «¿Y justo ese día teníamos que pasar por acá, la puta madre?»
     De repente, me doy cuenta de que falta Lezcano.
     «¡¿Dónde está Roxana?! ¡Roxana! ¡Roxana!»
     «No grités; acá estoy…»
     Me sobresalto. Me volteo pero no la encuentro.
     «¿Dónde?»
     «Acá, al lado tuyo.»
     No la veo pero ahí está; su silueta se recorta en la lluvia.
     «¿Qué pasa? ¿No me ves?»
     Estiro mi mano y la toco. No lo puedo creer.
     «Estás invisible…»
     «Qué loco…», dice el Gato. «¿Vos te ves?»
     «Sí», responde Lezcano.
     «¿Qué te pasó?», le pregunto.
     «No sé…», me responde.
     «¿Sentiste algo raro?»
     «No, nada…»
     «¿No te habrá picado algún bicho?»
     «No que yo sepa…»
     «¿Será que esta lluvia te vuelve invisible?», pregunta Javier.
     «¿Qué va a ser, boludo? ¿Una lluvia que afecta solamente a las mujeres?», le dice el Tano.
     «Qué sé yo, boludo… Capaz que ahora desaparecemos todos…»
     «¿Hiciste algo fuera de lo normal?», le pregunto a Lezcano.
     «¿Algo como qué?»
     «No sé… ¿Tocaste algo?»
     «No… Yo iba caminando igual que todos ustedes… Después se largó a llover, me puse la capucha…»
     «¡Ahí está! ¡Eso es: la capucha! A ver, sacátela.»
     Repentinamente, se hace visible a nuestros ojos. Su cabello comienza a mojarse con la lluvia.
     «Acabamos de descubrir cuál es tu arma», le digo.
     «Ahora me voy a mojar del todo.»
     «¿Por qué? Ponétela de nuevo… ¿Qué problema hay?»
     «No, mejor no; a ver si me pasa algo… qué sé yo: me desmayo con la capucha puesta. ¿Te imaginás? ¿Después cómo hacen para encontrarme?»
     «Tenés razón.»
     Recién en ese momento me doy cuenta de que no llevo puestos los anteojos, acostumbrado como estoy a que se me mojen con la lluvia. Es increíble: no los tengo desde que llegamos a Astrábalon y, sin embargo, veo a la perfección.
     «Che, ¿y si sacás un paraguas de tu sombrero?», pregunta alguien.
     «A ver…», dice el Gato. «Perate que pienso una rima… Ahí va. Para protegernos de las aguas; sombrero, dame un paraguas.»
     Mete la mano en el sombrero y saca un salvavidas. Todos se ríen.
     «Qué sombrero de mierda…»
     «Igual parece que está parando, eh…»
     En efecto, la lluvia no tarda en cesar.
     Luego de andar un par de horas, divisamos a lo lejos el Camino de Piedra. Es una especie de pared, de tres metros de alto y dos de ancho, que se extiende hacia el norte hasta perderse en el horizonte.
     «Ese debe ser el camino del que hablaba el viejo.»
     «Parece re-alto. ¿Cómo carajo nos vamos a subir?»
     Cuando llegamos, descubrimos la respuesta: tallada en la roca misma, una escalera conduce a lo alto.
     «Caminante, ten cuidado con los tiburones de arena; no abandones por ninguna razón este camino», reza un cartel al pie de la escalera.
     «Parece que era verdad nomás.»
     «Para mí que lo puso el viejo, boludo.»
     «Yo diría que por las dudas le hagamos caso», sugiero.
     El Turco va último. Sube dos escalones y se detiene.
     «¿Qué pasa, Turco?», le pregunto.
     Abre la boca para decir algo. Se arrepiente.
     «Vamos; no nos queda otra que avanzar.»
     Titubea pero finalmente se pone en marcha.
     No tardamos mucho en toparnos con los puntos derruidos de los que el viejo nos había prevenido. Saltando los sorteamos sin mayor dificultad, a pesar de que la ropa mojada nos entorpece un poco. Sobre todo al Gato. Para saltar se agarra la túnica como si fuera una falda. Los pibes lo cargan.
     «Salte con cuidado, abuela», le dicen.
     Avanzamos durante una hora sin encontrar señales de tiburones ni de nada que se les parezca.
     «¿Vieron que al final yo tenía razón?», nos dice el Tano. «Tiburones de arena, que viejo pelotu…»
     La palabra se le congela en los labios. Sigo su mirada y quedo estupefacto; una aleta sobresale de la arena, a un costado del camino. Se hunde y vuelve a asomar, esta vez acompañada por dos más. Se mueven con dificultad, debe ser porque la arena está mojada. Miro al otro lado del camino y veo tres o cuatro más. Cuesta precisarlo porque están en constante movimiento. Algunos asoman la mitad del cuerpo, para luego volverse a hundir produciendo un crujido que me da escalofríos. De repente, el camino tiembla; algunos tiburones se lanzan contra la roca. Esa es la razón por la que algunos sectores se han ido derrumbando con el tiempo.
     «¿Qué hacemos?»
     «¿Qué vamos a hacer, boludo? Seguir caminando…»
     «Qué lugar de mierda…»
     Seguimos saltando las brechas que encontramos en el camino, pero ahora con mayor intranquilidad; un traspié puede ser el último. Adelante de todo van el Tano y Fernández. En un momento veo que se detienen. Cuando los alcanzo descubro por qué: tenemos frente a nosotros una brecha mayor que todas las anteriores.
     «¿Y ahora?»
     Por suerte no hay tiburones a la vista. De a poco han ido desapareciendo; se ve que se han dado por vencidos.
     «¿Y si bajamos, cruzamos corriendo y nos volvemos a trepar?»
    «No me parece que sea seguro», respondo. «Puede haber algún tiburón merodeando bajo la arena.»
     «¿Y entonces? ¿Pegamos la vuelta?»
     Lo miro al Turco. Está pálido y al borde del llanto.
     «Turco…»
     «¿Qué?», me responde con un hilo de voz.
     «Necesitamos tu ayuda», le digo. «Vos sos el que más probabilidades tiene de llegar al otro lado de un salto; tenés las piernas más largas. También sos el más fuerte y podrías sostener a los que lleguen raspando o alzarnos si nada más llegamos a agarrarnos al borde de la roca.»
     El Turco traga saliva.
     «Hasta podrías sostenerte de la pared y estirar las piernas para que se agarre de ellas alguno que haya caído en el intento. Sé que tenés la fuerza suficiente como para volver a trepar con alguien colgado.»
     No me responde.
     «¡Dale, Turco, no seas maricón!», le dice el Tano.
     «No lo jodás, Tano; es entendible que tenga miedo», digo.
     Por la mejilla del Turco se desliza una lágrima, sus labios tiemblan.
    «¡En nuestro mundo está todo el tiempo mandándose la parte de que se la banca y ahora que lo necesitamos se pone a llorar como una mina! ¡Mirá: hasta Lezcano se la banca más que vos, turco cagón!»
    «Cortala, Tano; no lo bardees más», digo, y me armo de paciencia para convencer al Turco. Luego de hablarle media hora, logro que acceda a saltar la brecha.
     «¿Quedamos así, Turco?»
     No emite una palabra, sólo asiente con la cabeza mientras se seca las lágrimas con el dorso de la mano. Se cuelga el escudo como si fuera una mochila, toma carrera y de un salto llega al otro lado sin ninguna dificultad.
     «¿Y, Turco? ¿No te dije que era fácil?»
     No me responde.
     «Bueno… ¿Quién sigue?»
     «Dejame a mí», dice el Tano.
     Cuando llega al otro lado pierde el equilibrio, pero el Turco lo sostiene. Lo mismo sucede con Lautaro. Javier y Lezcano quedan colgando, el Turco los ayuda a trepar hasta la superficie.
     «Con esta túnica de mierda se me complica», dice el Gato.
     «Quedate tranquilo que si te caés, el Turco te ayuda a subir», le digo.
     No llega pero logra aferrarse al borde de la roca. El Turco se queda quieto.
     «¡¿Qué pasa, Turco?!», dice el Gato. «¡Dame una mano!»
    El Turco no contesta. Lo miro; sonríe con una mueca horrible y tiene el escudo en el brazo. Sorpresivamente le patea la cabeza al Gato, que se desploma sobre la arena.
     «¡¿Qué hacés, hijo de puta?!», le grita Lautaro, y se lanza contra él. El Turco lo esquiva y lo golpea con el escudo en la cara, haciéndolo caer del camino. Busco a Lezcano con la mirada pero no la encuentro; se ha vuelto invisible. El Turco se dispone a atacar al Tano y a Javier. Tengo que detenerlo. Tomo carrera. Pierdo el equilibrio antes de dar el salto y quedo colgando del otro lado, aferrado a la roca. El Turco me descubre y se acerca a mí riendo entre dientes. Me pisa una mano, obligándome a soltar la roca, pero sosteniéndome con la otra logro agarrarme de su pantorrilla. Él apoya su otro pie en mi cara y me empuja hacia abajo.
     «¡La concha de tu madre, turco hijo de puta!»
     El Turco ríe. De repente se tambalea. Parece como si alguien se le hubiera colgado del cuello; tiene que ser Lezcano. Aprovecho la ocasión para trepar hasta la superficie. El Turco se debate con violencia hasta que logra desembarazarse de su enemigo invisible. Veo que la arena se hunde al costado del camino; Lezcano ha caído. La llamo sin obtener respuesta. Javier arremete contra el Turco, pero este lo derriba de un puñetazo en el mentón y se apodera del garrote. Levanto el escudo, que el Turco perdió en el forcejeo con Lezcano, justo a tiempo para cubrirme de un garrotazo que va dirigido a mi cabeza. Desenvaino mi daga, pero realmente no estoy dispuesto a usarla contra él.
     «¡¿Te volviste loco, Turco?!»
     Como respuesta, recibo una carcajada y otro garrotazo que amortiguo con el escudo. Por suerte el Turco es muy torpe combatiendo y logro desarmarlo con facilidad sin necesidad de lastimarlo. Parece que tuviera dos manos izquierdas, como las personas que él dibuja. Javier y el Tano lo sujetan, uno de cada brazo, mientras yo me dispongo a saltar para rescatar a Lezcano y a los otros. Tengo que darme prisa, sé que el Turco los puede juntar en el medio.
     De pronto, veo algo que me paraliza del espanto. Lautaro yace inconsciente en el suelo. Una gota de sangre se ha ido deslizando desde su nariz a través de su rostro y ahora está a punto de caer sobre la arena. Por alguna extraña razón adivino lo que sucederá. Llego al suelo al mismo tiempo que la gota de sangre y veo que a lo lejos se asoman un par de aletas.
     «¡Roxana!»
     Ella también se desmayó al caer. La encuentro con facilidad sobre el punto en el que la arena está hundida. La alzo en mis brazos y le digo al Gato que haga lo mismo con Lautaro.
     «¡No nos va a dar el tiempo, boludo!», me replica.
     Está en lo cierto, el peligro es inminente. Tanteo mi espalda en busca de mi arco, pero no lo encuentro. Debo haberlo perdido durante el combate con el Turco.
     «¡Sacá algo del sombrero!», le grito al Gato.
     «¡¿Algo como qué?!», me pregunta.
     «¡Lo que sea, pero rápido!»
     «¡Perá que no se me ocurre ninguna rima!»
     Los tiburones están cada vez más cerca.
     «¡Apurate, Gato!»
     «¡Ya va! ¡Ya va! ¡¿Qué puedo decir del sombrero que rime con arpón?!»
     Mi mente está en blanco. Los tiburones ya están a dos metros de nosotros.
     «¡Ahí está!», dice el Gato. «¡Sombrero, no seas maricón; dame ya mismo un arpón!»
     Saca del sombrero una caña de pescar. Uno de los tiburones se abalanza sobre Lautaro, pero antes de alcanzarlo es interceptado por la red de Tortonese.
     «¡No te preocupes, Gato; ya lo pesqué yo!», grita él desde lo alto.
    La red se contrae hasta ceñirse al cuerpo del animal, inmovilizándolo. El otro es fulminado por un rayo. Me vuelvo y lo veo a Fernández, junto a Tortonese, mirando perplejo su tridente. Estamos a salvo. Con el Gato reanimamos a Lezcano y a Lautaro y los ayudamos a trepar al camino.
     «¡Miguel!», me gritan el Tano y Javier. «¡Danos una mano que se nos zafa!»
     Los encuentro forcejeando con el Turco. Son un amasijo de brazos y piernas. El Turco ríe y dice palabras incomprensibles.
     «¡¿Qué te pasa, Turco?!», le pregunto.
     Saca la lengua y la mueve para todos lados; me recuerda a la nena de El exorcista.
    «¡Reaccioná!», le grito, y le doy una bofetada. No sé si es por eso, pero de inmediato vuelve en sí.
     «¿Estás bien, Turco?»
     Su expresión es de espanto. Repentinamente, señala el cielo y grita. Una sombra nos cubre. Al voltearme veo a dos demonios alados lanzándose en picada contra nosotros. Levanto mi arco del piso y lo preparo para disparar. Los demonios pasan junto a mí, van directo hacia el Turco. Lo alzan entre los dos y se lo llevan volando. Reprimo el impulso de dispararles; podría dañar al Turco. Llenos de impotencia los vemos alejarse.
     «¿Adónde se lo llevarán?»
     «A la Torre de los Tormentos», responde una voz a nuestras espaldas.
     Nos volvemos y descubrimos al viejo.
     «¡Campesino!», exclamamos al unísono.
     Tiene la boca abierta como la primera vez que lo vimos.
     «¿Qué es ese lugar del que hablas, campesino?»
    «La morada del Capitán Oscuro, uno de los nueve Guerreros del Infierno y el más poderoso servidor de Gorkänd Ghûl, Señor de los Demonios.»
     «¿Y qué razones tendrían para llevarse al Turco?»
    «Vuestro amigo fue poseído por la magia negra del Capitán Oscuro. Los demonios penetran con mayor facilidad en las mentes atemorizadas y, de todos vosotros, aquel al que llamáis el Turco es el que más miedo sentía. Al leer sus pensamientos, el Capitán Oscuro debe haber encontrado algo que despertó su interés y por esa razón envió a dos de sus esbirros a capturarlo.»
     «Es extraño encontrarte en este lugar, campesino. ¿Acaso nos has estado siguiendo?»
     «No exactamente…»
     Estoy a punto de preguntarle a qué se refiere con eso cuando Javier me interrumpe.
     «¿Qué onda, loco?»
     Mientras hablábamos con el viejo, mató de un garrotazo al tiburón que quedaba con vida. Ahora está intentando quitarle la red; pero los bordes de la misma han desaparecido, como si hubiese sido fabricada alrededor del animal.
     «Las armas solo obedecen a sus portadores legítimos», interviene el viejo.
     En efecto: al contacto con la mano de Tortonese, los bordes de la red reaparecen.
     «Che, al final está buena esta mierda, eh…»
     «¿Cómo sabes todo eso, campesino?»
     En vez de responderme, me dice: «Tuvisteis suerte; si la arena no hubiese estado mojada, no estarías vivos para contarlo».
     El otro tiburón está clavado en el suelo. Un hilo de humo se eleva de su carne calcinada.
     «¿Puedes indicarnos cómo llegar a la Torre de los Tormentos, campesino?»
     «Debéis internaros en las profundidades del Bosque Negro.»
     «¿Y hacia dónde debemos dirigirnos para llegar a ese bosque, campesino?»
     «Hacia el norte», dice el viejo mientras señala.
     Instintivamente, todos volteamos la mirada.
     «¿Y está muy lejos de aquí, campe…»
     Me interrumpo al descubrir que el viejo ha vuelto a desaparecer.
     «¿Cómo hace?»
     Miramos a los costados del camino sin encontrar rastros de él.
   «Este viejo sabe demasiado…», me dice el Tano. «¿No nos estará llevando a una trampa?»
     «No nos queda otra que arriesgarnos», digo. «Tenemos que rescatar al Turco.»
    Levanto el escudo, que está tirado sobre el camino, y busco a los demonios con la mirada. Tan solo son un punto negro contra el rojo del atardecer.

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