viernes, 10 de junio de 2011

23


     Jerónimo está a la izquierda de Mendoza. Tiene la sonrisa amplia y es de porte varonil. Todas le elogiaban el hoyuelo en el mentón, a pesar de que a veces se burlaban del de Fernández.



   La Torre de los Tormentos. Al verla recuerdo mi dibujo. Pienso en los demonios arrancándole la lengua al cadáver y un frío repentino recorre mi espalda. Temo por la vida del Turco. Un camino nos lleva a la puerta. Atravesarla sería un suicidio. Rodeamos la torre buscando otro modo de entrar. Si tomamos por sorpresa a los demonios, tal vez tengamos oportunidad de derrotarlos. Oculta por la maleza, encontramos la entrada de un túnel que se interna en la oscuridad. Tiendo la cuerda de mi arco; pero en vez de lanzar una flecha, la sostengo para ir iluminando nuestro camino.
     «Anden con cuidado», les digo a mis compañeros, «podría ser una trampa».
     No hemos dado ni veinte pasos cuando sentimos un chasquido.
     «Mierda…», dice alguien.
   Acto seguido, un estampido hace temblar las paredes y después comenzamos a escuchar un sonido como de piedra arrastrándose sobre la piedra. Intento avanzar, pero me lo impide una pared que antes no estaba. Otra nos bloquea la salida. Esa fue la causa del estampido. Tardamos unos segundos más en descubrir el origen del otro sonido. Cuando lo hacemos, se nos hiela la sangre. Las paredes laterales se están cerrando sobre nosotros. Arrojo algunas flechas contra la pared de adelante sin lograr destruirla. Lo intento con las otras y el resultado es el mismo. Javier y el Tano están paralizados por el terror.
     «¡Prueben con sus armas!», les grito.
    Desesperadamente, golpean las cuatro paredes. No logran hacerles mella. Tampoco Fernández con sus rayos. Deben estar protegidas por alguna magia poderosa.
     «¡Vamos a morir aplastados!», grita alguien.
     No parece haber modo de evitarlo. El ancho del túnel ya se ha reducido a dos metros. Algunos lloran. Yo también siento el impulso de hacerlo, pero me contengo. Si he de morir, lo haré con dignidad. Lezcano parece pensar lo mismo. En silencio se acerca a mí y me rodea con sus brazos.
   Escucho un zumbido a mis espaldas. Me volteo esperando encontrar otra trampa mortífera, pero no es eso lo que veo. La vara de Lautaro está emitiendo un leve resplandor. Repentinamente, se estira hasta que sus extremos hacen tope contra las paredes. Se arquea, parece que va a quebrarse, pero finalmente el avance se detiene. Lautaro mira la vara, perplejo.
    «Tenías razón», me dice. «No quiero ni imaginarme cómo habríamos terminado si la hubiese tirado.»
   «No es momento de pensar en eso», digo. «Tenemos que salir de acá. Algo que pisamos activó el mecanismo de la trampa; tenemos que encontrar algo que la desactive.»
     Registramos el túnel. Tortonese empuja una piedra y las paredes de los extremos se elevan hasta desaparecer a través de unas aberturas que hay en el techo.
     «¿Y ahora?», me pregunta el Tano. «¿Avanzamos o retrocedemos?»
     «No creo que haya otra forma de entrar», le respondo, «y si la hay, no creo que sea más segura que esta».
     «¿Qué hago con la vara? ¿La dejo?», me pregunta Lautaro.
     «No, traela. Si las paredes se siguen moviendo, tenemos tiempo suficiente como para salir del túnel.»
     Lautaro toma la vara y esta se contrae hasta volver a su tamaño original. Las paredes permanecen inmóviles.
     «¿Cómo hiciste para saber cómo se usaba?», pregunta Javier.
     «No hice nada en especial…», le responde Lautaro. «Estaba pensando cómo hacer para salvarnos y de repente se alargó…»
     «Lo mismo que me pasó a mí con el tridente», interviene Fernández. «La primera vez fue como si se disparara solo.»
     Lautaro intenta estirar la vara sin lograrlo.
     «Y ahora no la puedo hacer funcionar…»
     «Ya le vas a agarrar la mano», le dice Fernández. «Yo tuve que practicar bastante.»
     Seguimos avanzando. A unos metros, el túnel tuerce a la izquierda y desemboca en una escalera que asciende en espiral. Con mucha precaución comenzamos a subirla. Momentos después Lezcano se detiene.
     «Escuchen», susurra.
     Aguzamos el oído. Alguien está llorando. El sonido proviene de arriba.
     «El Turco…», dice el Tano con desprecio.
     Reanudamos el ascenso. A medida que subimos, el llanto se hace más audible. Más adelante se le suma otro sonido, una especie de croar.
     «¿Y eso?», pregunta el Gato.
     Nadie le responde.
     En un momento, el Tano me sujeta del hombro y señala hacia delante. Desde donde estamos, podemos divisar una puerta al final de la escalera. El llanto y el croar han cesado.
     «Preparen sus armas», les digo a mis compañeros, y avanzamos con más cautela que antes.
     «¡Chicos!», nos grita una voz familiar cuando atravesamos la puerta.
     «¡Jerónimo!», exclamamos desconcertados.
     Está encerrado en una jaula que cuelga del techo por medio de una cadena.
     «¡Ayúdenme, chicos! ¡Por favor!», nos implora, y comienza a llorar otra vez.
     «Así que eras vos…», dice el Tano por lo bajo.
     Intento calmar a Jerónimo, pero es en vano.
    «¡Esto es espantoso! ¡Está todo lleno de monstruos!», aúlla. «¡Diablos! ¡Ranas que hablan! ¡Quiero volver a mi casa!»
     Su voz se va tornando más estridente hasta que se transforma en un chillido inarticulado. Pienso en la Chilindrina y no puedo evitar sonreírme.
    «Si vuestro amigo no cierra la boca, no tardaremos en tener a los demonios encima», nos dice una voz a nuestras espaldas.
    Solo en ese momento nos percatamos de que tenemos compañía; hay otro prisionero encerrado en una jaula similar a la de Jerónimo. Podría decirse que es un ser humano, de no ser por su cabeza de rana.
     «¿Por qué no hacéis algo en vez de quedaros ahí parados?», nos dice.
     «¡Basta, Jerónimo!», digo. «¿No oíste? ¡Si seguís gritando van a venir los demonios y no vamos a poder hacer nada para salvarte!»
     Jerónimo se tapa la boca con ambas manos y me mira con ojos desorbitados.
     «Así está mejor. A ver cómo hacemos para sacarte de ahí…»
     «Haceme piecito que le doy con el garrote a la cerradura», me dice Javier.
     «Eso haría demasiado ruido», nos dice el hombre rana.
     «¿Entonces qué hacemos?»
     «¿El mago no conoce ningún hechizo para abrir cerraduras?»
     «¿Qué mago?», pregunta el Gato mirando hacia todos lados. «Ah, yo…», dice al descubrir que todos tenemos la vista fija en él.
     Tímidamente, se quita el sombrero. Piensa un momento, traga saliva y recita:
     «Sombrero de locura, dame una llave para esta cerradura».
     Mete la mano en el sombrero y saca de él una pico de loro.
     «¿Qué es eso?», pregunta el hombre rana.
     El Gato no sabe qué responder.
     «Haceme piecito», me dice. «Voy a ver si puedo desarmar la cerradura con esto.»
     Lo miro con escepticismo pero accedo a su pedido.
     «¡Qué olor!», exclama cuando se cuelga de los barrotes. «¡Este hijo de puta se cagó!»
     «¡Con eso no vas a poder!», le grita Jerónimo al verlo con la pico de loro en la mano, y rompe en llanto nuevamente.
     La de historia nos había contado que antes de ser preceptor trabajaba en una cerrajería.
     «¡¿En qué habíamos quedado, Jerónimo?!», digo.
     Siento que algo vibra sobre mi cadera.
     «¿Qué es ese zumbido?», pregunta alguien.
     «Es mi daga», respondo.
     Cuando la desenvaino, se alarga hasta convertirse en una espada. Frente a mí hay una gran puerta de hierro. Sus hojas se abren con estruendo y tres demonios irrumpen en el recinto. Tienen la piel negra y alas de murciélago, como los que se llevaron al Turco. Esgrimen espadas en llamas. Los tres vienen hacia mí. No sé si podré con ellos. El primero es derribado por un rayo de Fernández, se estrella contra una de las paredes. Los otros dos no se detienen. Me cubro con el escudo del Turco para protegerme de un sablazo y me dispongo a contraatacar. Yo mismo me sorprendo de mi destreza. Blandiendo mi espada los mantengo a raya y sin mucho esfuerzo logro desarmar a uno de ellos y atravesarle el pecho de una estocada. Si no fuera porque yo decido dónde golpear, pensaría que la espada combate sola.
     «¡Cuidado, Miguel!», me grita Lezcano cuando estoy a punto de acabar con el otro.
     Me volteo y veo venir al demonio que Fernández había derribado. El otro aprovecha mi distracción y alza su espada para partirme el cráneo. Lautaro arroja su vara, que gira en el aire y desarma al demonio. Mientras yo lo decapito, la vara vuelve a las manos de Lautaro, como si fuera un boomerang. Al mismo tiempo, Tortonese captura al último con su red.
     Javier le hace una seña al Tano.
     «Vení, Puño de Acero; vamos a darle masa.»
     Ni el guante ni el garrote parecen hacerle daño.
     «Miralo», dice Javier. «Se caga de la risa.»
     «Pocas armas pueden matar a los demonios», interviene el hombre rana. «La espada que esgrimes es una de ellas. Por esa razón los tres fueron directo hacia ti en vez de atacar a tus compañeros.»
     Miro mi espada; sigue vibrando y su hoja emite un leve resplandor azulado. Me acerco al demonio. Una corona de hierro ciñe su cabeza. Ríe mostrándome los dientes. Después me dice algo en una lengua extraña y se pone a hacer muecas como las que hacía el Turco cuando estaba poseído.
     «¡¿Qué esperás para matarlo?!», me dice Jerónimo llorando.
     Empuño mi espada con ambas manos.
     «No lo hagas», dice una voz que reconozco de inmediato.
     «¡Campesino!», exclaman mis compañeros.
     Me volteo y lo veo; ha cambiado sus harapos por una túnica roja y ahora lleva un báculo en la mano.
     «Sácame de esta jaula, Valtar», dice el hombre rana.
     El viejo golpea el suelo con su báculo y las dos jaulas se abren. Jerónimo no sale de la suya; se queda acurrucado mirando con desconfianza.
     «¿Quién eres?», le pregunto al viejo.
     «Mi nombre es Valtar, ya lo ha dicho Gurbak.»
     «¿De dónde sois que no conocéis al más renombrado de los cinco Magos Andantes?», nos pregunta el hombre rana.
     «Es que venimos de una tierra muy lejana», le respondo.
     «De otro mundo, yo diría…», me replica el viejo.
     Lo miramos desconcertados.
     «¿Qué es lo que sabes?», le pregunto.
     «Más de lo que sabéis vosotros…»
     «¿Puedes decirnos, entonces, qué es lo que hacemos aquí?»
     «Te lo explicaré», me dice.
     Extiende sus brazos hacia los lados y se produce un destello. Ante mí, se materializa un libro enorme que queda flotando en el aire.
     «Dice la profecía que nueve guerreros llegarán de otro mundo para derrotar al Señor de los Demonios. Cada uno de ellos recibirá de los Dioses un arma mágica.»
     El libro se abre y las páginas pasan a gran velocidad hasta que aparece frente a mis ojos un grabado como los de la Edad Media. Con sorpresa reconozco la escena: somos nosotros en la cueva de los trolls. La imagen reproduce el momento en que estoy por arrojar la flecha al techo.
     «Increíble…», digo.
     Los otros se acercan a mirar.
     «Deberán pasar tres pruebas para demostrar que son los Elegidos.»
     La página se voltea y podemos ver otro grabado. Representa el episodio de la captura del Turco.
     «Una vez que las superen, estarán listos para enfrentarse a Gorkänd Ghûl.»
     Un tercer grabado ilustra mi combate con los demonios.
     «¿Gorkänd Ghûl es ese?», pregunta Javier señalando al demonio enredado.
     «No», le responde el viejo. «Él es el Capitán Oscuro, líder de los nueve Guerreros del Infierno; no es más que un servidor del Señor de los Demonios.»
     «Ah…», dice Javier.
     «¿Cuál es tu parte en todo esto?», le pregunto al viejo.
    «Los cinco Magos Andantes fuimos los encargados de transportaros hasta aquí por medio de la gema que hallaste en tu mundo.»
     Tanteo mi bolsillo; aún la conservo conmigo.
     «¡Me parece algo muy egoísta!», estalla Lezcano. «¡Nosotros teníamos nuestras propias vidas allá en la Tierra! ¡Es injusto que perdamos todo por venir a salvar a un mundo que no nos pertenece!»
     «Nosotros no fuimos más que el instrumento de los Dioses. Debíamos trasladar la gema a vuestro universo. Que vosotros la encontrarais, y no otros, no fue decisión nuestra.»
     «¿Nunca regresaremos?»
     «Cuando derrotéis a Gorkänd Ghûl, la gema os devolverá a vuestro mundo.»
     «¿Por qué Jerónimo no aparece en los grabados?», pregunto.
     «Vuestro amigo no debería estar aquí; las profecías no dicen nada sobre él.»
     «No debería estar aquí…», repite Jerónimo sollozando.
     «Con razón no tiene ropa medieval…», dice Fernández.
     Intento voltear la página del libro, pero este se desvanece.
     «Eso es todo lo que puedo revelaros por el momento», me dice el viejo.
     «¡Tenemos que buscar al Turco!», exclamo recordándolo de pronto.
     «Aquel al que llamáis el Turco ya no se encuentra en este lugar; dos de los Guerreros del Infierno lo han llevado a la Torre sin Nombre, fortaleza del Señor de los Demonios.»
     Le hablo al viejo del dibujo que hice en la Tierra.
     «Esa que describes es la torre en la que mora Gorkänd Ghûl. Como verás, hace tiempo que los Dioses te han elegido.»
     «¿Por qué impediste que matara al Capitán Oscuro?»
     «Las Fuerzas del Mal han capturado a uno de los vuestros para obtener información. Nosotros haremos lo mismo.»
     El viejo se para frente al demonio.
     «Retira tu red, Tortonese.»
     «Pero se va a ir a la mierda…»
     «He dicho que la retires.»
    Tortonese acata la orden. Una vez libre, el demonio se queda quieto. Parece atemorizado. El viejo alza los brazos.
    «¡Ba inln olourr, ldi ba baai!», exclama, y alrededor del Capitán Oscuro se forma una burbuja de luz que se eleva y queda suspendida en el aire, manteniéndolo cautivo.
     «¿Y ahora qué haremos?», pregunta alguien.
    «Acompañaréis a Gurbak a su tierra», responde el viejo. «La gente de su tribu y los hombres lagarto están enemistados hace tiempo por culpa de las Fuerzas Oscuras. Poseído por un demonio, un hombre lagarto asesinó al hermano de Gurbak. Los hombres rana lo hicieron prisionero. Si no lo han ejecutado, se debe a que creen que Gurbak ha sido capturado por los hombres lagarto y temen que sea asesinado como represalia. Los hombres lagarto reclaman al prisionero, pero los hombres rana piden a cambio que Gurbak sea puesto en libertad. Todo es una estratagema de Gorkänd Ghûl para dividir a sus enemigos y de ese modo debilitarlos.»
     «¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?», pregunta Lezcano.
   «La profecía dice que los nueve guerreros del otro mundo tendrán cinco aliados de diferentes razas. Gurbak y el supuesto asesino de su hermano serán dos de ellos. Debéis convencer a los hombres rana de que el prisionero es inocente. Ese es el primer paso para derrotar a Gorkänd Ghûl.»
     «¿Cómo vamos a vencer a un demonio tan poderoso?», pregunta Tortonese. «No somos más que adolescentes…»
   «Vosotros sois los Elegidos», dice el viejo. «Habéis superado las pruebas. Habéis aprendido el funcionamiento de vuestras armas…» Lo mira al Gato; todavía tiene la pico de loro en la mano. «Al menos la mayoría de vosotros…»
    «¿Y hacia dónde debemos dirigirnos para llegar al pueblo de los hombres rana?», le pregunto.
     Es obvio que no necesito saberlo —Gurbak nos guiará—, pero lo hago para sacarme una duda.
     «Hacia el norte», dice el viejo mientras señala.
     Instintivamente, todos voltean la mirada. Finjo que voy a hacerlo yo también, pero, en vez de eso, me lo quedo mirando. Lo veo correr a toda velocidad y arrojarse por una ventana.

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