viernes, 17 de junio de 2011

25


     En un jardín, un Maidana de unos cuatro años. La boca abierta, la vista al cielo. Una mano alzada, como declamando.
     —¿Acá qué estabas haciendo? —preguntó Angeleri—. ¿Cantando?
     Maidana vio la foto y se rió.
     —No, estaba recitando un versito que me había enseñado mi tía… «En el cielo, las estrellas; en el campo, las espinas; y en el centro de mi pecho, una cagada de gallina.»
     Nos reímos.
     —¿Tenés alguna foto de tu tía?
     —Sí.
     La buscó.
     —Acá hay una.
     —Así que esta es la famosa tía…
     —¿Cómo se llama?
     —Carmen.
     —Por fin la conocemos…
     —Es la hermana de…
     —Mi mamá.
     —¿Vive por acá?
     —No. Vive en Mar del Plata.
     —Te llevás re-bien con ella, ¿no?
     —Sí… La quiero mucho…
     —¿Y acá? ¿Estás jugando a los Titanes en el Ring?
     Maidana está caminando con los brazos extendidos hacia delante.
     —No, boludo; me estoy haciendo el sonámbulo.
     —Ah…
     —A veces me iba así hasta la pieza de mis papás para hacerles creer que caminaba dormido. Los despertaba y les decía cosas extrañas.
     —¿Como las que escribís? —pregunté.
     Maidana se rió.
     —No. Les hablaba de tesoros escondidos y cosas así. Me había copado con las historias de piratas y estaba todo el día rompiendo las bolas con eso.
     —Yo era sonámbulo en serio.
     —¿Sí?
     Angeleri asintió con la cabeza.
     —¿Y qué hacías? —le pregunté.
     —De todo. Caminaba, hablaba, comía…
     —Qué loco… —dijo Maidana—. Nunca conocí a alguien que fuera sonámbulo.
     —Una vez me levanté a la noche, me puse el uniforme del colegio y la mochila, y me metí en un placard. —Nos reímos—. Al día siguiente no me encontraron y se pegaron un cagazo bárbaro. Hasta llamaron a la policía.
     —¿Y ya no te pasa?
     —No, me pasó hasta los diez más o menos.
     Maidana está haciendo combatir a un He-Man contra un Batman.
     —¿No te importaba que fueran de distinto tamaño? —le pregunté.
     —¿Eh?
     —Si no te molestaba que los muñecos de distintos dibujos animados vinieran de distinto tamaño. ¿No ves que acá He-Man parece un gigante?
     —No, a mí no me importaba. Yo hacía que eran de otro tamaño porque vivían en diferentes universos. O que viajaban a otra dimensión y se achicaban, o se agrandaban. Cosas así…
     —A mí sí me molestaba; yo no los mezclaba. Salvo los de las Tortugas Ninja y los de He-Man, por ejemplo, que medían más o menos lo mismo. Si no, me parecía que unos eran normales y los otros, enanos…
     —Yo sí los mezclaba —intervino Angeleri—. A los más grandes los sostenía más lejos y a los más chicos, más cerca. Así los veía del mismo tamaño.
     —Pero no se podían tocar…
     —Yo hacía como que sí… Por ejemplo, agarraba a este Batman —señaló la foto— y lo ponía acá, y al He-Man acá. Hacía como que Batman golpeaba y a He-Man lo hacía caerse como si le hubieran pegado, ¿entendés?
     —Sí.
     —Yo hasta les cambiaba las cabezas —dijo Maidana, y se rió.
     —Eso es otra cosa —le dije—. Yo también lo hacía. Para un cumpleaños me habían regalado dos muñecos de He-Man repetidos. Man-At-Arms creo que era, que encima me parecía un personaje re-boludo. A uno le saqué la cabeza y le puse la de un bebito de mi hermana. —Maidana y Angeleri se rieron—. Jugaba a que era deforme.
     —¿Acá estás jugando con la comida?
     Maidana está sosteniendo los cubiertos como si fueran muñecos. En el tenedor hay un pedazo de salchicha con puré. Más atrás se lo ve al padre comiendo, la vista fija en el plato.
     Maidana se rió.
     —Sí.
     —¿Y a qué jugabas?
     Maidana se seguía riendo.
     —Jugaba… Jugaba a que el tenedor era una mujer. La comida era el pelo… Yo me lo comía y la mujer quedaba pelada… —Nos reímos—. Y el cuchillo era el novio y se burlaba de ella…
     —Qué hijo de puta…
     —¿Pero vos qué eras? —preguntó Angeleri—. ¿Un monstruo?
     —No. Yo era yo nomás.
     —Porque yo jugaba a que era un monstruo espacial y los pedazos de comida eran extraterrestres.
     Me reí.
     —¡Boludo, yo jugaba a lo mismo!
     —¡¿En serio?!
     —¡En serio, boludo! Jugaba a que el tenedor era una nave que yo mandaba para atrapar a los extraterrestres.
     Angeleri se rió.
     —Yo hacía al revés. En mi juego el tenedor era la nave de ellos. Venían a atacarme y yo me los comía.
     —Qué loco… Jugábamos a lo mismo…
     —Otras veces jugaba a que mi perro era un monstruo —dijo Angeleri—. Una vez le di a He-Man para que lo mordiera. Hice como que Skeletor se lo ofrecía en sacrificio. —Nos reímos—. ¡Me lo hizo mierda! Después le pedí a mi vieja que me comprara otro. «Jodete por no cuidar tus cosas», me dijo, y no me compró un carajo. 
     —Yo también maltrataba los juguetes —dijo Maidana señalando los muñecos mutilados de la estantería.
     —Antes le había dado otros muñecos al perro; pero siempre de los truchos, esos que son como de plástico blando…
     —¿Y nunca te lo volvió a comprar?
     —No, porque después, cuando me iban a regalar un muñeco, siempre terminaba eligiendo otro. Me daba pena tener a He-Man hecho mierda, pero prefería comprar alguno que no tenía… Igual lo seguía usando… Hacía que se había salvado del monstruo pero había quedado todo lastimado.
     Nos reímos.
     —Yo una vez quemé unos soldaditos —dije—. Mi abuela se había comprado una de esas cocinas que vos apretás un botón y se encienden las hornallas y, cuando no me miraban, me puse a jugar a que los soldados caían en una trampa. —Maidana y Angeleri se rieron—. Me quedaron todos deformados, pero yo también los seguía usando. Hacía poco había visto un documental sobre la bomba atómica y jugaba a que los soldados habían sufrido mutaciones.
     —Qué hijo de puta…
     —Yo también quemaba muñecos —dijo Maidana—, pero unos de papel que hacía yo mismo. Copiaba personajes de Patoruzú o de Condorito y los recortaba. Hasta les hacía casas y muebles con cajitas de remedios y las de caldos Knorr.
     —¿Cuánto tiempo estabas haciendo eso?
     —Y… Horas…
     —¿Y todo para después quemarlo?
     —Sí. Pero no lo quemaba enseguida; lo quemaba al final del juego.
     —¿A qué jugabas?
     —A que los personajes vivían todos juntos y se peleaban.
     —¿Y por qué se incendiaba la casa?
     —A uno de los muñecos lo dibujaba feo a propósito y a veces lo hacía desnudo. Entonces los otros se reían de él y lo humillaban.
     Nos reímos.
     —Yo hacía que los otros muñecos humillaban al de la cabeza de bebé —dije.
     Maidana y Angeleri se rieron.
     —¿Pero eso qué tiene que ver con el incendio? —preguntó Angeleri.
     —Los otros se burlaban hasta que el desnudo se volvía loco y quemaba la casa —respondió Maidana.
     Nos reímos.
     —Como Carrie… —dije.
     —Sí, pero, en vez de matarlos con la mente, los quemaba con un fósforo que era una antorcha… Otras veces hacía que Dios les incendiaba la casa como castigo pero se llevaba al desnudo para salvarlo.
     —¿Y lo guardabas para otro juego?
     —A veces, pero casi siempre lo quemaba también. Hacía que entraba a la casa para buscar algo o que se distraía y se quedaba parado cerca. O si no, que Dios lo castigaba por reírse de los malos.
  Nos reímos.
  —¿Vos cuando jugabas hablabas de vos o de tu? —pregunté.
     —De tu —respondió Maidana.
     Me reí.
     —Lo mismo que yo.
     —Yo también —dijo Angeleri—. Y claro… Si en todos los dibujitos hablan de tu.
     —¿Y qué le decían al desnudo? —pregunté.
     Maidana puso voz de malo.
     —¡Eres feo! ¡Mira: se te ve el pito!
     Nos cagamos de la risa.
     —¿Y el desnudo que decía?
     —¡Por favor! —dijo Maidana con voz aguda—. ¡Quiero tener ropa como ustedes! ¡Déjenme ser su amigo!
     Tardamos bastante en recuperar el aliento.
     —Algunas veces hacía los muñecos con escarbadientes.
     —Yo me hacía unos con huevos —dije.
     —¿Con los tuyos? —me preguntó Maidana y se rió solo.
     —¿Qué hacías? ¿Les dibujabas las caritas? —me preguntó Angeleri.
     —Sí. Y los cuerpos. Con marcador.
     —Venían unos muñecos con forma de huevo.
     —Sí —dijo Maidana—. Yo tenía de esos.
     —Yo también —dije—, y los míos los hacía para jugar con esos.
     —¿Qué usabas? ¿Huevos duros?
     —No. Crudos nomás.
     —¿Y no se te rompían? —me preguntó Angeleri.
     Maidana se rió solo.
     —Los rompía a propósito como parte del juego —dije—. Con esos muñecos me habían regalado un avión.
     —Yo también tenía uno. Parecían hueveras.
     —Entonces yo hacía que el avión se caía y que los muñecos de huevo eran los que se morían.
     Nos reímos.
     —¡Qué enchastre que debías hacer!…
     —Sí… Y yo jugaba a que todo era sangre… Si no, otra cosa que hacía era clavarles algo y jugar a que los habían acuchillado.
     —Qué hijo de puta…
     —Che, ¿y jugaban con los Playmobil? —pregunté.
     —¡Seeeee! —dijo Maidana y se puso a buscar en un cajón. Nos mostró unos Playmobil sin pelo. A uno le faltaba un brazo y el otro tenía la cara pintada con marcador verde.
     Nos reímos.
     —¡Los hacías mierda, hijo de puta!
     —Yo siempre me quise comprar el barco pirata —dije—. Guardaba toda la plata que me regalaban mis familiares, pero, cada vez que estaba por llegar, el barco aumentaba…
     —Sí… Era caro…
     —Al final me cansé y use la plata para comprarme varias cosas más chicas… Una vez fui a la casa de un compañero de la escuela y lo tenía. El hijo de puta le había quemado las velas jugando al abordaje.
     Maidana y Angeleri se rieron.
     —¡Mirá lo que me hiciste acordaaar! —exclamó Angeleri—. En casa teníamos unos pececitos. Yo a veces jugaba a que los Playmobil los pescaban. ¿Vieron que hay unas redecitas con manija para cambiarlos de lugar cuando limpiás la pecera? Bueno, yo hacía que los pescaban con eso. Un día se me cayó uno y se lo comió el gato.
     Nos reímos.
     Seguimos mirando las fotos.
     —¿Te tapás el ojo para hacer que tenés un parche?
     Maidana se rió.
     —Sí.
     Maidana está en cueros. Con una mano se tapa un ojo y con la otra empuña una cuchara de madera. Al lado suyo hay otro nene, disfrazado de pirata. Tiene sombrero, parche, pata de palo, garfio… Solamente le falta el loro.
     —Este pibe era re-amarrete. Le habían comprado el equipo de pirata y no me prestaba nada. Me hacía poner un pañuelo de la madre y me daba esa cuchara… Cuando la madre me veía, me quitaba las cosas y encima me retaba a mí.
     Nos reímos.
     —Cuando me preguntaban qué quería ser de grande, yo decía pirata —dijo Angeleri—. Y mi papá siempre hacía el mismo chiste. «Escuchalo: quiere ser político», le decía a mi mamá, y yo no entendía…
     —Yo quería ser presidente o astronauta.
     —Yo entendía que podía elegir cualquier cosa y contestaba hormiga —dijo Maidana—. O silla.
     Nos cagamos de la risa.
     —En la primaria le empecé a tener miedo a este muñeco.
     Maidana está vestido con guardapolvo de jardín de infantes. En la mano tiene un pitufo. Su mamá está en cuclillas abrazándolo.
     —¿Por lo que decían de los pitufos? —pregunté.
     —Sí. Tenía un compañero que estaba todo el día contando historias de muñecos de pitufos que mataban a los dueños.
     —Cómo rompían las bolas con eso… —dijo Angeleri.
     —¿A vos también?
     —Sí…
     —Al principio yo no le creía nada, pero después me empezó a agarrar miedo. Entonces agarré al muñeco y lo enterré en el patio… Después de unos días lo fui a buscar y ya no estaba. Mi mamá lo había encontrado y se lo había regalado al hijo de unos vecinos. Como no me dijo nada, yo creí que se había escapado… —Angeleri y yo nos reímos—. Boludo, dormía con una linterna y, cuando escuchaba un ruido, alumbraba pensando que iba a ver al pitufo…
     Nos cagamos de la risa.
     —Yo de chico le tenía miedo a mi bisabuela —dijo Angeleri.
     Me reí.
     —¿A tu bisabuela?
     —Si, boludo; me parecía rara. Era muy vieja y muy flaca y estaba siempre callada… Me acuerdo que un día, sin darme cuenta, entré al baño cuando estaba ella… Me sonrió y trató de tocarme. Yo me puse a gritar y salí corriendo.
     Nos cagamos de la risa.
     —Me hicieron acordar de una —dije—. Cuando éramos chicos, mi hermana le tenía miedo a la oscuridad. Entonces nos acostábamos con la luz encendida y, cuando nos dormíamos, mis viejos la apagaban. Algunas veces mi hermana se despertaba en medio de la noche y se pasaba a mi cama. Al otro día yo sentía el colchón mojado y era que mi hermana se había meado.
     Se cagaron de la risa.
     —Te lo merecías por lo de los caramelos de menta —me dijo Maidana.
     Sonreí.
     —¿Qué es lo de los caramelos de menta? —preguntó Angeleri.
     —¿No te contó?… Contale, Miguel.
     —A mi hermana no le gustaban los sugus de menta y yo, para joderla, les cambiaba el papel.
     —Qué hijo de puta…
     —La pobre los escupía y se ponía a llorar.
     —Yo a mi hermana también le hacía jodas —dijo Angeleri. Tenía una hermana de veintipico—. Una vez le hice creer que me había roto la nariz. Había leído en una revista un truco para hacer como que te golpeabas con la puerta.
     —¿Cómo era? —preguntó Maidana.
     —Era una boludez: ponías el pie adelante para frenarla y te tirabas para atrás como si te pegara.
     —¿A ver?
     Maidana se levantó y fue hasta la puerta de la habitación.
     —Cuidado, boludo; no te vayas a golpear en serio… Primero tenés que poner el pie y medir con la puerta para poner la cara un poco más atrás.
     —¿Cómo?
     —Así. Prestame.
     Angeleri le mostró.
     —A ver, hacelo —dijo Maidana.
     Angeleri fingió que se daba la puerta en la cara. Maidana se mató de la risa.
     —¡Está bárbaro! A ver, dejame a mí.
     Le salió casi tan bien como a Angeleri.
     —Después te tenés que agarrar la nariz.
     Maidana se seguía riendo.
     —¡Se lo tengo que hacer a alguien!
     Lo hizo un par de veces más y seguimos con las fotos.
     —¿Qué tenés en la mano?
     Maidana está andando en triciclo.
     —Una tortuga. No sabés, boludo: cuando andaba rápido, la tortuga se meaba.
     Nos reímos.
     —¿En serio?
     —En serio, boludo; te dabas vuelta y veías el hilito de pis…
     —¿Cómo se llamaba? —preguntó Angeleri.
     —Manuelita.
     —Qué original, como la mía… Todavía me acuerdo cuando se murió… Un día vinieron unos amigos de mis viejos con el hijo y yo se la quise mostrar. Fui al patio y no la encontraba por ningún lado. En eso la veo en un cantero. Yo pensé que estaba dormida… Cuando la voy a levantar, veo que le empiezan a salir lombrices por todos lados.
     Angeleri se interrumpió. Seguí su mirada y vi al padre de Maidana, parado en la puerta. Era igual a él pero más robusto. Nos observaba en silencio; me hizo acordar al viejo de Astrábalon. Después de unos segundos se fue. Caminaba tambaleándose. Se llevó una silla por delante, entró a su habitación y dio un portazo. Maidana miraba el piso.
     —¡Perro! —se escuchó que gritaba el padre. Al rato repitió—: ¡Perro!
     Arrastraba las erres.
     A la tercera, Maidana se levantó y salió de la pieza. A través de la pared se escuchaban los gritos del padre. No se entendía lo que decía. También se escuchaba la voz de Maidana. De reojo vi que Angeleri me miraba, pero me hice el boludo. Alcancé a comprender algunas palabras sueltas. El padre decía algo de las fotos y de esos pendejos de mierda. Algo golpeó la pared; parecía un despertador de los viejos. Se escuchó otro golpe y Maidana pegó un grito. Después, absoluto silencio. Con Angeleri nos miramos. Pasaron unos minutos y escuchamos que el padre lloraba.
     Maidana entró a la habitación.
     —Van a tener que irse. Perdón…
     Tenía la cara inexpresiva, pero le temblaba un poco la voz.
     Cuando íbamos para la avenida, Angeleri intentó hablar del tema.
     —Qué loco, eh… —me dijo. Yo ni lo miré—. Con razón… Ya me parecía raro que la otra vez no nos dejara entrar…

No hay comentarios:

Publicar un comentario