sábado, 25 de junio de 2011

27


     Llegando a la avenida me puse a pensar en Lezcano y Daniel.
     Que me guste Daniel no quiere decir que no pueda mirar a otro chico.
     —Nos vemos mañana, Miguel —me dijo Angeleri.
     —Nos vemos mañana —le respondí.
     Si todavía no somos más que amigos…
     A unos metros venían Lezcano y Domínguez. Las salude con la mano y me respondieron el saludo.
     Eso dijo… ¿Por qué me voy a quedar con los brazos cruzados?
     Una parejita besándose. Miré para otro lado.
     ¿Pero qué mierda hago?
     La respuesta me llegó en forma de afiche.
     Semana de la dulzura.



     Tuve que comprar dos bombones porque era muy difícil que la encontrara sin Domínguez. El regalo iba a ser más impersonal, pero otra no me quedaba.
     Esperé al primer recreo y dejé que salieran. Las seguí de cerca hasta que estuve seguro de que ninguno de los pibes estaba a la vista.
     Las encaré.
     —Feliz semana de la dulzura.
     —¡Graaacias! —dijeron las dos a coro y me dieron un beso.
     —Sos un duulce… —me dijo Lezcano—. ¿Nos esperás que vamos al baño?
     Asentí con la cabeza.
     Mientras las esperaba, lo vi venir a Maidana. Parecía estar buscando a alguien. Iba a dar un paso al costado para quedar oculto por un grupo de chicas cuando descubrí que no era a mí a quien buscaba. Lo vi acercarse a Mikaela con las manos detrás de la espalda. Le tocó suavemente un brazo, ella se dio vuelta. Él le ofreció un chocolate y ella lo miró incrédula. Maidana sonreía. Mikaela se le cagó de risa en la cara. Le dijo algo a Pasco, que pasaba por ahí, y ella se cagó de la risa también. Las dos se fueron, Maidana se quedó con el chocolate en la mano. En eso, de la nada, aparecieron Mendoza y Boglioli. Venían con los cachetes inflados. Tenían la boca llena de Coca-Cola. Lo empaparon. «¡Feliz semana de la dulzura, puto!», le gritaron mientras le tocaban el culo. Maidana les sacó la mano de una palmadita y se fue para adentro.
     Lezcano y Domínguez volvieron del baño. Estábamos cerca del portón que daba a la calle. De afuera nos llegaba un rock and roll; creo que era Johnny B. Good. Venía de un auto que estaba estacionado frente a la escuela.
     Lezcano se puso a bailar.
     —Cómo me gusta bailar rock… Me enseñó mi hermana; ella baila re-bien.
     Me agarró de la mano y siguió bailando. La dejé hacer pero me quedé quieto.
     —¿Vos no bailás? —me preguntó.
     —No sé bailar…
     —¿Cómo no vas a saber? Si es fácil… Nada más te tenés que mover…
     No supe qué responderle. Solamente le sonreí.
     —Algún día te voy a enseñar —dijo.
     —Me encantaría.
     A la salida, Maidana hizo todo el camino hasta su casa en silencio. Cuando llegamos, se apoyó en el tapialcito de la entrada y se quedó mirando el piso. Estábamos solos; ese día Angeleri había faltado.
     —¿Estás bien?
     —No —me respondió sin levantar la vista.
     Dudé pero le pregunté:
     —Es por lo de Mikaela, ¿no?
     Asintió con la cabeza.
     —¿Por qué me tiene que tratar así? ¿Qué le costaba aceptarme el chocolate? —Me miró—. Yo sé que soy feo, ¿pero tanto asco le daba darme un beso?…
     No supe qué responderle.
     —Me hubiera alcanzado con que me dijera gracias. Ni hacía falta que me besara… —La voz se le quebró—. Yo también… soy un boludo.
     —Cristian, el problema no sos vos; Mikaela es una mala mina…
     Pensé en contarle lo del chicle que me había pegado en el pelo, pero preferí no hacerlo.
     —¿Cómo hago para que me deje de gustar, Miguel? —me preguntó, y la voz se le quebró de nuevo.
     Los ojos se le humedecieron. Se tapó la cara con las manos y respiró profundo. Se quedó así un buen rato. Después carraspeó y me pidió disculpas.
     —Por favor, no le cuentes nada a Angeleri —me dijo antes de que me fuera—. Todo bien con él, pero nunca me toma en serio.



     Se han sumado dos personas más a nuestro grupo: Galhor, el hombre lagarto que hemos liberado de los hombres rana, y… Mikaela. Al igual que Jerónimo, ella llegó vestida con ropa de nuestro mundo, de modo que debe haber sido transportada por error. ¿Pero error de quién? ¿Acaso los Dioses cometen errores? He elaborado una teoría. Aparentemente, tanto Jerónimo como Mikaela, antes de aparecer en Astrábalon, estaban parados sobre el punto en el que encontré la gema. Se me ocurre que puede haber quedado algún residuo de energía en ese sitio y tal vez fue eso lo que los transportó.
     En este momento atravesamos los pantanos de Sikua; nos dirigimos a la aldea de Galhor. Hemos logrado convencer a los hombres rana de su inocencia. Gurbak resultó ser hijo del rey, por eso el asesinato de su hermano causó tanto revuelo. Ahora debemos explicarles el origen del conflicto a los hombres lagarto para asegurar la paz entre ambas tribus. Parte de esto lo había sacado de un videojuego.
     «Andad con cuidado», nos dice Galhor, que es el que conoce el camino. «Pisad solo donde yo piso o terminaréis sepultados bajo el lodo.»
     De pronto, escuchamos un grito. Nos volteamos y la vemos a Mikaela hundida hasta la cintura. No es la primera vez que nos mete en problemas por su torpeza.
     «¡¿Es que no entiendes cuando te hablan, hembra estúpida?!», grita Galhor.
     «Bueno, tranquilízate…», le digo, y me acerco a Mikaela. Al hacerlo me invade un hedor nauseabundo, como de carne muerta. «¡Qué olor que tiene este lodo!», exclamo.
     «Eso no es lodo, amigo», me dice Gurbak.
     «Es mierda de borak», completa Galhor.
     Los boraks son una especie de cruza entre buey y dinosaurio. Son enormes y cagan toneladas. Gurbak nos ha hablado de ellos, pero no sabíamos que frecuentaran los pantanos.
     Le tiendo mi mano a Mikaela.
     «Yo no haría eso», me dice Galhor. «El hedor de la mierda de borak no se quita con nada.» Esto lo había sacado de la película Laberinto. «La hembra ya está condenada; no te condenes tú también.»
     «¡¿Cómo con nada?!», exclama Mikaela.
     «Así como lo oyes, hembra: tendrás que vivir con eso por el resto de tus días.»
     El olor es insoportable, tanto que Mikaela vomita.
     «¡Sáquenme de acá!», suplica, e intenta salir por sus propios medios. Lo único que logra es hundirse hasta el pecho.
     «Quédate quieta, hembra, si no quieres desaparecer bajo la mierda.»
     «Tenemos que sacarla de ahí…», digo, pero nadie se da por aludido.
     Lo miro a Lautaro. Antes de que pueda abrir mi boca, adivina lo que diré.
     «¡No, no; con mi vara no! ¡Me la dejará con olor!»
     Algunos han comenzado a adquirir el modo de hablar del lugar.
     «¿Y si sacás algo de tu sombrero?», le sugiero al Gato. «Total después lo tiramos…»
     El Gato se quita el sombrero y lo mira. Después de un momento me dice:
     «No se me ocurre ninguna rima; el olor no me deja pensar.»
     Un poco decepcionado por el comportamiento de mis compañeros, busco una rama y con ella ayudo a Mikaela a salir de la mierda. Tengo miedo de que nos toque a propósito, de hija de puta que es. Galhor parece pensar lo mismo.
     «Ahora irás a la retaguardia, a veinte pasos de nosotros. Y si se te ocurre tocarnos, te atravesaré con mi lanza.»
     Mikaela abre la boca para quejarse, pero se da cuenta de que Galhor habla en serio y opta por obedecer.
     «Galhor, tampoco tiene la culpa…», digo.
     «¡Claro que la tiene! ¡Si hubiese seguido mis instrucciones no estaría empapada en mierda! Ahora sigamos andando; está por anochecer.»
     Reanudamos la marcha. Cada tanto Mikaela vuelve a vomitar.
     «¡Cuando lleguemos a la aldea, te lavarás!», le grita Galhor. «¡A ti no te servirá de nada, pero al menos no contaminarás al resto!»

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