viernes, 3 de junio de 2011

21


     Con Javier salimos al patio y nos acercamos a los pibes. El Gato estaba rayando un CD con una birome.
     —¿Qué estás haciendo? —preguntó Javier.
     —Es un CD del Balín.
     —¿Y cómo hiciste para sacárselo si anda todo el día con la mochila puesta?
     —Se lo saqué cuando estos le hacían la malteada.
     Javier se rió.
     —¿Y de qué es?
     —Qué sé yo… Es música de putos… Por ahí está la cajita.
     Javier la agarró.
     —Duran Duran… —leyó.
     —¡Pero el CD mucho no le duró! —dijo el Gato, y los pibes se rieron.
     —Dale con la llave —le dijo Lautaro ofreciéndole la suya.
     —¿Por qué no la hacés más fácil? —dijo Javier. Le arrebató el CD al Gato y lo partió en pedazos.
     Todos se rieron.
     —¡Qué hijo de puta!
     —¿Y ahora? —preguntó el Gato.
     —Y ahora lo guardás en la cajita, le hacemos otra malteada y se lo ponés en la mochila de nuevo —le respondió Javier.
     —Pero los pedazos van a hacer ruido cuando camine, boludo…
     —¿Y qué te chupa? Si se lo ponías rayado, también se iba a dar cuenta.
     —Pero yo quería que se diera cuenta en la casa, cuando lo pusiera…
     —Hacé así, boludo.
    Javier guardó los pedazos en la cajita, rearmando el CD como si fuese un rompecabezas.
     —Así no va a hacer ruido.
     —¡Duran Duran y su nuevo CD para armar! —dijo Fernández, y todos se rieron.
     A la salida, cuando nos despedimos de Maidana en la puerta de su casa, Angeleri le dijo:
     —Hoy me compré un CD de Duran Duran que seguro te va a gustar. Esta noche te lo grabo.
     —Aguantá que te traigo un cassette.
     —Dejá, boludo; en casa tengo…
     Me sentí un hijo de puta.



    A la derecha de Olivera está Lautaro, con la remera de Suicidal Tendencies. El día anterior se había afeitado la cabeza.
     Agarrado a su hombro está Arancibia. Tiene cierto aire simiesco, sobre todo por la boca: enorme, llena de dientes. Nunca se peinaba. El pelo le crecía para cualquier lado, sobre todo para arriba, dando la impresión de que tenía un gato sobre la cabeza. Por eso lo llamaban así.



     —¿Te cobran la entrada?
     —Sí, pero si vas con un animal te dejan pasar gratis —respondió Tortonese.
     —Cualquieeera…
     —En serio, boludo… Me lo contó un conocido… Vayamos al Botánico a agarrar un gato.
     Los pibes se rieron.
     —Qué tarado que sos, Tortonese…
     —Además no nos hace falta. Si acá tenemos uno…
     Fernández le palmeó la espalda al Gato y alguien maulló con voz aguda.
     —Dale, boludo… Van a ver que es así como les digo…
     Cruzó Las Heras y nos lo quedamos mirando. Del otro lado nos hacía señas.
     —Qué nabo que es este chabón… —dijo el Turco.
     —Crucemos, boludo —dijo el Tano—. Vamos a reírnos un rato.
     —Gatito, gatito, gatito…
     Tortonese se acercaba y el gato se erizaba todo.
     —Mish, mish…
     Le mostraba los dientes.
     —Ayúdenme a agarrarlo.
     —Ni en pedo…
     —Te va a cagar rajuñando, boludo…
     —Tranquilo, gatito…
     Tortonese acercó la mano. El gato le dio un zarpazo.
     —¡Gato hijo de puta, la concha de tu madre!
     Intentó darle una patada, pero el gato se fue a la mierda. Los pibes se reían.
     —Vamos a buscar otro.
     —Dejate de joder, pelotudo… ¿No te das cuenta de que te batieron cualquiera?
    —¿Además para qué mierda vamos a entrar al Zoológico? ¿Por qué no fuimos a los videos, como siempre?
     —Porque Javier no quiere.
     —¿Y por qué no querés, boludo?
     —Porque no me gustan los videojuegos; me cago de embole…
     —No te gustan porque siempre perdés.
     —Al revés: pierdo siempre porque no me gustan…
     —Qué rompebolas… ¿Y entonces qué hacemos?
     Se pusieron a pensar.
     —Tirá una idea, Olarticoncha. Decí algo…
     —No, boludo… No lo hagas hablar que después no para más.
     Algunos se rieron.
     —Ya que estamos acá, podemos ir a los Bosques de Palermo —sugirió Tortonese.
     —¿Qué carajo vamos a hacer en los Bosques de Palermo? ¿Correr?
     —Mirá… Si vos vieras las minas que salen a trotar los días como este, te irías corriendo a buscar los joggings. Podríamos ir, tirarnos al solcito, verlas pasar…
     —Epa, esa no se me había ocurrido…
    —Y no nada más corriendo, eh… —prosiguió Tortonese—. Debe estar lleno de minas tomando sol, tomando mate sentadas en el pastito… Hasta tal vez dé para chamuyarse alguna.
    —¿Ves? ¡Esa es una buena idea! —dijo el Gato—. ¡No ir al Zoológico a ver a los animales cagando!
     Todos nos reímos.
     Efectivamente, estaba lleno de minas.
     —¿Ves que papá sabe?…
     —Bueno, che… Tampoco te mandés la parte…
     —¿Fuego? —preguntó Boglioli por enésima vez. Del Zoológico a los Bosques no había conseguido que nadie le diera.
     —No —le respondieron nuevamente.
     —¡¿Pero qué pasa, loco?! ¡¿Nadie fuma en Palermo?!
     —No, boludo. ¿No ves que son todos gente sana, deportistas?…
     —Che, Olarticoncha… ¿Me prestás los anteojos?
     —¿Para qué?
     —Para encender el pucho con el sol.
     Los pibes se rieron.
     —En serio, boludo, prestame…
     —Viste mucho Macguiver vos —dijo Tortonese.
     —¿Qué Macguiver, boludo? Si lo sabés hacer, sale… Yo de chico quemaba hormigas con una lupa.
     —Yo también, pero no se prendían fuego. Les salía humo nada más.
     —Con eso alcanza. Mientras lo hacés, pitás y listo…
     —¿Pero vos alguna vez lo hiciste?
     —No, pero estoy seguro de que sale. Prestámelos, Olarticoncha.
     Me dio miedo de que se rompieran, pero no supe decirle que no.
     —Solo no puedo; necesito que alguien me ayude.
     Fernández se ofreció y lo intentaron.
     —¿Ves que no funciona? —dijo Tortonese.
    —Lo que pasa es que vos lo estás haciendo mal —le dijo Boglioli a Fernández—. El puntito de luz tiene que quedar chiquitito y en el medio.
     —Ya sé cómo se hace, boludo…
     —Dejate de joder, Macguiver, y devolvele los anteojos que se está perdiendo las minas —dijo el Tano.
     —¡Mirá qué tetas, por Dios! —dijo el Gato—. ¡Ponete rápido los anteojos que te las perdés!
     —Mirá cómo le saltan, boludo…
     —Qué hija de puta…
     —Che, cómo le chuparía las tetas a Mikaela…
     —¿Y quién no?
     —Yo me conformo con chuparle una.
     Nos reímos.
     —Yo me quedo con las de Maradona —dijo Javier.
     —A vos solo te gusta esa negra fea —dijo el Tano.
     —De cuerpo está bárbara, boludo…
     —Pero de cara es un bagre. Está buena para tocarle el culo nomás.
     —¿Viste cómo se le marca la concha en el pantalón?
     Nos reímos.
     —¡Es cierto, boludo!
     —¡Se los pone con calzador, la hija de puta!
     —Che… ¿El culo de Maradona o el de Lezcano?
     —Uh, esa es difícil…
     Entonces pasó lo que yo temía.
     —Vos nunca hablás de minas, Olarticoncha —me dijo Boglioli—. ¿No te gusta ninguna de las del curso?
     Todos me miraron.
     —No, del curso no… Me gusta una de mi edificio.
     Mentira. En mi edificio eran todos viejos con bigote.
     —¿Te hiciste un tatuaje?
     Tortonese se había sacado la remera. Al menos por el momento, me encontraba a salvo.
     —Sí. ¿No se los había mostrado?
     —No, boludo…
     Eran dos calaveras enfrentadas.
     —¿Y tus viejos te dejaron?
     —Si mis viejos se enteran, me cortan la pija. Por eso no me lo hice en el brazo.
     —¿Y qué estás, todo el día con la remera puesta, en tu casa?      
     —Todo el día.
     —El Turco tampoco habla de minas.
     —A mí me gustan las mujeres, no las pendejas…
     —¡Esa, campeón!
     —¿Qué te pensás, boludo? ¿Que una mina grande te va a dar cabida?
     —Miren quiénes llegaron —dijo el Gato.
     Unas chicas se estaban sentando a unos metros de nosotros.
     —Uy, ¿a ver? —dijo Tortonese—. Mejor no podía ser, che. Son ocho, igual que nosotros.
     Empecé a arrepentirme de haberme rateado.
     —Vos no te contés que tenés novia —dijo Fernández.
     —¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Tortonese.
     Decidí fingir que me sentía mal.
     —¿Hace cuánto que estás saliendo con Pescadito?
     —Más de un mes.
     —¿Y ya querés meterle los cuernos?
     —Y… Me está costando que entregue… Si la pongo por otro lado, mejor…
    —¡Pará, guacho cogedor! —dijo el Tano—. ¡¿Qué vas a hacer?! ¡¿Garchártelas en el pasto?!
    —Qué boludo que sos… Obvio que no me las voy a garchar ahora. Primero te la chamuyás, le sacás el teléfono, te la transás…
     —Uh, ¿me vas a dar clases de levante, ganador? Pará que tomo nota.
     —¿Estás bien, Olarticoncha?
     —Me duele un poco la cabeza.
     —Mirá, boludo… Esa es albina…
     —Qué loco…
     Abracé mis piernas, puse la cabeza entre las rodillas y cerré los ojos.
     —¿Quién se queda con la albina, che?
     —Te la quedás vos que la viste primero.
     —Prefiero la albina antes que la de rojo…
     —No es fea… Es un poco negra nomás.
     Todos se rieron.
    —Mirá, hay para todos los gustos: una albina, una negra fea de las que le gustan a Javier… Hasta hay una veterana para el Turco.
     No tenía más de veinte.
     —¿Y? ¿Encaramos?
     —¿Pero qué les decimos?
     —Les pedimos fuego, boludo… ¿No querías fumar?
     El Turco estaba sentado detrás de mí.
     —Che, Olarticachucha se durmió… —dijo, y me tocó la espalda con un pie. Entonces me levanté de golpe y le encajé una patada en la pierna.
     —¡Me duele la cabeza! ¡Dejame de joder! —le grité.
    Pocas veces en mi vida he sido tan impulsivo. Había sido un toquecito de nada; mi reacción fue desmedida. A esa altura del partido, el Turco ya me tenía las bolas por el piso. Además estaba nervioso por lo de las minas.
     Recién en ese momento caí en la cuenta de lo que había hecho. Ahora se levanta y me abolla la cara de una piña, pensé. Pero, en vez de eso, el Turco se me quedó mirando, sorprendido.
     —Tranquiiilo… —me dijo.
     Después de eso me volví a sentar.
    Al final nadie fue a encarar a las minas. Nos quedamos sentados, hablando poco. Algunos se sonreían. A eso de las cuatro levantamos campamento.
     En el tren, el Turco y Tortonese se pusieron a discutir. No sé por qué. Yo venía en la mía, pensando en Lezcano y maldiciendo el haberme rateado en vez de quedarme con ella. En eso lo escuché al Turco que decía: «Lo que pasa es que vos jodés pero no te gusta que te jodan», y estallé nuevamente.
     —¡Vos jodés y no te gusta que te jodan! —le grité.
     —Bueeeno… —me dijo—. Calmaate, che…
    En la estación Florida se bajó sin saludarme. Por un tiempo no volvió a dirigirme la palabra. Tampoco me volvió a molestar.
     Tortonese, Fernández y yo viajábamos hasta Mitre. Cuando llegamos, los acompañé a la parada del setenta y uno.
     —¡Se la re-banca Olarticoncha! —dijo Tortonese palmeándome la espalda.
     Fernández sonrió.
     —¿Por qué te calentaste tanto? —me preguntó.
     —Ya me tiene las pelotas llenas el Turco; está todo el día jodiéndome.
     —¿Viste la cara que puso? —dijo Tortonese—. ¡No lo podía creer!
     —Yo no sé cómo no se levantó y me rompió la cara…
     —¡Te tendrías que haber visto! ¡Dabas miedo!
     —Pero él me lleva casi una cabeza…
    —¿Y qué tiene que ver? En estas cosas la altura y la fuerza no cuentan tanto como parece. Lo que importa es si te la bancás. En eso la gente es como los perros. ¿Nunca viste a un perro chico haciéndole frente a uno grande? Tal vez el perrito se planta y el grandote baja las orejas y mete la cola entre las patas. A veces ni hace falta que ladre, con mostrar los dientes alcanza.
     Sonreí pero no dije nada.
     Después de que se tomaron el bondi, me fui tranqueando despacio.
    Por lo menos ahora tengo una excusa para llamarla, pensé. Le pido que me pase lo que dieron en la escuela. Y esa noche la llamé.

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